La “Revolución de Octubre” que se vivió en Guatemala hace 76 años, pertenece a un proceso de transformaciones políticas y sociales más amplio, de carácter continental y hemisférico. Es parte entonces de una oleada democratizadora que las élites nacionales fallaron en convertir en un proyecto político de conciliación y pactos fundamentales y fundacionales, que hubiese podido ser clave en la consolidación de factores estabilizadores de un sistema democrático.
La década de 1940 en América Latina presagiaba importantes cambios políticos y sociales. En esa década se abre una etapa de reformismo democrático en esta parte del continente que se verá impulsada por las transformaciones para el mundo occidental que traería consigo la posguerra.
En ese sentido, podemos analizar tres liderazgos políticos que condujeron procesos de reformas democráticas con alcances que fueron desde lo moderado hasta lo categórico: se trata de las “revoluciones” democráticas que encabezaron políticos latinoamericanos como Juan José Arévalo, en Guatemala (1944); Rómulo Betancourt, en Venezuela (1945) y José Figueres, en Costa Rica (1948). A quienes podríamos —con las continuidades y rupturas de esos procesos— considerar como los “padres” de esa primera oleada democratizadora en América Latina.
En el ámbito político, esta “primavera democrática” estuvo alimentada por “el talante y el espíritu de reforma y renovación, inspirados en la Carta del Atlántico y la lucha contra el totalitarismo”[1]. Estos procesos de democratización pretendieron, entre otras cosas, ampliar la base electoral incluyendo por primera vez el voto universal, de mujeres y analfabetos, contra sistemas de gobierno que les segregó y excluyó del ejercicio de sus derechos políticos durante siglos. Y en lo económico, se buscaba articular a estos sectores al llamado Estado de bienestar (seguridad social, derechos sociales como educación y salud, etc.) que emergería en todo el mundo occidental a partir de la posguerra, con los acuerdos de Bretton-Woods. También estas transformaciones constituirán una re-formulación de los proyectos nacionales liberales del siglo XIX.
Cabe mencionar que estas tres revoluciones democráticas de la década del cuarenta, también hallaron inspiración en una serie de antecedentes y otros liderazgos en la región como las ideas y el plan político de Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA en Perú, y en el gobierno de Lázaro Cárdenas en la década anterior en México. De igual forma, se debe precisar que, si bien estos procesos comparten ciertos rasgos temporales y de acción política con el proyecto populista de Juan Domingo Perón en Argentina, entre los cuales se encuentran su carácter policlasista, su ruptura con el orden político existente y la movilización de masas; son muy distintos en naturaleza y esencia al peronismo argentino, sino que más bien se vinculan al reformismo moderado.
Otro aspecto interesante es que los casos de Guatemala, en octubre de 1944; Venezuela, en octubre de 1945 y Costa Rica, en marzo y abril de 1948; comparten el rasgo común de que los factores que desencadenaron la instalación de sus respectivas revoluciones reformistas, están profundamente ligadas a los conflictos en relación a la sucesión presidencial, al clamor por elecciones presidenciales libres y al establecimiento de procesos constituyentes que aseguraran una serie de derechos y garantías sociales.
De estas tres experiencias reformistas, sólo una sobrevivirá hasta nuestros días, que es el caso de Costa Rica, nación consolidada en el presente como la democracia más longeva de América Latina y de los países con mejores indicadores sociales e institucionales de la región.
En el caso venezolano, hubo varias continuidades y rupturas: la primera, entre 1948 y 1958, con el derrocamiento del presidente Rómulo Gallegos y la década militar de Marcos Pérez Jiménez. Luego, en 1958, Rómulo Betancourt en su segundo gobierno, retomaría la agenda reformista-democrática y sentaría las bases del sistema democrático venezolano que colapsará cuatro décadas después, en 1998.
Y finalmente, tenemos el caso de Guatemala, que será el más traumático de los tres, con la radicalización y derrocamiento de Árbenz en el 1954, la sucesión de gobiernos militares y el estallido del conflicto armado que duró tres décadas.
De manera que la “Revolución de Octubre” que se vivió en Guatemala hace 76 años, pertenece a un proceso de transformaciones políticas y sociales más amplio, de carácter continental y hemisférico. Es parte entonces de una oleada democratizadora que las élites nacionales fallaron en convertir en un proyecto político de conciliación y pactos fundamentales y fundacionales, que hubiese podido ser clave en la consolidación de factores estabilizadores de un sistema democrático, como sucedió en Costa Rica hasta el presente y en Venezuela hasta 1998.
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La “Revolución de Octubre” que se vivió en Guatemala hace 76 años, pertenece a un proceso de transformaciones políticas y sociales más amplio, de carácter continental y hemisférico. Es parte entonces de una oleada democratizadora que las élites nacionales fallaron en convertir en un proyecto político de conciliación y pactos fundamentales y fundacionales, que hubiese podido ser clave en la consolidación de factores estabilizadores de un sistema democrático.
La década de 1940 en América Latina presagiaba importantes cambios políticos y sociales. En esa década se abre una etapa de reformismo democrático en esta parte del continente que se verá impulsada por las transformaciones para el mundo occidental que traería consigo la posguerra.
En ese sentido, podemos analizar tres liderazgos políticos que condujeron procesos de reformas democráticas con alcances que fueron desde lo moderado hasta lo categórico: se trata de las “revoluciones” democráticas que encabezaron políticos latinoamericanos como Juan José Arévalo, en Guatemala (1944); Rómulo Betancourt, en Venezuela (1945) y José Figueres, en Costa Rica (1948). A quienes podríamos —con las continuidades y rupturas de esos procesos— considerar como los “padres” de esa primera oleada democratizadora en América Latina.
En el ámbito político, esta “primavera democrática” estuvo alimentada por “el talante y el espíritu de reforma y renovación, inspirados en la Carta del Atlántico y la lucha contra el totalitarismo”[1]. Estos procesos de democratización pretendieron, entre otras cosas, ampliar la base electoral incluyendo por primera vez el voto universal, de mujeres y analfabetos, contra sistemas de gobierno que les segregó y excluyó del ejercicio de sus derechos políticos durante siglos. Y en lo económico, se buscaba articular a estos sectores al llamado Estado de bienestar (seguridad social, derechos sociales como educación y salud, etc.) que emergería en todo el mundo occidental a partir de la posguerra, con los acuerdos de Bretton-Woods. También estas transformaciones constituirán una re-formulación de los proyectos nacionales liberales del siglo XIX.
Cabe mencionar que estas tres revoluciones democráticas de la década del cuarenta, también hallaron inspiración en una serie de antecedentes y otros liderazgos en la región como las ideas y el plan político de Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA en Perú, y en el gobierno de Lázaro Cárdenas en la década anterior en México. De igual forma, se debe precisar que, si bien estos procesos comparten ciertos rasgos temporales y de acción política con el proyecto populista de Juan Domingo Perón en Argentina, entre los cuales se encuentran su carácter policlasista, su ruptura con el orden político existente y la movilización de masas; son muy distintos en naturaleza y esencia al peronismo argentino, sino que más bien se vinculan al reformismo moderado.
Otro aspecto interesante es que los casos de Guatemala, en octubre de 1944; Venezuela, en octubre de 1945 y Costa Rica, en marzo y abril de 1948; comparten el rasgo común de que los factores que desencadenaron la instalación de sus respectivas revoluciones reformistas, están profundamente ligadas a los conflictos en relación a la sucesión presidencial, al clamor por elecciones presidenciales libres y al establecimiento de procesos constituyentes que aseguraran una serie de derechos y garantías sociales.
De estas tres experiencias reformistas, sólo una sobrevivirá hasta nuestros días, que es el caso de Costa Rica, nación consolidada en el presente como la democracia más longeva de América Latina y de los países con mejores indicadores sociales e institucionales de la región.
En el caso venezolano, hubo varias continuidades y rupturas: la primera, entre 1948 y 1958, con el derrocamiento del presidente Rómulo Gallegos y la década militar de Marcos Pérez Jiménez. Luego, en 1958, Rómulo Betancourt en su segundo gobierno, retomaría la agenda reformista-democrática y sentaría las bases del sistema democrático venezolano que colapsará cuatro décadas después, en 1998.
Y finalmente, tenemos el caso de Guatemala, que será el más traumático de los tres, con la radicalización y derrocamiento de Árbenz en el 1954, la sucesión de gobiernos militares y el estallido del conflicto armado que duró tres décadas.
De manera que la “Revolución de Octubre” que se vivió en Guatemala hace 76 años, pertenece a un proceso de transformaciones políticas y sociales más amplio, de carácter continental y hemisférico. Es parte entonces de una oleada democratizadora que las élites nacionales fallaron en convertir en un proyecto político de conciliación y pactos fundamentales y fundacionales, que hubiese podido ser clave en la consolidación de factores estabilizadores de un sistema democrático, como sucedió en Costa Rica hasta el presente y en Venezuela hasta 1998.