El proceso de evolución biológica que ha producido y sigue produciendo todas las especies, incluido el Homo sapiens, inició en la Tierra hace cerca de 3 mil 800 millones de años. En comparación, los más arcaicos avances culturales son muy lozanos. La agricultura, por ejemplo, surgió hace no más de 10 mil años. Es decir, que, si pensamos en términos evolutivos, la historia del ser humano en el planeta Tierra es un hecho reciente.
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Cuando intentamos caracterizar al ser humano como especie y definir aquello que nos diferencia del resto de los animales y, en particular, de nuestros parientes primates más cercanos, son muchas las respuestas: por un lado vemos que somos los únicos mamíferos que caminan constantemente en dos piernas (bípedos) y con una postura erecta pero, también, que es en nuestras capacidades cognitivas donde quizá radica el rasgo que nos caracteriza dentro del universo animal. Una capacidad que nos ha permitido preguntarnos por el origen mismo de la vida y que nos ha llevado a develar, incluso, algunos de los mecanismos del proceso evolutivo, gracias al cual coexistimos junto con una inmensa diversidad de especies.
El reto para quienes nos interesamos por el estudio de la evolución está en reconstruir la historia de la vida en la Tierra a partir de diversos y dispersos datos, evidencias y pequeños fragmentos fósiles que han sobrevivido las inclemencias del tiempo y la naturaleza, e inferir desde su interpretación y análisis el cómo se efectuó el cambio gradual de una especie a otra. Para el caso de la especie humana uno de los registros más buscados es aquel que muestre el punto en el que la línea evolutiva llevó al Homo sapiens a separarse de la de los otros grandes simios —bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes—.
En la década de 1970, con el descubrimiento de Lucy, un espécimen de Australopithecus afarensis de 3.2 millones de años de antigüedad, se creyó que la búsqueda había terminado. Sin embargo, los avances en genética han demostrado que la tasa de cambio en las secuencias de ADN ocurre a un nivel más o menos constante, de manera que se puede calcular el punto en el que dos especies compartieron un ancestro común con cierto grado de confiabilidad. Para el ser humano y los grandes simios, esto ocurrió de 5 a 7 millones de años atrás. Lo que pone a Lucy, cuando mucho, a mitad del camino.
Del hallazgo de restos fósiles más antiguos, como los de Sahelanthropus tchadensis encontrados en África en 2001 —de alrededor de 6 millones de años— los científicos aprendieron que la postura bípeda no se tradujo inmediatamente en el crecimiento del cerebro, sino que durante casi 4 millones de años no hubo cambios dramáticos en el tamaño de éste y, por lo tanto, en el desarrollo de las habilidades cognitivas de nuestros ancestros. Este año, el paleontólogo L. R. Berger y su equipo dieron a conocer un descubrimiento que aún genera discusión y asombro: los restos fósiles de 15 individuos de una nueva especie de homínido, el Homo naledi, en el yacimiento Dinaledi, dentro de la cueva Rising Star en Sudáfrica. Y, aunque aún es incierta la posición filogenética del H. naledi, y no se ha realizado una datación fiable de los fósiles, las características anatómicas lo sitúan en las raíces de los primeros Homo, lo que sería un avance inmenso en nuestra comprensión de la evolución de nuestra especie.
Explicación:
Al analizar el genoma humano actual se ha descubierto que en su proceso evolutivo hay varios hechos que destacar. Así, se observa por ejemplo que el Homo sapiens comparte casi el 99 % de los genes con el chimpancé y con el bonobo. Para mayor precisión, el genoma de cualquier individuo de nuestra especie tiene una diferencia de solo el 1,24 % respecto al genoma de Pan troglodytes (chimpancés) y de 1,62 % respecto al genoma de los gorilas.6
El análisis genómico ha establecido el siguiente parentesco:7
Respuesta:
El proceso de evolución biológica que ha producido y sigue produciendo todas las especies, incluido el Homo sapiens, inició en la Tierra hace cerca de 3 mil 800 millones de años. En comparación, los más arcaicos avances culturales son muy lozanos. La agricultura, por ejemplo, surgió hace no más de 10 mil años. Es decir, que, si pensamos en términos evolutivos, la historia del ser humano en el planeta Tierra es un hecho reciente.
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Cuando intentamos caracterizar al ser humano como especie y definir aquello que nos diferencia del resto de los animales y, en particular, de nuestros parientes primates más cercanos, son muchas las respuestas: por un lado vemos que somos los únicos mamíferos que caminan constantemente en dos piernas (bípedos) y con una postura erecta pero, también, que es en nuestras capacidades cognitivas donde quizá radica el rasgo que nos caracteriza dentro del universo animal. Una capacidad que nos ha permitido preguntarnos por el origen mismo de la vida y que nos ha llevado a develar, incluso, algunos de los mecanismos del proceso evolutivo, gracias al cual coexistimos junto con una inmensa diversidad de especies.
El reto para quienes nos interesamos por el estudio de la evolución está en reconstruir la historia de la vida en la Tierra a partir de diversos y dispersos datos, evidencias y pequeños fragmentos fósiles que han sobrevivido las inclemencias del tiempo y la naturaleza, e inferir desde su interpretación y análisis el cómo se efectuó el cambio gradual de una especie a otra. Para el caso de la especie humana uno de los registros más buscados es aquel que muestre el punto en el que la línea evolutiva llevó al Homo sapiens a separarse de la de los otros grandes simios —bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes—.
En la década de 1970, con el descubrimiento de Lucy, un espécimen de Australopithecus afarensis de 3.2 millones de años de antigüedad, se creyó que la búsqueda había terminado. Sin embargo, los avances en genética han demostrado que la tasa de cambio en las secuencias de ADN ocurre a un nivel más o menos constante, de manera que se puede calcular el punto en el que dos especies compartieron un ancestro común con cierto grado de confiabilidad. Para el ser humano y los grandes simios, esto ocurrió de 5 a 7 millones de años atrás. Lo que pone a Lucy, cuando mucho, a mitad del camino.
Del hallazgo de restos fósiles más antiguos, como los de Sahelanthropus tchadensis encontrados en África en 2001 —de alrededor de 6 millones de años— los científicos aprendieron que la postura bípeda no se tradujo inmediatamente en el crecimiento del cerebro, sino que durante casi 4 millones de años no hubo cambios dramáticos en el tamaño de éste y, por lo tanto, en el desarrollo de las habilidades cognitivas de nuestros ancestros. Este año, el paleontólogo L. R. Berger y su equipo dieron a conocer un descubrimiento que aún genera discusión y asombro: los restos fósiles de 15 individuos de una nueva especie de homínido, el Homo naledi, en el yacimiento Dinaledi, dentro de la cueva Rising Star en Sudáfrica. Y, aunque aún es incierta la posición filogenética del H. naledi, y no se ha realizado una datación fiable de los fósiles, las características anatómicas lo sitúan en las raíces de los primeros Homo, lo que sería un avance inmenso en nuestra comprensión de la evolución de nuestra especie.
Explicación:
Al analizar el genoma humano actual se ha descubierto que en su proceso evolutivo hay varios hechos que destacar. Así, se observa por ejemplo que el Homo sapiens comparte casi el 99 % de los genes con el chimpancé y con el bonobo. Para mayor precisión, el genoma de cualquier individuo de nuestra especie tiene una diferencia de solo el 1,24 % respecto al genoma de Pan troglodytes (chimpancés) y de 1,62 % respecto al genoma de los gorilas.6
El análisis genómico ha establecido el siguiente parentesco:7
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LA VIDA DEL HOMBRE ERA QUE NO TENIAN TECNOLOGIA Y HAORA TENEMOS TECNOLOGIAS Y MUCHO MAS