Se supone que la separación de poderes es garantía de libertad. Dado que hemos perdido la segunda en campos importantes en nuestro tiempo, hay quien insiste en que la solución de nuestros problemas pasaría por recuperar la primera.
Asociada a nombres ilustres como John Locke y especialmente Montesquieu, la separación de poderes es una idea que sigue a la noción de Estado moderno como institución que básicamente nos protege de nosotros mismos.
El paso lógico siguiente es preguntarnos: ¿y quién nos protege del propio Estado? Para responder a esta pregunta apareció la teoría según la cual un Estado dividido no podrá violar los derechos de sus súbditos, al encontrarse contenido por los frenos y contrapesos mediante los cuales cada una de sus ramas frena la expansión de las otras.
De ahí la idea de dividir el poder en tres y asignarle a cada uno una institución diferente: el Poder Ejecutivo corresponde al Gobierno, el Judicial a los Tribunales de Justicia, y el Legislativo al Parlamento. A esto lo denominamos Estado de Derecho, y se plasma en los textos fundamentales de lo que se dio en llamar el Estado Liberal: las Constituciones modernas.
Estupendo. Sólo un problema: desde que se estableció la división de poderes y desde que todos los países tienen constituciones, el Estado no dejó nunca de crecer, y nunca ha sido tan espectacularmente intrusivo como lo es ahora, nunca ha violado más derechos y libertades, nunca ha cobrado más impuestos como ahora y nunca ha invadido tanto la vida privada de los ciudadanos.
¿Qué ha pasado? La respuesta que se suele dar es: lo que ha pasado es que se ha hipertrofiado el Poder Ejecutivo, que ha terminado por controlar a los otros dos. Ahí reside la causa de la pérdida de nuestros derechos y libertades: si logramos darle la vuelta, si volvemos a un poder separado, recuperaremos lo que es nuestro y seremos libres. ¿Sería, entonces, un paraíso la genuina separación de poderes? Veamos.
Supongamos que los tres poderes del Estado estuvieran realmente separados de modo tajante. Los ciudadanos votaríamos cada cuatro años a unos legisladores. Ellos dictarían las leyes que el Ejecutivo debería simplemente obedecer y gobernar en consecuencia.
El Gobierno podría ser elegido directamente por nosotros o indirectamente a través del Parlamento, donde comparecería regularmente para dar cuenta de sus actos. Los jueces se elegirían a sí mismos del modo que fuera, pero sin interferencia alguna del Legislativo o el Ejecutivo. Todo lo que tuviera que ver con las conductas ciudadanas, contratos y conflictos, sería dirimido en los tribunales, que se limitarían a hacer cumplir las leyes que el Parlamento aprobase.
Alfonso Guerra debería tragarse sus palabras, porque Montesquieu no habría muerto sino que estaría más vivo que nunca. Ahora bien, la pregunta es: ¿en qué sentido podríamos asegurar que los derechos y libertades de los ciudadanos estarían más seguros en esa situación que en la actual? La triste respuesta es: en ninguno, porque la llamada división de poderes no protege realmente al ciudadano.
Los legisladores con un Poder Legislativo independiente también podrían violar la libertad con leyes antiliberales como las actuales; el Ejecutivo podría ser tan intervencionista como ahora o más; y los jueces podrían someternos como hacen ahora o más si fueran realmente independientes. Todo esto se haría, como ahora, en nombre de la “extensión de derechos”.
No existe en realidad la división de poderes, porque el poder no se divide, se ejerce o no. Y en realidad la libertad no tiene nada que ver con la forma del poder, sino solamente con sus límites.
Respuesta:
Se supone que la separación de poderes es garantía de libertad. Dado que hemos perdido la segunda en campos importantes en nuestro tiempo, hay quien insiste en que la solución de nuestros problemas pasaría por recuperar la primera.
Asociada a nombres ilustres como John Locke y especialmente Montesquieu, la separación de poderes es una idea que sigue a la noción de Estado moderno como institución que básicamente nos protege de nosotros mismos.
El paso lógico siguiente es preguntarnos: ¿y quién nos protege del propio Estado? Para responder a esta pregunta apareció la teoría según la cual un Estado dividido no podrá violar los derechos de sus súbditos, al encontrarse contenido por los frenos y contrapesos mediante los cuales cada una de sus ramas frena la expansión de las otras.
De ahí la idea de dividir el poder en tres y asignarle a cada uno una institución diferente: el Poder Ejecutivo corresponde al Gobierno, el Judicial a los Tribunales de Justicia, y el Legislativo al Parlamento. A esto lo denominamos Estado de Derecho, y se plasma en los textos fundamentales de lo que se dio en llamar el Estado Liberal: las Constituciones modernas.
Estupendo. Sólo un problema: desde que se estableció la división de poderes y desde que todos los países tienen constituciones, el Estado no dejó nunca de crecer, y nunca ha sido tan espectacularmente intrusivo como lo es ahora, nunca ha violado más derechos y libertades, nunca ha cobrado más impuestos como ahora y nunca ha invadido tanto la vida privada de los ciudadanos.
¿Qué ha pasado? La respuesta que se suele dar es: lo que ha pasado es que se ha hipertrofiado el Poder Ejecutivo, que ha terminado por controlar a los otros dos. Ahí reside la causa de la pérdida de nuestros derechos y libertades: si logramos darle la vuelta, si volvemos a un poder separado, recuperaremos lo que es nuestro y seremos libres. ¿Sería, entonces, un paraíso la genuina separación de poderes? Veamos.
Supongamos que los tres poderes del Estado estuvieran realmente separados de modo tajante. Los ciudadanos votaríamos cada cuatro años a unos legisladores. Ellos dictarían las leyes que el Ejecutivo debería simplemente obedecer y gobernar en consecuencia.
El Gobierno podría ser elegido directamente por nosotros o indirectamente a través del Parlamento, donde comparecería regularmente para dar cuenta de sus actos. Los jueces se elegirían a sí mismos del modo que fuera, pero sin interferencia alguna del Legislativo o el Ejecutivo. Todo lo que tuviera que ver con las conductas ciudadanas, contratos y conflictos, sería dirimido en los tribunales, que se limitarían a hacer cumplir las leyes que el Parlamento aprobase.
Alfonso Guerra debería tragarse sus palabras, porque Montesquieu no habría muerto sino que estaría más vivo que nunca. Ahora bien, la pregunta es: ¿en qué sentido podríamos asegurar que los derechos y libertades de los ciudadanos estarían más seguros en esa situación que en la actual? La triste respuesta es: en ninguno, porque la llamada división de poderes no protege realmente al ciudadano.
Los legisladores con un Poder Legislativo independiente también podrían violar la libertad con leyes antiliberales como las actuales; el Ejecutivo podría ser tan intervencionista como ahora o más; y los jueces podrían someternos como hacen ahora o más si fueran realmente independientes. Todo esto se haría, como ahora, en nombre de la “extensión de derechos”.
No existe en realidad la división de poderes, porque el poder no se divide, se ejerce o no. Y en realidad la libertad no tiene nada que ver con la forma del poder, sino solamente con sus límites.