Habiendo surgido de una revolución hace aproximadamente dos siglos y medio, es muy difícil pronosticar cómo será el futuro del arte contemporáneo cuando aún nos hallamos averiguando qué es. Lo que tradicionalmente se entendía como arte hasta llegar a la segunda mitad del siglo xviii revalidaba lo que al respecto afirmaron los griegos, sus inventores. Hacia el siglo vi antes de Cristo, los griegos definieron el arte como una imitación selectiva de la realidad o la naturaleza; esto es, no una simple copia o réplica indiscriminadas de lo que veían a su alrededor, sino sólo la que, trascendiendo las apariencias, captase el orden subyacente a ellas. La plasmación de este orden producía belleza, con lo que estaba claro que el fundamento y el fin del arte era, pues, la belleza. Pero no una belleza interpretada de forma subjetiva, sino codificable objetivamente, de naturaleza matemática. De esta manera las cualidades estéticas exigibles a una obra de arte clásica respondían siempre a conceptos matemáticos como «armonía», «proporciones», «simetría», «ritmo», etc., todos pautas de un orden. Pero esta selección formal ordenada también tenía su correspondencia en relación con el contenido o tema representados, porque tampoco estaba autorizado que éstos se pudiesen escoger al arbitrio de su autor, sino que debían ser socialmente edificantes; esto es, debían ajustarse a la acción aleccionadora protagonizada por dioses y héroes de un remoto pasado mítico. En suma, los griegos definieron el arte como, por así decirlo, una buena representación del bien, donde se conjugaban el orden formal y el orden moral. Pues bien, este canon artístico estuvo vigente, en el seno de la civilización occidental, durante aproximadamente veinticuatro siglos, creando una tradición histórica conocida unitariamente como «clasicismo». Es evidente que esta tan prolongada tradición padeció sucesivas crisis, cuya gravedad, a veces, abrió algunos amplios paréntesis como el muy significativamente denominado «Edad Media», donde, sin desaparecer por completo, los principios artísticos clásicos estuvieron muy corrompidos, pero precisamente por ello, al comienzo de la época moderna se utilizó la fórmula restauradora del Renacimiento, que lo era de los valores y criterios de la Antigüedad clásica grecorromana. A partir del siglo xv, esta restauración del ideal artístico clásico, tomada al principio con dogmático entusiasmo, sufrió no pocos embates polémicos al hilo del discurrir de los profundos cambios de toda índole que deparó el mundo moderno, pero consiguió resistir en su esencia doctrinal justo hasta los albores de nuestra revolucionaria época, que cambió de forma radical lo que hasta entonces se entendía como arte.
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Habiendo surgido de una revolución hace aproximadamente dos siglos y medio, es muy difícil pronosticar cómo será el futuro del arte contemporáneo cuando aún nos hallamos averiguando qué es. Lo que tradicionalmente se entendía como arte hasta llegar a la segunda mitad del siglo xviii revalidaba lo que al respecto afirmaron los griegos, sus inventores. Hacia el siglo vi antes de Cristo, los griegos definieron el arte como una imitación selectiva de la realidad o la naturaleza; esto es, no una simple copia o réplica indiscriminadas de lo que veían a su alrededor, sino sólo la que, trascendiendo las apariencias, captase el orden subyacente a ellas. La plasmación de este orden producía belleza, con lo que estaba claro que el fundamento y el fin del arte era, pues, la belleza. Pero no una belleza interpretada de forma subjetiva, sino codificable objetivamente, de naturaleza matemática. De esta manera las cualidades estéticas exigibles a una obra de arte clásica respondían siempre a conceptos matemáticos como «armonía», «proporciones», «simetría», «ritmo», etc., todos pautas de un orden. Pero esta selección formal ordenada también tenía su correspondencia en relación con el contenido o tema representados, porque tampoco estaba autorizado que éstos se pudiesen escoger al arbitrio de su autor, sino que debían ser socialmente edificantes; esto es, debían ajustarse a la acción aleccionadora protagonizada por dioses y héroes de un remoto pasado mítico. En suma, los griegos definieron el arte como, por así decirlo, una buena representación del bien, donde se conjugaban el orden formal y el orden moral. Pues bien, este canon artístico estuvo vigente, en el seno de la civilización occidental, durante aproximadamente veinticuatro siglos, creando una tradición histórica conocida unitariamente como «clasicismo». Es evidente que esta tan prolongada tradición padeció sucesivas crisis, cuya gravedad, a veces, abrió algunos amplios paréntesis como el muy significativamente denominado «Edad Media», donde, sin desaparecer por completo, los principios artísticos clásicos estuvieron muy corrompidos, pero precisamente por ello, al comienzo de la época moderna se utilizó la fórmula restauradora del Renacimiento, que lo era de los valores y criterios de la Antigüedad clásica grecorromana. A partir del siglo xv, esta restauración del ideal artístico clásico, tomada al principio con dogmático entusiasmo, sufrió no pocos embates polémicos al hilo del discurrir de los profundos cambios de toda índole que deparó el mundo moderno, pero consiguió resistir en su esencia doctrinal justo hasta los albores de nuestra revolucionaria época, que cambió de forma radical lo que hasta entonces se entendía como arte.
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