Hola necesito urgente un cuento policial quien sabe uno que sea largo que ocupe 4 hojas de las grandes que llevan en la unsa de esas porfaaa es para mañana urgentee y que tenga titulo
Fue en la fiesta de egresados que presté atención en Elizabeth. Muy bien producida, con un vestido rojo caro, muy caro y adornada con joyas de primera línea y exclusivas.
No la conocía, siempre me mantuve alejado de las mujeres feas. Mi éxito con las féminas no me permitía tratar con un bicho como ella. No sabía quién era hasta ese día.
-¡Ay!…¡cómo duele!…
-¡Felicitaciones abogado Claudio!- dijo Esteban levantando su copa.
-¡Felicitaciones doctor Esteban!- respondí en voz y gestos de agradecimiento, levantando, también, mi copa.
-No me entendés – corrigió.
-¿Qué no entiendo? – pregunté entre sorprendido y curioso.
-No es por nuestros títulos que brindo. ¡Es por tu suerte!
-¿Mi suerte?- seguía sin entender.
-Elizabeth te echó el ojo.
-¿Y?
-Y nada. Es la hija única del hombre más rico de sudamérica- tragó el último sorbo y se alejó sonriendo.
A partir de ese diálogo me dejé acercar a Elizabeth.
El amor tiene su precio y una buena vida también.
Después de unos pocos meses de romance nos casamos.
-¡Qué dolor!…
Nació Claudio Elio, con el nombre del padre y el de su ilustre abuelo, el super millonario. ¡Qué menos que eso!
El niño, mi hijo, resultó ser tan metódico y racional como yo. Un témpano pensante.
Se sucedieron once años de soportar un amor pegajoso y vigilante. Sus celos enfermizos provocaron que decidiera deshacerme de ella. Debía ser cuidadoso con no perder mi prestigio y futura herencia.
Puse mi sangre fría e inteligencia al servicio del crimen perfecto. Fui ideando un plan donde los dos seríamos las víctimas.
Compre una cuchilla en la Feria Gaucha de Mataderos. La hice afilar a mano cosa de asegurarme las huellas dactilares de un desconocido. El expediente de la investigación dirá: huellas dactilares no identificables en el arma homicida.
Un extraño sin conexión alguna con nosotros.
Guardé la faca con cuidado.
Analicé una y otra vez la puesta en escena.
Yo entraría encapuchado por la ventana del dormitorio, ventana a la que forzaré desde el exterior. Usaré una barreta para hacer poco ruido.
Tengo la certeza de que Elizabeth estará bien dormida porque se ayuda con pastillas.
La apuñalo, me hiero y con la pistola que estará sobre mi mesa de noche haré varios disparos que atraerán a las mucamas y con suerte a los vecinos.
El agresor huirá por donde entró. Me aseguraré que se encuentren huellas.
La policía hará pocas preguntas ya que se verán las marcas de mi pelea y las pisadas en el jardín.
Acudiré, pidiendo ayuda, a mi colega el Fiscal Joaquín Prieto Galmaz. Como amigo sabrá abreviar la gestión.
Antes, razoné, pasaré los seis meses previos haciendo una vida correcta y luego, después del incidente, continuaré como un asceta hasta que termine la investigación. Seré el viudo dolido por varios meses y, además, un padre perfecto e irreprochable.
Ser viudo es más interesante que ser soltero. Ya sabré aprovechar y disfrutar de mi nueva libertad.
Llego la noche esperada.
¡Duele mucho!…
Elizabeth acostó a Claudio Elio que no se sentía bien. Regresó al dormitorio, ingirió sus píldoras y se acostó.
Cerca de las 2.30 horas mientras ella dormía profundamente, encendí la luz de mi velador, me levanté e hice un poco de ruido. No se despertó.
Salí sigilosamente.
Ya en el parque me puse los zapatos de Andrés, el jardinero, y marqué huellas simulando pasos que llegan y se van.
Volví a calzarme mis pantuflas, me puse guantes y un pasamontañas negro. Imposible reconocerme.
Forcé la ventana con la barra de hierro y entré cuchilla en mano.
El plan marchaba a la perfección.
Junté coraje y le apliqué la primera puñalada. Ella dormida deja escapar un grito ahogado, presa del dolor y la sorpresa.
El asalto nocturno es un éxito.
A pesar de lo sorpresivo del ataque opone resistencia.
Desesperada se defiende como puede y alcanza a protegerse con las sábanas y la frazada. Se envuelve y se enrosca entre las cobijas. Hago un gran esfuerzo con mi izquierda para quitarle las mantas y asestar la segunda estocada con mi derecha. Me cuesta desarmarle el escudo que se formó alrededor de su cuerpo. ¡Por fin logro destaparla! Ahora podré asestar otra cuchillada.
Ella grita, gime, manotea al aire para alejarme.
Levanto el brazo derecho, el reflejo permite ver en las penumbras la hoja ensangrentada que voy a clavar en su cuerpo hasta dejarlo inerte.
Suena un estampido.
Me congelo del susto y llega el dolor agudo que huele a carne quemada.
Claudio Elio se sintió mal y se pasó a nuestra cama mientras yo preparaba mi ataque.
El miedo y la embestida violenta lo sorprendieron, pero se mantuvo frío y lúcido.
Mientras yo, ciego de rencor y pánico, atacaba a Elizabeth, el niño tomó mi arma, apoyada sobre la mesa de luz, y disparó al intruso.
Estoy en la ambulancia desangrándome y siento que no resistiré. ¡Duele!
Fue en la fiesta de egresados que presté atención en Elizabeth. Muy bien producida, con un vestido rojo caro, muy caro y adornada con joyas de primera línea y exclusivas.
No la conocía, siempre me mantuve alejado de las mujeres feas. Mi éxito con las féminas no me permitía tratar con un bicho como ella. No sabía quién era hasta ese día.
-¡Ay!…¡cómo duele!…
-¡Felicitaciones abogado Claudio!- dijo Esteban levantando su copa.
-¡Felicitaciones doctor Esteban!- respondí en voz y gestos de agradecimiento, levantando, también, mi copa.
-No me entendés – corrigió.
-¿Qué no entiendo? – pregunté entre sorprendido y curioso.
-No es por nuestros títulos que brindo. ¡Es por tu suerte!
-¿Mi suerte?- seguía sin entender.
-Elizabeth te echó el ojo.
-¿Y?
-Y nada. Es la hija única del hombre más rico de sudamérica- tragó el último sorbo y se alejó sonriendo.
A partir de ese diálogo me dejé acercar a Elizabeth.
El amor tiene su precio y una buena vida también.
Después de unos pocos meses de romance nos casamos.
-¡Qué dolor!…
Nació Claudio Elio, con el nombre del padre y el de su ilustre abuelo, el super millonario. ¡Qué menos que eso!
El niño, mi hijo, resultó ser tan metódico y racional como yo. Un témpano pensante.
Se sucedieron once años de soportar un amor pegajoso y vigilante. Sus celos enfermizos provocaron que decidiera deshacerme de ella. Debía ser cuidadoso con no perder mi prestigio y futura herencia.
Puse mi sangre fría e inteligencia al servicio del crimen perfecto. Fui ideando un plan donde los dos seríamos las víctimas.
Compre una cuchilla en la Feria Gaucha de Mataderos. La hice afilar a mano cosa de asegurarme las huellas dactilares de un desconocido. El expediente de la investigación dirá: huellas dactilares no identificables en el arma homicida.
Un extraño sin conexión alguna con nosotros.
Guardé la faca con cuidado.
Analicé una y otra vez la puesta en escena.
Yo entraría encapuchado por la ventana del dormitorio, ventana a la que forzaré desde el exterior. Usaré una barreta para hacer poco ruido.
Tengo la certeza de que Elizabeth estará bien dormida porque se ayuda con pastillas.
La apuñalo, me hiero y con la pistola que estará sobre mi mesa de noche haré varios disparos que atraerán a las mucamas y con suerte a los vecinos.
El agresor huirá por donde entró. Me aseguraré que se encuentren huellas.
La policía hará pocas preguntas ya que se verán las marcas de mi pelea y las pisadas en el jardín.
Acudiré, pidiendo ayuda, a mi colega el Fiscal Joaquín Prieto Galmaz. Como amigo sabrá abreviar la gestión.
Antes, razoné, pasaré los seis meses previos haciendo una vida correcta y luego, después del incidente, continuaré como un asceta hasta que termine la investigación. Seré el viudo dolido por varios meses y, además, un padre perfecto e irreprochable.
Ser viudo es más interesante que ser soltero. Ya sabré aprovechar y disfrutar de mi nueva libertad.
Llego la noche esperada.
¡Duele mucho!…
Elizabeth acostó a Claudio Elio que no se sentía bien. Regresó al dormitorio, ingirió sus píldoras y se acostó.
Cerca de las 2.30 horas mientras ella dormía profundamente, encendí la luz de mi velador, me levanté e hice un poco de ruido. No se despertó.
Salí sigilosamente.
Ya en el parque me puse los zapatos de Andrés, el jardinero, y marqué huellas simulando pasos que llegan y se van.
Volví a calzarme mis pantuflas, me puse guantes y un pasamontañas negro. Imposible reconocerme.
Forcé la ventana con la barra de hierro y entré cuchilla en mano.
El plan marchaba a la perfección.
Junté coraje y le apliqué la primera puñalada. Ella dormida deja escapar un grito ahogado, presa del dolor y la sorpresa.
El asalto nocturno es un éxito.
A pesar de lo sorpresivo del ataque opone resistencia.
Desesperada se defiende como puede y alcanza a protegerse con las sábanas y la frazada. Se envuelve y se enrosca entre las cobijas. Hago un gran esfuerzo con mi izquierda para quitarle las mantas y asestar la segunda estocada con mi derecha. Me cuesta desarmarle el escudo que se formó alrededor de su cuerpo. ¡Por fin logro destaparla! Ahora podré asestar otra cuchillada.
Ella grita, gime, manotea al aire para alejarme.
Levanto el brazo derecho, el reflejo permite ver en las penumbras la hoja ensangrentada que voy a clavar en su cuerpo hasta dejarlo inerte.
Suena un estampido.
Me congelo del susto y llega el dolor agudo que huele a carne quemada.
Claudio Elio se sintió mal y se pasó a nuestra cama mientras yo preparaba mi ataque.
El miedo y la embestida violenta lo sorprendieron, pero se mantuvo frío y lúcido.
Mientras yo, ciego de rencor y pánico, atacaba a Elizabeth, el niño tomó mi arma, apoyada sobre la mesa de luz, y disparó al intruso.
Estoy en la ambulancia desangrándome y siento que no resistiré. ¡Duele!
Imposible llegar al hospital a tiempo.
¡Mejor así!
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