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¿Quién sois para mandarme estos imposibles?
Precisamente porque esto te parece imposible, deberás convertirlo en posible por la obediencia y la adquisición de la ciencia.
¿En dónde? ¿Cómo podré adquirir la ciencia?
Yo te daré la Maestra, bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio y, sin la cual, toda sabiduría se convierte en necedad.
Pero, ¿quién sois vos que me habláis de este modo?
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Yo soy el Hijo de Aquella a quien tu madre te acostumbró a saludar tres veces al día.
Mi madre me dice que no me junte con los que no conozco sin su permiso; decidme, por tanto vuestro nombre.
Mi nombre pregúntaselo a mi Madre.
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En aquel momento vi junto a él una Señora de aspecto majestuoso, vestida con un manto que resplandecía por todas partes, como si cada uno de sus puntos fuera una estrella refulgente. La cual, viéndome cada vez más desconcertado en mis preguntas y respuestas, me indicó que me acercase a ella, y tomándome bondadosamente de la mano, me dijo:
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Mira.
Al mirar me di cuenta de que aquellos muchachos habían escapado, y vi en su lugar una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y varios otros animales.
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He aquí tu campo, he aquí en donde debes trabajar. Hazte humilde, fuerte y robusto, y lo que veas que ocurre en estos momentos con estos animales, lo deberás tú hacer con mis hijos.
Volví entonces la mirada y, en vez de los animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderillos que, haciendo fiestas al Hombre y a la Señora, seguían saltando y bailando a su alrededor.
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En aquel momento, siempre en sueños, me eché a llorar. Pedí que se me hablase de modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender que quería representar todo aquello. Entonces Ella me puso la mano sobre la cabeza y me dijo:
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A su debido tiempo, todo lo comprenderás.
Dicho esto, un ruido me despertó y desapareció la visión. Quedé muy aturdido. Me parecía que tenía deshechas las manos por los puñetazos que había dado y que me dolía la cara por las bofetadas recibidas; y después, aquel personaje y aquella señora de tal modo llenaron mi mente, por lo dicho y oído, que ya no pude reanudar el sueño aquella noche.
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Por la mañana conté en seguida aquel sueño; primero a mis hermanos, que se echaron a reír, y luego a mi madre y a la abuela. Cada uno lo interpretaba a su manera. Mi hermano José decía:
Tú serás pastor de cabras, ovejas y otros animales.
Mi madre:
¡Quién sabe si un día serás sacerdote!
Antonio, con dureza:
Tal vez, capitán de bandoleros.
Pero la abuela, analfabeta del todo, con ribetes de teólogo, dio la sentencia definitiva:
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No hay que hacer caso de los sueños.
Yo era de la opinión de mi abuela, pero nunca pude echar en olvido aquel sueño. Lo que expondré a continuación dará explicación de ello. Yo no hablé más de esto, y mis parientes no le dieron la menor importancia. Pero cuando en el año 1858 fuí a Roma para tratar con el Papa sobre la Congregación salesiana, él me hizo exponerle con todo detalle todas las cosas que tuvieran alguna apariencia de sobrenatural.
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Entonces conté, por primera vez, el sueño que tuve de los nueve a los diez años. El Papa mandó que lo escribiera literal y detalladamente y lo dejara para alentar a los hijos de la Congregación; ésta era precisamente la finalidad de aquel viaje a Roma.