Es poco (o casi nada) lo que se dice sobre el valor del silencio y de la soledad. A propósito del silencio, quizás porque una larga tradición autoritaria se las arregló para imponerlo como mecanismo de sometimiento y miedo. Pero no es de ese silencio “impuesto” del que aquí se trata, sino del silencio como una opción y una alternativa al ruido imperante y a la obligación socialmente condicionada de no permanecer en silencio, sino a sumar la propia voz al ruido predominante. Es decir, en los tiempos que corren lo obligado no es silencio –que está mal visto-- sino su contrario: el ruido, el bullicio. De ahí la importancia de reivindicarlo como un valor imprescindible para una vida buena, como ya lo sabían los moralistas romanos en la antigüedad clásica, los Padres de la Iglesia y los pensadores orientales.
Hermano gemelo de la prudencia, el silencio es más radical. Aquélla invita a la mesura en el decir y en el obrar, este a suspender el decir, ya sea de forma temporal o ya sea de forma definitiva, como hicieron en el pasado monjes, santos y ermitaños en la tradición cristiana. En una sociedad del bullicio como esta en la que nos toca vivir, quizás sea imposible el silencio absoluto. No lo es, sin embargo, el silencio parcial, el silencio temporal. Justamente, la sociedad del bullicio nace necesaria y urgente la puesta en vigencia una práctica del silencio que poco a poco se vaya convirtiendo en un hábito individual y colectivo que incida –junto con valores como la prudencia, la honradez, la sensatez, la tolerancia y la moderación— en las formas de comportamiento vigentes, y ayude a su transformación.
Respuesta:
Es poco (o casi nada) lo que se dice sobre el valor del silencio y de la soledad. A propósito del silencio, quizás porque una larga tradición autoritaria se las arregló para imponerlo como mecanismo de sometimiento y miedo. Pero no es de ese silencio “impuesto” del que aquí se trata, sino del silencio como una opción y una alternativa al ruido imperante y a la obligación socialmente condicionada de no permanecer en silencio, sino a sumar la propia voz al ruido predominante. Es decir, en los tiempos que corren lo obligado no es silencio –que está mal visto-- sino su contrario: el ruido, el bullicio. De ahí la importancia de reivindicarlo como un valor imprescindible para una vida buena, como ya lo sabían los moralistas romanos en la antigüedad clásica, los Padres de la Iglesia y los pensadores orientales.
Hermano gemelo de la prudencia, el silencio es más radical. Aquélla invita a la mesura en el decir y en el obrar, este a suspender el decir, ya sea de forma temporal o ya sea de forma definitiva, como hicieron en el pasado monjes, santos y ermitaños en la tradición cristiana. En una sociedad del bullicio como esta en la que nos toca vivir, quizás sea imposible el silencio absoluto. No lo es, sin embargo, el silencio parcial, el silencio temporal. Justamente, la sociedad del bullicio nace necesaria y urgente la puesta en vigencia una práctica del silencio que poco a poco se vaya convirtiendo en un hábito individual y colectivo que incida –junto con valores como la prudencia, la honradez, la sensatez, la tolerancia y la moderación— en las formas de comportamiento vigentes, y ayude a su transformación.
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