Un árbol sin raíces no puede estar en pie, porque le falta lo que le sostiene en el suelo y le permite nutrirse de los elementos indispensables que proporcionan vida. Igualmente, el árbol social, que representa unión y no exclusión, tiene raíces que cumplen funciones similares: proporcionan afianzamiento en un determinado territorio y los nutrientes para que los individuos y las colectividades se consoliden en su conciencia colectiva estructurada por la historia, la tradición, la evocación de los ancestros y la proyección de los hijos y los nietos, la convivencia diaria, la comarca donde se ha nacido o se vive, los ideales comunes, la cultura que resume las manifestaciones materiales y espirituales de los seres humanos en constante evolución.
Cuando más profundas y robustas son sus raíces, la presencia y perdurabilidad de los pueblos están garantizadas, así el terreno sea árido o agreste. El árbol en referencia evita que impere la erosión del alma, más peligrosa que la de la tierra, por eso hay que cultivarlo con el mayor de los esmeros, permanentemente, a fin de que sus frutos sean óptimos. Este cultivo jamás puede apartarse del amor a lo propio y del sentido y orgullo de pertenencia, para lo cual debe prevalecer la motivación que resalta los aspectos positivos antes que los prejuicios, complejos o frustraciones, que carcomen la autoestima y a los que se debe combatir sin tregua, para que resplandezca la esperanza y no el criterio peyorativo y oscurantista que, como gigantesco aluvión, arrasa el aliento de optimismo que construye la grandeza de los pueblos.
El estudio del pasado no es anquilosarse en el ayer, corno muy bien argumenta el historicismo, sino un referente insustituible para tomar conciencia de lo ocurrido y no repetir errores. Los procesos históricos, cuando son enfocados con criterio objetivo, analítico, científico, conducen de manera aleccionadora al presente y, de igual forma, proyectan luces al porvenir. No comparto lo que propugnan los autodenominados posmodernistas que, en verdad, nada tienen de ideas avanzadas, ya que inventan cosas que no corresponden a la realidad, con elaboraciones mentales y procederes destructivos, como la no diferenciación entre lo bueno y lo malo, entre el día y la noche, lo cual siembra confusión y desorientaciones demoledoras, especialmente para la juventud. Ese pesimismo existencial, el vivir solo el presente sin importar el pretérito y el por-venir, el sumirse en un contagiante materialismo consumista y hedonista donde prevalece la inmediatez, la ausencia de ideales superiores, el desconocimiento de íconos para la superación de la humanidad y el seguimiento hasta histérico a líderes con pies de barro, elementales y estridentes, entre otros indicadores nada recomendables, desfiguran la realidad con subjetivismos nocivos y contagiantes.
Es necesario, para que la sociedad vaya en ascenso, tener valores superlativos arraigados a la mentalidad ciudadana, como aquellos, incaducables en su significación, de Patria, familia, unión, paz, fraternidad y solidaridad. Los valores patrimoniales, forjados por las generaciones que nos precedieron, deben entenderse como portado-res de la llama de la identidad y la civilización; abren y consolidan rutas para llegar a mejores horizontes, dentro de la universalidad contemporánea, por ello, de ninguna manera, pueden ser considerados retrógrados, como sostienen, en su clamoroso despiste, los señalados posmodernistas.
Bajo estas coordenadas se desenvuelve el presente libro cuyo objetivo principal es que los ecuatorianos valoremos más a nuestro país y contribuyamos, diariamente, a su bienestar y adelanto, curando las heridas y las lacras que no tienen que ocultarse, peor avivarse, y, a la vez, apreciando, en su justa dimensión, lo que efectivamente somos. Nuestra identidad nacional, que es la suma de las identidades locales o regionales, es el cauce por el que transcurre lo ecuatoriano que no debe confundirse con la mediocridad y la ordinariez.
Esta identidad viene desde épocas en que se funden el mito y la leyenda; arraigada por la historia, continúa recibiendo los aportes de la actualidad y proseguirá en este mismo sentido, ya que la sociedad no es estática. Reconozcámonos con una identidad nada derrotista y que sabe presentarse con autenticidad y paradigmas sólidos, para salir del subdesarrollo y de sus males conexos. La identidad ecuatoriana, plenamente entendida, tiene que servir para que nuestra Patria jamás pierda su vocación de justicia, progreso, democracia, cultura y libertad. Si este libro contribuye en algo a ello, los objetivos y desvelos de su autor quedarán plenamente compensados.
Respuesta:
Un árbol sin raíces no puede estar en pie, porque le falta lo que le sostiene en el suelo y le permite nutrirse de los elementos indispensables que proporcionan vida. Igualmente, el árbol social, que representa unión y no exclusión, tiene raíces que cumplen funciones similares: proporcionan afianzamiento en un determinado territorio y los nutrientes para que los individuos y las colectividades se consoliden en su conciencia colectiva estructurada por la historia, la tradición, la evocación de los ancestros y la proyección de los hijos y los nietos, la convivencia diaria, la comarca donde se ha nacido o se vive, los ideales comunes, la cultura que resume las manifestaciones materiales y espirituales de los seres humanos en constante evolución.
Cuando más profundas y robustas son sus raíces, la presencia y perdurabilidad de los pueblos están garantizadas, así el terreno sea árido o agreste. El árbol en referencia evita que impere la erosión del alma, más peligrosa que la de la tierra, por eso hay que cultivarlo con el mayor de los esmeros, permanentemente, a fin de que sus frutos sean óptimos. Este cultivo jamás puede apartarse del amor a lo propio y del sentido y orgullo de pertenencia, para lo cual debe prevalecer la motivación que resalta los aspectos positivos antes que los prejuicios, complejos o frustraciones, que carcomen la autoestima y a los que se debe combatir sin tregua, para que resplandezca la esperanza y no el criterio peyorativo y oscurantista que, como gigantesco aluvión, arrasa el aliento de optimismo que construye la grandeza de los pueblos.
El estudio del pasado no es anquilosarse en el ayer, corno muy bien argumenta el historicismo, sino un referente insustituible para tomar conciencia de lo ocurrido y no repetir errores. Los procesos históricos, cuando son enfocados con criterio objetivo, analítico, científico, conducen de manera aleccionadora al presente y, de igual forma, proyectan luces al porvenir. No comparto lo que propugnan los autodenominados posmodernistas que, en verdad, nada tienen de ideas avanzadas, ya que inventan cosas que no corresponden a la realidad, con elaboraciones mentales y procederes destructivos, como la no diferenciación entre lo bueno y lo malo, entre el día y la noche, lo cual siembra confusión y desorientaciones demoledoras, especialmente para la juventud. Ese pesimismo existencial, el vivir solo el presente sin importar el pretérito y el por-venir, el sumirse en un contagiante materialismo consumista y hedonista donde prevalece la inmediatez, la ausencia de ideales superiores, el desconocimiento de íconos para la superación de la humanidad y el seguimiento hasta histérico a líderes con pies de barro, elementales y estridentes, entre otros indicadores nada recomendables, desfiguran la realidad con subjetivismos nocivos y contagiantes.
Es necesario, para que la sociedad vaya en ascenso, tener valores superlativos arraigados a la mentalidad ciudadana, como aquellos, incaducables en su significación, de Patria, familia, unión, paz, fraternidad y solidaridad. Los valores patrimoniales, forjados por las generaciones que nos precedieron, deben entenderse como portado-res de la llama de la identidad y la civilización; abren y consolidan rutas para llegar a mejores horizontes, dentro de la universalidad contemporánea, por ello, de ninguna manera, pueden ser considerados retrógrados, como sostienen, en su clamoroso despiste, los señalados posmodernistas.
Bajo estas coordenadas se desenvuelve el presente libro cuyo objetivo principal es que los ecuatorianos valoremos más a nuestro país y contribuyamos, diariamente, a su bienestar y adelanto, curando las heridas y las lacras que no tienen que ocultarse, peor avivarse, y, a la vez, apreciando, en su justa dimensión, lo que efectivamente somos. Nuestra identidad nacional, que es la suma de las identidades locales o regionales, es el cauce por el que transcurre lo ecuatoriano que no debe confundirse con la mediocridad y la ordinariez.
Esta identidad viene desde épocas en que se funden el mito y la leyenda; arraigada por la historia, continúa recibiendo los aportes de la actualidad y proseguirá en este mismo sentido, ya que la sociedad no es estática. Reconozcámonos con una identidad nada derrotista y que sabe presentarse con autenticidad y paradigmas sólidos, para salir del subdesarrollo y de sus males conexos. La identidad ecuatoriana, plenamente entendida, tiene que servir para que nuestra Patria jamás pierda su vocación de justicia, progreso, democracia, cultura y libertad. Si este libro contribuye en algo a ello, los objetivos y desvelos de su autor quedarán plenamente compensados.
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espero que te ayude