Hoy por la mañana Claudia y yo salimos, como constantemente, rumbo a nuestros propios empleos en el cochecito que mi mamá y mi papá nos regalaron hace 10 años por nuestra boda. A poco sentí un cuerpo humano extraño al costado de los pedales. ¿Una cartera? ¿Un…? De golpe recordé que anoche fui a dejar a María a su vivienda y el besito caluroso de siempre en las mejillas se nos corrió, sin pensarlo, a la comisura de los labios, al cuello, a los hombros, a la palanca de cambios, al corte, al asiento reclinable, en fin. Estás distraído, me comentó Claudia una vez que casi me paso el semáforo. Luego siguió mascullando algo, empero yo por el momento no la atendía. Me sudaban las manos y sentí que el pie, desesperadamente, quería transmitir el don del tacto a la suela de mi zapato para saber exactamente qué era eso, para aprehenderlo sin que ella notara nada.
Finalmente logré pasar el objeto a partir del lado del acelerador hasta el lado del embrague. Lo empujé hacia la puerta con el ánimo de abrirla en forma sincronizada para botar aquello a la calle. A pesar de las estrategias que hice, me ha sido imposible. Decidí entonces distraer a Claudia y tomar aquello con la mano para lanzarlo por la ventana. Sin embargo Claudia estaba arrimada a su puerta, básicamente virada hacia mí. Empecé a desesperarme. Incrementé la rapidez y a poco vi por el retrovisor un automóvil de policía. Creí correcto apurar para separarme de la patrulla policial puesto que si veían que aquello salía por la ventanilla podía imaginarse cualquier cosa.
«Por qué corres», me inquirió Claudia, al tiempo que se acomodaba de frente como quien comienza a presentir un choque.
Vi que la policía quedaba atrás al menos con una cuadra. Entonces aprovechando que entrábamos al redondel le mencioné a Claudia: «Saca la mano que voy a virar a la derecha». A medida que lo hizo, tomé el cuerpo humano extraño: era un zapato leve, de tirillas azules y elevado cambrión. Sin pensar 2 veces lo tiré por la ventanilla.
Bordeé ufano el redondel, sentí deseo de gritar, de bajarme para aplaudir me a si mismo, para festejar mi estrategia, pero me quedé helado viendo en el retrovisor nuevamente a la policía. Me imaginé que se detenían, que recogían el zapato, que me hacían señas.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Claudia con su voz ingenua.
—No sé —le dije—, aquellas chapas son capaces de todo.
Pero el patrullero giró y yo seguí recto hacia el estacionamiento de la compañía donde labora Claudia. Atrás de nosotros frenó un taxi realizando un sonido de los neumáticos. Era otra atrasada, una de aquellas que se terminan de maquillar en el taxi. «Chao, amor», me comentó Claudia, a medida que con su piecito juguetón buscaba inútilmente su zapato de tirillas azules.
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Hoy por la mañana Claudia y yo salimos, como constantemente, rumbo a nuestros propios empleos en el cochecito que mi mamá y mi papá nos regalaron hace 10 años por nuestra boda. A poco sentí un cuerpo humano extraño al costado de los pedales. ¿Una cartera? ¿Un…? De golpe recordé que anoche fui a dejar a María a su vivienda y el besito caluroso de siempre en las mejillas se nos corrió, sin pensarlo, a la comisura de los labios, al cuello, a los hombros, a la palanca de cambios, al corte, al asiento reclinable, en fin. Estás distraído, me comentó Claudia una vez que casi me paso el semáforo. Luego siguió mascullando algo, empero yo por el momento no la atendía. Me sudaban las manos y sentí que el pie, desesperadamente, quería transmitir el don del tacto a la suela de mi zapato para saber exactamente qué era eso, para aprehenderlo sin que ella notara nada.
Finalmente logré pasar el objeto a partir del lado del acelerador hasta el lado del embrague. Lo empujé hacia la puerta con el ánimo de abrirla en forma sincronizada para botar aquello a la calle. A pesar de las estrategias que hice, me ha sido imposible. Decidí entonces distraer a Claudia y tomar aquello con la mano para lanzarlo por la ventana. Sin embargo Claudia estaba arrimada a su puerta, básicamente virada hacia mí. Empecé a desesperarme. Incrementé la rapidez y a poco vi por el retrovisor un automóvil de policía. Creí correcto apurar para separarme de la patrulla policial puesto que si veían que aquello salía por la ventanilla podía imaginarse cualquier cosa.
«Por qué corres», me inquirió Claudia, al tiempo que se acomodaba de frente como quien comienza a presentir un choque.
Vi que la policía quedaba atrás al menos con una cuadra. Entonces aprovechando que entrábamos al redondel le mencioné a Claudia: «Saca la mano que voy a virar a la derecha». A medida que lo hizo, tomé el cuerpo humano extraño: era un zapato leve, de tirillas azules y elevado cambrión. Sin pensar 2 veces lo tiré por la ventanilla.
Bordeé ufano el redondel, sentí deseo de gritar, de bajarme para aplaudir me a si mismo, para festejar mi estrategia, pero me quedé helado viendo en el retrovisor nuevamente a la policía. Me imaginé que se detenían, que recogían el zapato, que me hacían señas.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Claudia con su voz ingenua.
—No sé —le dije—, aquellas chapas son capaces de todo.
Pero el patrullero giró y yo seguí recto hacia el estacionamiento de la compañía donde labora Claudia. Atrás de nosotros frenó un taxi realizando un sonido de los neumáticos. Era otra atrasada, una de aquellas que se terminan de maquillar en el taxi. «Chao, amor», me comentó Claudia, a medida que con su piecito juguetón buscaba inútilmente su zapato de tirillas azules.