La historia de Israel estuvo marcada por la espera del Mesías prometido. En los momentos duros del exilio y del fracaso, los judíos renovaron su esperanza poniendo su confianza en el que vendría a liberarlos. Muy importante en esa espera fue la voz de los profetas que anunciaron los tiempos mesiánicos. Esa voz, sin embargo, no fue fácil de armonizar en una visión única. Daniel hablaba del Hijo del Hombre, “a quien todos los pueblos, naciones y lenguas respetarían, y cuyo domino sería eterno porque su reino no tendría fin” (Dn 7, 14). Pero Isaías, situándose como profeta en los tiempos futuros, como si ya las cosas hubiesen sucedido, habla de un servidor sufriente “despreciado y evitado de la gente… curtido en el dolor” que, “al verlo, se tapaban la cara. Despreciado lo tuvimos por nada a él, que soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, lo tuvimos por un contagiado, herido por Dios y afligido” (Is 53, 1).
Entre esas visiones, el pueblo prefirió la más gloriosa. Los fariseos esperaban un gran legislador que impusiera la ley, los zelotas un guerrero y los esenios a un sacerdote de un culto nuevo.
En tiempos de Jesús, era claro que la mayoría esperaba la inminente llegada de un Mesías que restauraría el Reino de Israel, expulsando al invasor. Juan Bautista fue expresión de esas esperas. Él era una voz que “clamaba en el desierto diciendo: ‘Preparen el camino del Señor’” (Mt 3, 3), llamando a la “conversión de todos porque el tiempo final está cerca”. Ante esa llamada “acudía toda la población de Judea y de Jerusalén y de la región del Jordán” (Mc 1, 5) para someterse a un bautismo de conversión. Esa multitud incluía fariseos, saduceos, también publicanos y pecadores. Nadie podía sospechar que en medio de esa masa pecadora iba, como uno más, el Mesías esperado, el Hijo de Dios… Sin armas, sin escolta, como un desconocido y humilde galileo de Nazaret, como un sencillo carpintero, sin estudios y sin títulos.
Juan lo reconoció, pero no pudo aceptar que el esperado se pusiese en el lugar de los últimos y se metiera en las aguas contaminadas por los pecados de su pueblo. Pero, precisamente en ese gesto de máxima humildad, el Espíritu descendió sobre Él y se oyó la voz del Padre, que decía “este es mi hijo amado”. Ahí comenzó la vida pública de Jesús y el anuncio de un reino que era totalmente diferente al esperado, de un reino que anunciaba un Dios Padre misericordioso, donde los pobres de corazón serían bienaventurados y los últimos serían los primeros.
Esto obligó a los primeros cristianos a releer las escrituras y fue difícil que esos judíos entendieran que “era necesario que el Mesías padeciera”, como les explicó Jesús a los discípulos de Emaús que se alejaban desilusionados de la comunidad ante el fracaso de la Cruz (Lc 24).
San Pablo, en su Carta a los filipenses, explicó de modo magistral este misterio, enseñando que “Cristo Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y, mostrándose en figura humana, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte en Cruz” (Filip 2, 5).
¿Cómo reaccionaríamos, si se presentara hoy ante nosotros Jesús como un desconocido, con apellido humilde, viviendo en un barrio marginado de nuestra ciudad, sin título universitario, mezclado con gente de dudosa reputación y libre ante las normas tradicionales? Tal vez le pediríamos, como el gran inquisidor de Dostoievski, que se retirara porque cuestiona nuestros criterios. No es fácil entender un mensaje que prefiere a los pobres, que no excluye y que quiere salvarlos a todos por el camino de la solidaridad, el servicio y la humildad. Jesús fue muy diferente al mesías que esperaban… Él encarna el rostro humano y misericordioso de Dios. MSJ
Respuesta:
La historia de Israel estuvo marcada por la espera del Mesías prometido. En los momentos duros del exilio y del fracaso, los judíos renovaron su esperanza poniendo su confianza en el que vendría a liberarlos. Muy importante en esa espera fue la voz de los profetas que anunciaron los tiempos mesiánicos. Esa voz, sin embargo, no fue fácil de armonizar en una visión única. Daniel hablaba del Hijo del Hombre, “a quien todos los pueblos, naciones y lenguas respetarían, y cuyo domino sería eterno porque su reino no tendría fin” (Dn 7, 14). Pero Isaías, situándose como profeta en los tiempos futuros, como si ya las cosas hubiesen sucedido, habla de un servidor sufriente “despreciado y evitado de la gente… curtido en el dolor” que, “al verlo, se tapaban la cara. Despreciado lo tuvimos por nada a él, que soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, lo tuvimos por un contagiado, herido por Dios y afligido” (Is 53, 1).
Entre esas visiones, el pueblo prefirió la más gloriosa. Los fariseos esperaban un gran legislador que impusiera la ley, los zelotas un guerrero y los esenios a un sacerdote de un culto nuevo.
En tiempos de Jesús, era claro que la mayoría esperaba la inminente llegada de un Mesías que restauraría el Reino de Israel, expulsando al invasor. Juan Bautista fue expresión de esas esperas. Él era una voz que “clamaba en el desierto diciendo: ‘Preparen el camino del Señor’” (Mt 3, 3), llamando a la “conversión de todos porque el tiempo final está cerca”. Ante esa llamada “acudía toda la población de Judea y de Jerusalén y de la región del Jordán” (Mc 1, 5) para someterse a un bautismo de conversión. Esa multitud incluía fariseos, saduceos, también publicanos y pecadores. Nadie podía sospechar que en medio de esa masa pecadora iba, como uno más, el Mesías esperado, el Hijo de Dios… Sin armas, sin escolta, como un desconocido y humilde galileo de Nazaret, como un sencillo carpintero, sin estudios y sin títulos.
Juan lo reconoció, pero no pudo aceptar que el esperado se pusiese en el lugar de los últimos y se metiera en las aguas contaminadas por los pecados de su pueblo. Pero, precisamente en ese gesto de máxima humildad, el Espíritu descendió sobre Él y se oyó la voz del Padre, que decía “este es mi hijo amado”. Ahí comenzó la vida pública de Jesús y el anuncio de un reino que era totalmente diferente al esperado, de un reino que anunciaba un Dios Padre misericordioso, donde los pobres de corazón serían bienaventurados y los últimos serían los primeros.
Esto obligó a los primeros cristianos a releer las escrituras y fue difícil que esos judíos entendieran que “era necesario que el Mesías padeciera”, como les explicó Jesús a los discípulos de Emaús que se alejaban desilusionados de la comunidad ante el fracaso de la Cruz (Lc 24).
San Pablo, en su Carta a los filipenses, explicó de modo magistral este misterio, enseñando que “Cristo Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y, mostrándose en figura humana, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte en Cruz” (Filip 2, 5).
¿Cómo reaccionaríamos, si se presentara hoy ante nosotros Jesús como un desconocido, con apellido humilde, viviendo en un barrio marginado de nuestra ciudad, sin título universitario, mezclado con gente de dudosa reputación y libre ante las normas tradicionales? Tal vez le pediríamos, como el gran inquisidor de Dostoievski, que se retirara porque cuestiona nuestros criterios. No es fácil entender un mensaje que prefiere a los pobres, que no excluye y que quiere salvarlos a todos por el camino de la solidaridad, el servicio y la humildad. Jesús fue muy diferente al mesías que esperaban… Él encarna el rostro humano y misericordioso de Dios. MSJ
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Espero te sirva