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Entonces se aventuró, con pasos livianos, hacia el fondo. Eso es típico. El miedo no cuenta cuando una mujer, en
una película por ejemplo, va hacia un cuarto misterioso que no se atrevería a hollar el más osado de los
espectadores. Es cierto que en este caso no podía haber ningún peligro sobrenatural, ni de los otros. Llegó al palier
trasero, al que se abrían las puertas de los dormitorios; los huecos estaban dibujados en fuerte luz amarilla. No se
oía nada. Entró por la del medio. Dio dos pasos en la habitación, algo deslumbrada, y dos fantasmas pasaron a su
lado diciendo, “estamos apurados, muy apurados”; y atravesaron la pared. Retrocedió, salió y entró de prisa, para no
perdérselos; en el cuarto contiguo, ya atravesaban otra vez la pared, y sus piernas parecían hundirse en el piso. ¿Por
qué?, les preguntó. Salió al palier. Uno de los fantasmas se había vuelto hacia ella: ¿Por qué? ¿Por qué están
apurados?, aclaró. Por la fiesta, le respondió el fantasma.
César Aira en: Los fantasmas.
Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1.990. (Fragmento).
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A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un
árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía
ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo
raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada
que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero
pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo
hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas
de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos.
Roberto Fontanarrosa, “Viejo con árbol” en: Usted no me lo va a creer.
Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2.003. (Fragmento).
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Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones de material plástico, en el otro extremo de la
ciudad, y habían televisado para decir que llegarían tarde, que empezaran a comer. George Hadley contemplaba,
pensativo, la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de comida.
―Olvidamos la salsa de tomate ―dijo.
―Perdón ―exclamó una vocecita en el interior de la mesa, y apareció la salsa.
Podríamos cerrar el cuarto unos pocos días, pensaba George. No le haría ningún daño. No era bueno abusar. Y era
evidente que los nenes habían abusado un poco de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como una garra caliente.
Y los leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían las emanaciones telepáticas de los
niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los
niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas.
Ray Bradbury, “La pradera” en: El hombre ilustrado.
Minotauro, Buenos Aires, 1.987. (Fragmento).
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Sacudí la cabeza. Sacudo la cabeza muy seguido.
―¡Viejo! ―dije.
También digo “viejo” muy seguido. En parte porque tengo un vocabulario pésimo y en parte porque a veces actúo
como si tuviera menos edad de la que tengo. Tenía dieciséis años en aquel entonces, ahora tengo diecisiete, y a
veces me comporto como si tuviera alrededor de trece. Es realmente irónico porque mido un metro noventa y tengo

el pelo gris. En serio. La mitad de mi cabeza ―el lado derecho― está repleta de canas. Lo tengo de esa manera
desde que soy chiquito. Así y todo a veces parece que tuviera doce años. Todo el mundo me dice lo mismo,
especialmente mi padre. En parte es verdad, pero sólo en parte. La gente siempre piensa que las cosas son
completamente ciertas. Me importa un bledo, pero a veces me aburre que me pidan que me porte como alguien de
mi edad. A veces me comporto como alguien mucho más grande de lo que soy ―en serio―, pero la gente nunca se
da cuenta de eso. La gente nunca se da cuenta de nada.
J. D. Salinger, en: El cazador oculto.
Buenos Aires, Sudamericana, 1.999. (Fragmento).
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Actividades
1) Luego de la lectura, responde:
a) De los distintos textos que leíste, ¿cuáles presentan o construyen un mundo que podría ser real? ¿Por qué?
AYUDA¡¡¡¡¡

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