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Saturados como estamos de innumerables aniversarios cívicos, culturales y políticos, ha pasado desapercibido una fecha que hubiese merecido atención especial, se trata de los doscientos años del nacimiento de Bartolomé Herrera, quien nació en Lima el 24 de agosto de 1808. Un peruano ilustre –no los hay tantos como él- que dejó huella en la historia peruana del segundo tercio del siglo XIX: Rector del Convictorio de San Carlos, diputado en el Congreso de la República, Ministro de Estado, diplomático ante la Santa Sede, Obispo de Arequipa; gran orador y polemista en el campo de las ideas políticas; noble defensor de los derechos de la Iglesia. El debate doctrinario entre conservadores y liberales de 1846 a 1851 tuvo como actores singulares a Herrera, Laso y Pedro Gálvez. La chispa que inició esa memorable polémica de escritos de idas y vueltas que han enriquecido las ideas políticas en el Perú, fue el sermón que Bartolomé Herrera leyó en el Te Deum del 28 de julio de 1846. Allí sostenía, además de una tesis teñida de providencialismo sobre la historia peruana, la idea del origen divino de la soberanía, cuyo ejercicio reservaba a los más capaces. Lo que al pueblo competería –sostenía Herrera y el Colegio San Carlos- “es designar las inteligencias privilegiadas, capaces de usar de la soberanía como de un instrumento benéfico, moral y civilizador”. Esta fue una de las grandes preocupaciones de Herrera durante su regencia en el Colegio San Carlos: formar ciudadanos que dirijan el país, sobresalientes no sólo por su sólida formación científica, sino también, -en palabras de José Agustín de la Puente- “por la delicadeza de conducta y finura moral”. Vocación docente que continúa en él hasta el final de su vida, dedicándose personalmente a la formación de los seminaristas en el Seminario de Arequipa, haciendo despliegue de su amplia formación humanista y teológica. Cuanto hacía lo acometía con verdadera devoción y entrega. Y, ciertamente -como lo señala Jorge Putman en una reciente investigación sobre Herrera- nuestro personaje “tuvo la fuerte convicción de haber recibido una especial misión de Dios para realizar una reforma de la sociedad peruana de su época”. Y este hecho fue el nervio de todo lo que emprendió en sus cortos, pero intensos 56 años de vida. La posición de Herrera en el período de transición del sistema colonial al sistema republicano es sumamente estimulante para la historia de las ideas del Perú y para la propia comprensión de la peruanidad. Con la perspectiva y serenidad que hemos ganado con los casi doscientos años de vida republicana, volver a examinar las ideas de Herrera es un ejercicio intelectualmente valioso y un deber de justicia para este gran peruano, incomprendido en su época y juzgado precipitadamente en nombre de las ideologías liberales, unas veces; anticlericales otras, a las que él combatió en noble y apasionada lid, convencido como estaba del papel que le correspondía en la defensa de los intereses patrios y de la integridad de la fe y la moral cristiana.