Si algo nos enseña la verdad de las epidemias, es que aquí se juega un problema fundamental de la sociología: cómo sobrevivir juntos. Qué nos une y qué nos separa. Qué es lo que nos estigmatiza entre sanos y enfermos, edades de riesgo, entre los que viven acomodados y los más desafortunados, entre los que pudieron stockearse y los que no tienen nada, los que cumplen las reglas impuestas por el Estado y los que las rompen.
En la gran variedad del zoológico humano, el distanciamiento social, pensado como una manera de luchar contra la expansión del virus, podría generar una extrema inquietud en su potencialidad para cuestionar los vínculos y reflexionar sobre ellos. Sobre todo con el vínculo más comprometido: con el de uno mismo.
No se trata, en tal caso, de una comprensión exclusivamente intelectual que podría llevar a un cambio de mentalidad, a una renovación de ideas y concepciones, ya que por sí sola no implica un cambio de conciencia. Para lograr que la comprensión sea un proceso transformador, será necesario acompañarla de la emoción, abrirla a los sentimientos, resonar con lo que estamos presenciando.
Una comprensión emocionada, una resonancia empática, una captación repentina y global de algo, la visión de lo que nos acontece, podría llevar a la incorporación definitiva de un conocimiento que quedará adherido a la memoria por la emoción que nos produjo su descubrimiento.
En este complejo engranaje en el que estamos sumergidos y donde todos deberíamos sentirnos vulnerables, emerge lo peor, pero también lo mejor de cada ser humano. Se nos revela la función del Estado y de todos los organismos públicos: equipos de salud y servicios, de los investigadores, del empresario comprometido, de los periodistas y comunicadores, de los servidores en general, así como la del buen amigo o vecino.
Ojalá esta grave crisis que estamos atravesando nos ayude a transformar la conciencia colectiva. En medio de la oscuridad, aparecen señales luminosas que reavivan la llama de la esperanza. Yo adhiero a ellas.
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Si algo nos enseña la verdad de las epidemias, es que aquí se juega un problema fundamental de la sociología: cómo sobrevivir juntos. Qué nos une y qué nos separa. Qué es lo que nos estigmatiza entre sanos y enfermos, edades de riesgo, entre los que viven acomodados y los más desafortunados, entre los que pudieron stockearse y los que no tienen nada, los que cumplen las reglas impuestas por el Estado y los que las rompen.
En la gran variedad del zoológico humano, el distanciamiento social, pensado como una manera de luchar contra la expansión del virus, podría generar una extrema inquietud en su potencialidad para cuestionar los vínculos y reflexionar sobre ellos. Sobre todo con el vínculo más comprometido: con el de uno mismo.
No se trata, en tal caso, de una comprensión exclusivamente intelectual que podría llevar a un cambio de mentalidad, a una renovación de ideas y concepciones, ya que por sí sola no implica un cambio de conciencia. Para lograr que la comprensión sea un proceso transformador, será necesario acompañarla de la emoción, abrirla a los sentimientos, resonar con lo que estamos presenciando.
Una comprensión emocionada, una resonancia empática, una captación repentina y global de algo, la visión de lo que nos acontece, podría llevar a la incorporación definitiva de un conocimiento que quedará adherido a la memoria por la emoción que nos produjo su descubrimiento.
En este complejo engranaje en el que estamos sumergidos y donde todos deberíamos sentirnos vulnerables, emerge lo peor, pero también lo mejor de cada ser humano. Se nos revela la función del Estado y de todos los organismos públicos: equipos de salud y servicios, de los investigadores, del empresario comprometido, de los periodistas y comunicadores, de los servidores en general, así como la del buen amigo o vecino.
Ojalá esta grave crisis que estamos atravesando nos ayude a transformar la conciencia colectiva. En medio de la oscuridad, aparecen señales luminosas que reavivan la llama de la esperanza. Yo adhiero a ellas.