Érase una vez un granjero llamado Herman que vivía en un país del norte de Europa donde los inviernos eran terriblemente crudos. Los meses de hielo y nieve se hacían interminables, pero el bueno de Herman se negaba a pasar tanto tiempo encerrado en casa sin hacer nada, esperando que volviera la primavera. Por eso, venciendo la pereza y las bajas temperaturas, todas las mañanas se despedía de su mujer con un beso y salía a dar una vuelta por los alrededores. ¡Al menos durante un rato podía admirar el paisaje y estirar un poco las piernas!
Sucedió que un día asomó la cabeza por la puerta y notó que a pesar de que el sol brillaba esplendoroso, el frío era más intenso que nunca. Antes poner un pie fuera se cubrió con varias prendas de abrigo y por último se tapó la cara con una bufanda de lana gruesa. ¡No quería correr el riesgo de ver su nariz convertida en un témpano de hielo!
– Creo que ahora sí estoy preparado… ¡A mi edad debo abrigarme mucho para no pillar una pulmonía de las gordas!
Envuelto en más capas que una cebolla caminó por el valle entre montañas nevadas, siempre siguiendo el curso del río para no desorientarse. El aire gélido le producía calambres musculares e irritaba sus manos, pero era un hombre acostumbrado a la dureza del campo y el magnífico paseo bien merecía un pequeño sacrificio. Al cabo de media hora, decidió parar a descansar.
– ¡En esa piedra de ahí estaré cómodo!
Se sentó sobre una roca plana y se quedó pasmado mirando el hermosísimo entorno. Cuando volvió en sí recordó que en su mochila había guardado un suculento emparedado de jamón.
– Voy a tomar un tentempié… ¡Estoy muerto de hambre!
Herman cogió el emparedado y se lo llevó a la boca. ¡Estaba tan rico que bastaron cuatro bocados para hacerlo desaparecer!
– Bueno, pues hasta aquí ha llegado la mitad de mi caminata. Ahora me toca hacer la ruta en sentido contrario hasta casa. ¡Madre mía, qué frío hace hoy! Espero que no se levante ventisca.
Se puso en pie, se colgó la mochila en la espalda, y cuando estaba a punto de dar el primer paso vio sobre la hierba algo con forma alargada que llamó su atención. Se acercó despacito y descubrió que se trataba de una víbora de color gris y manchas negras. La pobre no se movía y estaba más rígida que un palo de madera.
– ¡Oh, qué pena! Debe llevar horas a la intemperie y está a punto de morir por congelación. ¡Pero si no puede ni abrir los ojitos!… Lo mejor será que la ponga junto a mi pecho para que se caliente un poco.
Herman, que era un hombre muy sensible al sufrimiento de los demás, sintió mucha compasión. Sin perder un segundo se desabrochó la ropa que llevaba encima y dejó parte de su torso al descubierto. Inmediatamente después colocó al animal pegadito a su blanca piel, justo a la altura del corazón.
– Está completamente paralizada, pero creo que así se reanimará.
Volvió a abotonarse una a una todas las prendas y tomó el camino de vuelta.
– Esta pequeñina no merece morir. ¡Espero que supere este trance y sobreviva!
Gracias al calor y al movimiento de Herman al caminar, la víbora empezó a salir de su letargo. Primero desapareció la parálisis de su cuerpo y a continuación fue recobrando los sentidos. ¡En cinco minutos volvió a sentirse como nueva! Una gran noticia si no fuera porque al recuperar la forma física y el instinto natural se comportó como lo que realmente era: un animal salvaje y peligroso que no dudó en abrir las fauces para dar un mordisco a su salvador. Sin esperarlo ni merecerlo, el bueno de Herman sintió una punzada muy dolorosa en el cuello que le hizo perder el conocimiento y caer desplomado.
Respuesta:
Érase una vez un granjero llamado Herman que vivía en un país del norte de Europa donde los inviernos eran terriblemente crudos. Los meses de hielo y nieve se hacían interminables, pero el bueno de Herman se negaba a pasar tanto tiempo encerrado en casa sin hacer nada, esperando que volviera la primavera. Por eso, venciendo la pereza y las bajas temperaturas, todas las mañanas se despedía de su mujer con un beso y salía a dar una vuelta por los alrededores. ¡Al menos durante un rato podía admirar el paisaje y estirar un poco las piernas!
Sucedió que un día asomó la cabeza por la puerta y notó que a pesar de que el sol brillaba esplendoroso, el frío era más intenso que nunca. Antes poner un pie fuera se cubrió con varias prendas de abrigo y por último se tapó la cara con una bufanda de lana gruesa. ¡No quería correr el riesgo de ver su nariz convertida en un témpano de hielo!
– Creo que ahora sí estoy preparado… ¡A mi edad debo abrigarme mucho para no pillar una pulmonía de las gordas!
Envuelto en más capas que una cebolla caminó por el valle entre montañas nevadas, siempre siguiendo el curso del río para no desorientarse. El aire gélido le producía calambres musculares e irritaba sus manos, pero era un hombre acostumbrado a la dureza del campo y el magnífico paseo bien merecía un pequeño sacrificio. Al cabo de media hora, decidió parar a descansar.
– ¡En esa piedra de ahí estaré cómodo!
Se sentó sobre una roca plana y se quedó pasmado mirando el hermosísimo entorno. Cuando volvió en sí recordó que en su mochila había guardado un suculento emparedado de jamón.
– Voy a tomar un tentempié… ¡Estoy muerto de hambre!
Herman cogió el emparedado y se lo llevó a la boca. ¡Estaba tan rico que bastaron cuatro bocados para hacerlo desaparecer!
– Bueno, pues hasta aquí ha llegado la mitad de mi caminata. Ahora me toca hacer la ruta en sentido contrario hasta casa. ¡Madre mía, qué frío hace hoy! Espero que no se levante ventisca.
Se puso en pie, se colgó la mochila en la espalda, y cuando estaba a punto de dar el primer paso vio sobre la hierba algo con forma alargada que llamó su atención. Se acercó despacito y descubrió que se trataba de una víbora de color gris y manchas negras. La pobre no se movía y estaba más rígida que un palo de madera.
– ¡Oh, qué pena! Debe llevar horas a la intemperie y está a punto de morir por congelación. ¡Pero si no puede ni abrir los ojitos!… Lo mejor será que la ponga junto a mi pecho para que se caliente un poco.
Herman, que era un hombre muy sensible al sufrimiento de los demás, sintió mucha compasión. Sin perder un segundo se desabrochó la ropa que llevaba encima y dejó parte de su torso al descubierto. Inmediatamente después colocó al animal pegadito a su blanca piel, justo a la altura del corazón.
– Está completamente paralizada, pero creo que así se reanimará.
Volvió a abotonarse una a una todas las prendas y tomó el camino de vuelta.
– Esta pequeñina no merece morir. ¡Espero que supere este trance y sobreviva!
Gracias al calor y al movimiento de Herman al caminar, la víbora empezó a salir de su letargo. Primero desapareció la parálisis de su cuerpo y a continuación fue recobrando los sentidos. ¡En cinco minutos volvió a sentirse como nueva! Una gran noticia si no fuera porque al recuperar la forma física y el instinto natural se comportó como lo que realmente era: un animal salvaje y peligroso que no dudó en abrir las fauces para dar un mordisco a su salvador. Sin esperarlo ni merecerlo, el bueno de Herman sintió una punzada muy dolorosa en el cuello que le hizo perder el conocimiento y caer desplomado.