El unico maestro que quedo como una de las grandes incognitas de mi juventud fue el rector que encontre a mi llegada. Se llamaba Alejandro Ramos, y era aspero y solitario, con unos espejuelos de vidrios gruesos que parecian de ciego, y un poder sin alardes que pesaba en cada palabra suya como un puño de hierro. Bajaba de su refugio a las siete de la mañana para revisar nuestro aseo personal antes de entrar en el comedor. Llevaba vestidos intachables de colores vivos, y el cuello almidonado como de celuloide con corbatas alegres y zapatos resplandecientes. Cualquier falla en nuestra limpieza personal la registraba con un gruñido que era una orden de volver al dormitorio para corregirla. El resto del dia se encerraba en su oficina del segundo piso, y no volviamos a verlo asta la mañana siguiente a la misma ora, o mientras daba los doce pasos entre la oficina y el aula del sexto año, donde dictaba su unica clase de matematicas tres veces por semana. Sus alumnos decían que era un genio de los numeros, y divertido en las clases, y los dejaba asombrados con su sabiduria y tremulos por el terror del examen final. Poco despues de mi llegada tuve que escribir el discurso inaugural para algun acto oficial del liceo. La mayoria de los maestros me aprobaron el tema, pero coincidieron en que la ultima palabra en casos como ese la tenia el rector. Vivia al final de la escalera en el segundo piso, pero sufri la distancia como si fuera un viaje a pie alrededor del mundo. abia dormido mal la noche anterior, me puse la corbata del domingo y apenas si pude saborear el desayuno. Toque tan despacio a la puerta de la rectoria que el rector no me abrio asta la tercera vez, y me cedio el paso sin saludarme. Por fortuna, pues yo no abria tenido voz para contestarle, no solo por su sequedad sino por la imponencia, el orden y la belleza del despacho con muebles de maderas nobles y forros de terciopelo, y las paredes tapizadas por la asombrosa estanteria de libros empastados en cuero. El rector espero con una parsimonia formal a que recobrara el aliento. Luego me indico la poltrona auxiliar frente al escritorio y se sento en la suya. Abia preparado la explicación de mi visita casi tanto como el discurso. El la escucho en silencio, aprobo cada frase con la cabeza, pero todavia sin mirarme a mí sino al papel que me temblaba en la mano. En algun punto que yo creia divertido trate de ganarle una sonrisa, pero fue inútil. Más aun: estoy seguro de que ya estaba al corriente del sentido de mi visita, pero me izo cumplir con el rito de explicarselo. Cuando termine tendio la mano por encima del escritorio y recibio el papel. Se quito los lentes para leerlo con una atencion profunda, y solo se detuvo para acer dos correcciones con la pluma. Luego se puso los lentes y me ablo sin mirarme a los ojos con una voz pedregosa que me sacudio el corazon. —Aqui ay dos problemas —me dijo—. Usted escribio: «En armonia con la flora exhuberante de nuestro pais, que dio a conocer al mundo el sabio español Jose Celestino Mutis en el siglo XVIII, vivimos en este liceo un ambiente paradisiaco». Pero el caso es que exuberante se escribe sin ache, y paradisiaco no lleva tilde. Me senti umillado. No tuve respuesta para el primer caso, pero en el segundo no tenia ninguna duda, y le replique de inmediato con lo que me quedaba de voz: —Perdoneme, señor rector, el diccionario admite paradisiaco con acento o sin acento, pero el esdrujulo me parecio mas sonoro. Debio sentirse tan agredido como yo, pues todavia no me miro sino que cogio el diccionario en el librero sin decir una palabra. Se Ortografía me crispo el corazon, porque era el mismo Atlas de mi abuelo, pero nuevo y brillante, y quizas sin usar. A la primera tentativa lo abrio en la pagina exacta, leyo y releyo la noticia y me pregunto sin apartar la vista de la pagina: — ¿En que año esta usted? —Tercero —le dije. Cerro el diccionario con un fuerte golpe de cepo y por primera vez me miro a los ojos. —Bravo —dijo—. Siga asi. Desde aquel dia solo falto que mis compañeros de clase me proclamaran eroe, y empezaron a llamarme con toda la sorna posible «el costeño que hablo con el rector». Sin embargo, lo que mas me afecto de la entrevista fue aberme enfrentado, una vez mas, a mi drama personal con la ortografia. Nunca pude entenderlo. Uno de mis maestros trato de darme el golpe de gracia con la noticia de que Simon Bolívar no merecia su gloria por su pesima ortografia. Otros me consolaban con el pretexto de que es un mal de muchos. Aun oy, con diecisiete libros publicados, los correctores de mis pruebas de imprenta me onran con la galanteria de corregir mis orrores de ortografia como simples erratas corregir todo el texto es en 15min con acentos
Respuesta:
El único maestro que quedó como una de las grandes incógnitas de mi juventud fue el rector que encontré a mi llegada. Se llamaba Alejandro Ramos, y era áspero y solitario, con unos espejuelos de vidrios gruesos que parecían de ciego, y un poder sin alardes que pesaba en cada palabra suya como un puño de hierro. Bajaba de su refugio a las siete de la mañana para revisar nuestro aseo personal antes de entrar en el comedor. Llevaba vestidos intachables de colores vivos, y el cuello almidonado como de celuloide con corbatas alegres y zapatos resplandecientes. Cualquier falla en nuestra limpieza personal la registraba con un gruñido que era una orden de volver al dormitorio para corregirla. El resto del día se encerraba en su oficina del segundo piso, y no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente a la misma hora, o mientras daba los doce pasos entre la oficina y el aula del sexto año, donde dictaba su única clase de matemáticas tres veces por semana. Sus alumnos decían que era un genio de los números, y divertido en las clases, y los dejaba asombrados con su sabiduría y trémulos por el terror del examen final. Poco después de mi llegada tuve que escribir el discurso inaugural para algún acto oficial del liceo. La mayoría de los maestros me aprobaron el tema, pero coincidieron en que la última palabra en casos como ese la tenía el rector. Vivía al final de la escalera en el segundo piso, pero sufrí la distancia como si fuera un viaje a pie alrededor del mundo. Había dormido mal la noche anterior, me puse la corbata del domingo y apenas si pude saborear el desayuno. Toqué tan despacio a la puerta de la rectoría que el rector no me abrió hasta la tercera vez, y me cedió el paso sin saludarme. Por fortuna, pues yo no abría tenido voz para contestarle, no solo por su sequedad sino por la imponencia, el orden y la belleza del despacho con muebles de maderas nobles y forros de terciopelo, y las paredes tapizadas por la asombrosa estantería de libros empastados en cuero. El rector espero con una parsimonia formal a que recobrara el aliento. Luego me indicó la poltrona auxiliar frente al escritorio y se sentó en la suya. Había preparado la explicación de mi visita casi tanto como el discurso. El la escuchó en silencio, aprobó cada frase con la cabeza, pero todavía sin mirarme a mí sino al papel que me temblaba en la mano. En algún punto que yo creía divertido trate de ganarle una sonrisa, pero fue inútil. Más aun: estoy seguro de que ya estaba al corriente del sentido de mi visita, pero me hizo cumplir con el rito de explicárselo. Cuando terminé tendió la mano por encima del escritorio y recibió el papel. Se quitó los lentes para leerlo con una atención profunda, y solo se detuvo para hacer dos correcciones con la pluma. Luego se puso los lentes y me hablo sin mirarme a los ojos con una voz pedregosa que me sacudió el corazón. —Aquí ay dos problemas —me dijo—. Usted escribió: «En armonía con la flora exuberante de nuestro país, que dio a conocer al mundo el sabio español José Celestino Mutis en el siglo XVIII, vivimos en este liceo un ambiente paradisiaco». Pero el caso es que exuberante se escribe sin hache, y paradisiaco no lleva tilde. Me sentí humillado. No tuve respuesta para el primer caso, pero en el segundo no tenia ninguna duda, y le repliqué de inmediato con lo que me quedaba de voz: —Perdóneme, señor rector, el diccionario admite paradisiaco con acento o sin acento, pero el esdrújulo me pareció mas sonoro. Debió sentirse tan agredido como yo, pues todavía no me miro sino que cogió el diccionario en el librero sin decir una palabra. Se Ortografía me crispó el corazón, porque era el mismo Atlas de mi abuelo, pero nuevo y brillante, y quizás sin usar. A la primera tentativa lo abrió en la pagina exacta, leyó y releyó la noticia y me pregunto sin apartar la vista de la página: — ¿En qué año está usted? —Tercero —le dije. Cerró el diccionario con un fuerte golpe de cepo y por primera vez me miró a los ojos. —Bravo —dijo—. Siga así. Desde aquel día solo falto que mis compañeros de clase me proclamaran héroe, y empezaron a llamarme con toda la sorna posible «el costeño que hablo con el rector». Sin embargo, lo que mas me afecto de la entrevista fue haberme enfrentado, una vez mas, a mi drama personal con la ortografía. Nunca pude entenderlo. Uno de mis maestros trato de darme el golpe de gracia con la noticia de que Simón Bolívar no merecía su gloria por su pésima ortografía. Otros me consolaban con el pretexto de que es un mal de muchos. Aún hoy, con diecisiete libros publicados, los correctores de mis pruebas de imprenta me honran con la galantería de corregir mis errores de ortografía como simples erratas.