Muchos años antes de que los blancos llegaran a romper la paz y el encanto de esta maravillosa tierra de pampas, montañas, glaciares y bosques milenarios, habitaban allí dos pueblos vigorosos y apuestos: los tehuelches y los onas.
La hija del jefe tehuelche, llamada Calafate, tenía unos grandes y hermosos ojos de un extraño color dorado y era bella como el amanecer. Calafate se enamoró de un apuesto joven ona y, como ambos sabían que este amor no sería aceptado por sus tribus, decidieron huir, para vivir solos y felices en otro lugar, llamado Onaisin.
Cuando el jefe tehuelche se enteró de estos planes, se enfureció, y habló con una hechicera para que impidiera la fuga. Le pidió que la convirtiera en algo hermoso e inalcanzable, permitiéndole al mismo tiempo que sus bellos ojos siguieran contemplando el lugar que la vio nacer.
La mujer transformó a la joven en un arbusto al que le puso su nombre, y desde entonces, cada primavera el calafate se cubre de flores de oro, que son los ojos de la niña tehuelche contemplando la tierra bella donde conoció a su amado. Y al interior de las flores, está el corazón de la joven, un fruto dulce que provoca el encantamiento de Calafate a quienes lo comen, como ocurrió con su amante ona, quien, después de buscar por todos los rincones de la región, murió de pena.
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