Dora era una viejecita que vivía en un campo, toda su vida había sido trabajar. Se despertaba muy temprano para dar de comer a los animales, cuidar las siembras, hacer de comer a sus cuatro hijos, limpiar la casa y ayudar a su esposo en todo lo que hiciera falta.
Hacía dos años que se había quedado viuda, y eso la puso muy triste. Esa tristeza la llevó a enfermarse. El médico había dicho que Dora padecía de un tipo de cáncer, debía hacer un tratamiento muy fuerte. Pero Dora se negó a hacerlo, decidió que si era la voluntad de Dios que ella muriera, se iría tranquila a encontrase con su amado esposo.
Para todos los hijos esto fue una respuesta muy dura, no querían ver a su madre enfermar y morir. Pero para Sara, su hija más pequeña, aquello fue algo que no podía resistir.
Una tarde estaba en el jardín, acurrucada en un rincón. Cuando Dora pasó y la escuchó sollozar y hablar en voz baja.
– No puedo resistir que mi madre muera. Dios si te la vas a llevar quiero que me lleves con ella.
Dora no podía creer que estaba causando tal dolor a su hija menor, eso le partió el alma, pensó que estaba siendo muy egoísta. Así que reunió a sus hijos y decidió hacer el tratamiento.
Los meses fueron duros, el tratamiento fuerte, pero Dora seguía luchando por su vida. Meses después, el tratamiento había sido un éxito, y Dora estaba sana. Sara estaba feliz, besaba a su madre y quería llenarla de atenciones. En un momento se quedaron solas.
– Gracias madre por salvar tu vida -Dijo Sara con lágrimas en los ojos-
– Gracias a ti. El amor que tengo por ustedes fue quien me dio fuerzas para luchar. No soporte verte sufrir.
Moraleja: NO hay un amor más grande que el de una madre por sus hijos, son capaces de pasar las más duras pruebas para verlos felices
Era un precioso día de primavera. En una parcela, un burro se paseaba de aquí para allá sin saber muy bien cómo matar el aburrimiento. No había muchas cosas con qué entretenerse, así que charló un poco con la vaca y el caballo, comió algo de heno y se tumbó un ratito para relajarse, arrullado por el leve sonido de la brisa. Después, decidió acercarse hasta donde estaba el naranjo en flor por si veía algo interesante. Caminaba despacito al tiempo que iba espantando alguna que otra mosca con la cola.
¡Qué día más tedioso! … Ni una mariposa revoloteaba cerca del árbol. Bajo sus patas, notaba la hierba fresca y sentía el aroma de las primeras lilas de la estación. Al menos, el crudo invierno ya había desaparecido.
De repente, sintió algo duro debajo de la pezuña derecha. Bajó la cabeza para investigar.
– ¡Uy! ¿Pero qué es esto? ¿Será un palo? ¿Una piedra alargada?… ¡Qué objeto tan raro!
EL BURRO Y LA FLAUTA
Ni una cosa ni otra: era una flauta que alguien se había dejado olvidada. Por supuesto, el burro no tenía ni idea de qué era aquel extraño artefacto. Sorprendido, la miró durante un buen rato y comprobó que no se movía, así que dedujo que no entrañaba ningún peligro; después, la golpeó un poco con la pata; el instrumento tampoco reaccionó, por lo que el burro pensó vagamente que vida, no tenía. Temeroso, agachó la cabeza y comenzó a olisquearla. Como estaba medio enterrada entre la hierba, una ramita rozó su hocico y le hizo cosquillas. Dio un resoplido y por casualidad, la flauta emitió un suave y dulce sonido.
El borrico se quedó atónito y con la boca abierta. No sabía qué había sucedido ni cómo se habían producido esas notas, pero daba igual. Se puso tan contento que comenzó a dar saltitos y a exclamar, henchido de felicidad:
– ¡Qué maravilla! ¡Pero si es música! ¡Para que luego digan que los burros no sabemos tocar!
Convencido de su hazaña, se alejó de allí con la cabeza bien alta y una sonrisa de oreja a oreja, sin darse cuenta de su propia ignorancia.
Moraleja: El burro tocó la flauta por pura casualidad, pero eso no le convirtió en músico. Esta fábula nos enseña que todos, alguna vez, hacemos las cosas bien sin pretenderlo, pero que lo realmente importante es intentar aprender lo que nos propongamos poniendo verdadero interés y pasión en ello.
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Dora era una viejecita que vivía en un campo, toda su vida había sido trabajar. Se despertaba muy temprano para dar de comer a los animales, cuidar las siembras, hacer de comer a sus cuatro hijos, limpiar la casa y ayudar a su esposo en todo lo que hiciera falta.
Hacía dos años que se había quedado viuda, y eso la puso muy triste. Esa tristeza la llevó a enfermarse. El médico había dicho que Dora padecía de un tipo de cáncer, debía hacer un tratamiento muy fuerte. Pero Dora se negó a hacerlo, decidió que si era la voluntad de Dios que ella muriera, se iría tranquila a encontrase con su amado esposo.
Para todos los hijos esto fue una respuesta muy dura, no querían ver a su madre enfermar y morir. Pero para Sara, su hija más pequeña, aquello fue algo que no podía resistir.
Una tarde estaba en el jardín, acurrucada en un rincón. Cuando Dora pasó y la escuchó sollozar y hablar en voz baja.
– No puedo resistir que mi madre muera. Dios si te la vas a llevar quiero que me lleves con ella.
Dora no podía creer que estaba causando tal dolor a su hija menor, eso le partió el alma, pensó que estaba siendo muy egoísta. Así que reunió a sus hijos y decidió hacer el tratamiento.
Los meses fueron duros, el tratamiento fuerte, pero Dora seguía luchando por su vida. Meses después, el tratamiento había sido un éxito, y Dora estaba sana. Sara estaba feliz, besaba a su madre y quería llenarla de atenciones. En un momento se quedaron solas.
– Gracias madre por salvar tu vida -Dijo Sara con lágrimas en los ojos-
– Gracias a ti. El amor que tengo por ustedes fue quien me dio fuerzas para luchar. No soporte verte sufrir.
Moraleja: NO hay un amor más grande que el de una madre por sus hijos, son capaces de pasar las más duras pruebas para verlos felices
Respuesta:
Era un precioso día de primavera. En una parcela, un burro se paseaba de aquí para allá sin saber muy bien cómo matar el aburrimiento. No había muchas cosas con qué entretenerse, así que charló un poco con la vaca y el caballo, comió algo de heno y se tumbó un ratito para relajarse, arrullado por el leve sonido de la brisa. Después, decidió acercarse hasta donde estaba el naranjo en flor por si veía algo interesante. Caminaba despacito al tiempo que iba espantando alguna que otra mosca con la cola.
¡Qué día más tedioso! … Ni una mariposa revoloteaba cerca del árbol. Bajo sus patas, notaba la hierba fresca y sentía el aroma de las primeras lilas de la estación. Al menos, el crudo invierno ya había desaparecido.
De repente, sintió algo duro debajo de la pezuña derecha. Bajó la cabeza para investigar.
– ¡Uy! ¿Pero qué es esto? ¿Será un palo? ¿Una piedra alargada?… ¡Qué objeto tan raro!
EL BURRO Y LA FLAUTA
Ni una cosa ni otra: era una flauta que alguien se había dejado olvidada. Por supuesto, el burro no tenía ni idea de qué era aquel extraño artefacto. Sorprendido, la miró durante un buen rato y comprobó que no se movía, así que dedujo que no entrañaba ningún peligro; después, la golpeó un poco con la pata; el instrumento tampoco reaccionó, por lo que el burro pensó vagamente que vida, no tenía. Temeroso, agachó la cabeza y comenzó a olisquearla. Como estaba medio enterrada entre la hierba, una ramita rozó su hocico y le hizo cosquillas. Dio un resoplido y por casualidad, la flauta emitió un suave y dulce sonido.
El borrico se quedó atónito y con la boca abierta. No sabía qué había sucedido ni cómo se habían producido esas notas, pero daba igual. Se puso tan contento que comenzó a dar saltitos y a exclamar, henchido de felicidad:
– ¡Qué maravilla! ¡Pero si es música! ¡Para que luego digan que los burros no sabemos tocar!
Convencido de su hazaña, se alejó de allí con la cabeza bien alta y una sonrisa de oreja a oreja, sin darse cuenta de su propia ignorancia.
Moraleja: El burro tocó la flauta por pura casualidad, pero eso no le convirtió en músico. Esta fábula nos enseña que todos, alguna vez, hacemos las cosas bien sin pretenderlo, pero que lo realmente importante es intentar aprender lo que nos propongamos poniendo verdadero interés y pasión en ello.
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