Contra lo que pudiera pensarse, la relación entre libertad y democracia no siempre ha gozado de las mejores condiciones para su manifestación y desarrollo dentro de nuestras sociedades a lo largo de la historia. Incluso conviene reiterar que en ciertos contextos y épocas, como ya se indicó en la introducción, ambos valores se han contrapuesto o negado entre sí. Resulta importante indicar que, pese a los esfuerzos emprendidos desde diversas ideologías para seguir manteniendo una separación u oposición doctrinaria entre ambos conceptos, sea por cuestiones de interés, jerarquía o campos de acción, conviene decir que dicho antagonismo conceptual es altamente pernicioso y estéril.
Por el contrario, es menester afirmar que dentro de las instituciones políticas modernas la materialización de gobiernos representativos y participativos sería imposible si no se contara con la interacción que generan, por una parte, las capacidades racionales de elección y decisión abiertas que definen al valor de la libertad; o, por otra, estuvieran ausentes las condiciones procedimentales que permiten garantizar el ejercicio de la voluntad humana en su cometido de satisfacer sus necesidades de una manera justa y sin afectar a las demás personas, tal y como se puede entender, en primera instancia, un concepto ético de la democracia.
Más que verlos como conceptos separados es posible indicar que la relación entre libertad y democracia, aunque multidimensional en sus alcances, se caracteriza por una creciente interdependencia y síntesis. Esto es, pensar a la libertad fuera de un contexto institucional de naturaleza democrática; o viceversa, pensar a la democracia sin un contexto mínimo de libertades que la apoyen, hace que se desdibuje en buena medida cualquier defensa de la civilización y la modernidad, por cuanto que la libertad y la democracia son puntos de referencia para todo individuo y sociedad en la constitución y expresión de sus acciones más elementales.
Quienes se han obstinado en ver a la libertad y la democracia como valores opuestos asumen, dentro de la historia de las ideas políticas, que la libertad es un elemento natural e intrínseco a la condición humana, mientras que la democracia es, acaso, uno de los tantos medios organizativos "artificiales" de que se dispone para ordenar la administración de los asuntos públicos y privados. Dicha oposición llega al nivel de manifestar que la libertad puede verse amenazada por una excesiva demanda de homogeneidad e igualdad. La libertad se reivindica a sí misma como un derecho permanente a la diferencia, la innovación y el cambio, que permanece dentro de los individuos y sociedades, por lo que introducir métodos de asignación de recursos y de justicia basados únicamente en la mera medida de la igualdad termina por destruir las capacidades creativas y de conservación de las sociedades, si bien dependiendo de las circunstancias y los actores involucrados.
En este orden de ideas, la libertad se convierte en el principio sustantivo de la convivencia, mientras que la democracia es un factor adjetivo en el desarrollo de la misma. La libertad debe ser ejercida a efecto de explotar plenamente todas las capacidades humanas, por lo que cualquier intento por manipular sus contenidos deviene en su negación. Sin embargo, en reiteradas ocasiones se ha constatado que la supresión de la libertad, en aras de una idea generalizante de la democracia, tal como ha acontecido en las experiencias comunistas o fascistas, termina por cancelar no sólo a la primera, sino también a la segunda.
Lo anterior marca una notable diferencia entre las experiencias clásicas de la antigüedad, la Edad Media y la modernidad, en tanto que la primera privilegiaba una presencia individual de la libertad en detrimento de la democracia, como ocurrió en Grecia y Roma (es importante resaltar que los grandes pensadores clásicos, como Platón, Aristóteles o Cicerón, colocaron siempre a la democracia en los peldaños más bajos de las formas de gobierno legítimas, por considerarla una fuente muy proclive a la inestabilidad y la alteración del poder mediante las guerras civiles).
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Contra lo que pudiera pensarse, la relación entre libertad y democracia no siempre ha gozado de las mejores condiciones para su manifestación y desarrollo dentro de nuestras sociedades a lo largo de la historia. Incluso conviene reiterar que en ciertos contextos y épocas, como ya se indicó en la introducción, ambos valores se han contrapuesto o negado entre sí. Resulta importante indicar que, pese a los esfuerzos emprendidos desde diversas ideologías para seguir manteniendo una separación u oposición doctrinaria entre ambos conceptos, sea por cuestiones de interés, jerarquía o campos de acción, conviene decir que dicho antagonismo conceptual es altamente pernicioso y estéril.
Por el contrario, es menester afirmar que dentro de las instituciones políticas modernas la materialización de gobiernos representativos y participativos sería imposible si no se contara con la interacción que generan, por una parte, las capacidades racionales de elección y decisión abiertas que definen al valor de la libertad; o, por otra, estuvieran ausentes las condiciones procedimentales que permiten garantizar el ejercicio de la voluntad humana en su cometido de satisfacer sus necesidades de una manera justa y sin afectar a las demás personas, tal y como se puede entender, en primera instancia, un concepto ético de la democracia.
Más que verlos como conceptos separados es posible indicar que la relación entre libertad y democracia, aunque multidimensional en sus alcances, se caracteriza por una creciente interdependencia y síntesis. Esto es, pensar a la libertad fuera de un contexto institucional de naturaleza democrática; o viceversa, pensar a la democracia sin un contexto mínimo de libertades que la apoyen, hace que se desdibuje en buena medida cualquier defensa de la civilización y la modernidad, por cuanto que la libertad y la democracia son puntos de referencia para todo individuo y sociedad en la constitución y expresión de sus acciones más elementales.
Quienes se han obstinado en ver a la libertad y la democracia como valores opuestos asumen, dentro de la historia de las ideas políticas, que la libertad es un elemento natural e intrínseco a la condición humana, mientras que la democracia es, acaso, uno de los tantos medios organizativos "artificiales" de que se dispone para ordenar la administración de los asuntos públicos y privados. Dicha oposición llega al nivel de manifestar que la libertad puede verse amenazada por una excesiva demanda de homogeneidad e igualdad. La libertad se reivindica a sí misma como un derecho permanente a la diferencia, la innovación y el cambio, que permanece dentro de los individuos y sociedades, por lo que introducir métodos de asignación de recursos y de justicia basados únicamente en la mera medida de la igualdad termina por destruir las capacidades creativas y de conservación de las sociedades, si bien dependiendo de las circunstancias y los actores involucrados.
En este orden de ideas, la libertad se convierte en el principio sustantivo de la convivencia, mientras que la democracia es un factor adjetivo en el desarrollo de la misma. La libertad debe ser ejercida a efecto de explotar plenamente todas las capacidades humanas, por lo que cualquier intento por manipular sus contenidos deviene en su negación. Sin embargo, en reiteradas ocasiones se ha constatado que la supresión de la libertad, en aras de una idea generalizante de la democracia, tal como ha acontecido en las experiencias comunistas o fascistas, termina por cancelar no sólo a la primera, sino también a la segunda.
Lo anterior marca una notable diferencia entre las experiencias clásicas de la antigüedad, la Edad Media y la modernidad, en tanto que la primera privilegiaba una presencia individual de la libertad en detrimento de la democracia, como ocurrió en Grecia y Roma (es importante resaltar que los grandes pensadores clásicos, como Platón, Aristóteles o Cicerón, colocaron siempre a la democracia en los peldaños más bajos de las formas de gobierno legítimas, por considerarla una fuente muy proclive a la inestabilidad y la alteración del poder mediante las guerras civiles).