Profesor emérito de la Universidad Agraria de La Molina En estos días en los que la Nación está lamiendo sus heridas provocadas por las inundaciones y los aluviones, se observa una genuina voluntad nacional por hacer lo necesario para evitar que tanto sufrimiento se repita en el futuro. Pero, la experiencia indica que esa ventana de oportunidad va durar poco tiempo y, por lo tanto, es necesario aprovecharla para que se tomen las decisiones más importantes, que, en general, también son las menos populares. Entre muchas otras propuestas se ha mencionado reiteradamente que si las cuencas estuvieran cubiertas de bosques tanto las inundaciones como los aluviones serían más moderados. Eso es verdad, pero debe entenderse que reconstituir los bosques de las cuencas es una tarea gigantesca que requiere de un contexto complejo. Eso debe ser muy bien comprendido para evitar malgastar recursos y provocar más frustraciones. O sea, no se trata de salir plantando eucaliptos por aquí y por allí y creer que eso va a resolver alguna cosa. En un pasado remoto, es probable que las porciones media y alta de las cuencas del flanco occidental del Perú estuvieran cubiertas de vegetación, en gran parte herbácea, pero incluyendo también amplios bosques de diferentes tipos. La vegetación, tanto la herbácea como la arbustiva y especialmente la arbórea, permite infiltrar en el suelo el agua de las precipitaciones que, a modo de esponja, la almacena y luego la suelta, limpia y fresca, a lo largo del año. En eso, los bosques actúan de forma equivalente a los oconales u ojos de agua de las praderas altoandinas. Además, la vegetación reduce la erosión superficial y otras formas más graves de pérdida de suelo, evitando que los sedimentos lleguen a los cursos de agua y formen aluviones. De presentarse en aquel entonces un fenómeno como El Niño, es seguro que los daños hubieran sido mucho menores. O sea, lo sabio era preservar la vegetación natural hasta la actualidad. Pero el equilibrio fue roto. De una parte, los bosques fueron progresivamente eliminados mediante uso y abuso de fuego o para extraer madera, proceso que se incrementó en el último milenio y que alcanzó el paroxismo en los últimos dos siglos. De otra, la población aumentó mucho y se instaló en lugares que eran naturalmente influenciados por los fenómenos excepcionales periódicos. Hoy, como se sabe, las cortas y torrentosas cuencas occidentales andinas de la región central y sur poseen apenas minúsculos bosquetes residuales, miserables testigos de lo que fueron magníficas florestas llenas de vida. Las cuencas andinas occidentales de la región norte son mucho más amplias y menos torrentosas. Algunas de ellas aún conservan vegetación.
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Profesor emérito de la Universidad Agraria de La Molina En estos días en los que la Nación está lamiendo sus heridas provocadas por las inundaciones y los aluviones, se observa una genuina voluntad nacional por hacer lo necesario para evitar que tanto sufrimiento se repita en el futuro. Pero, la experiencia indica que esa ventana de oportunidad va durar poco tiempo y, por lo tanto, es necesario aprovecharla para que se tomen las decisiones más importantes, que, en general, también son las menos populares. Entre muchas otras propuestas se ha mencionado reiteradamente que si las cuencas estuvieran cubiertas de bosques tanto las inundaciones como los aluviones serían más moderados. Eso es verdad, pero debe entenderse que reconstituir los bosques de las cuencas es una tarea gigantesca que requiere de un contexto complejo. Eso debe ser muy bien comprendido para evitar malgastar recursos y provocar más frustraciones. O sea, no se trata de salir plantando eucaliptos por aquí y por allí y creer que eso va a resolver alguna cosa. En un pasado remoto, es probable que las porciones media y alta de las cuencas del flanco occidental del Perú estuvieran cubiertas de vegetación, en gran parte herbácea, pero incluyendo también amplios bosques de diferentes tipos. La vegetación, tanto la herbácea como la arbustiva y especialmente la arbórea, permite infiltrar en el suelo el agua de las precipitaciones que, a modo de esponja, la almacena y luego la suelta, limpia y fresca, a lo largo del año. En eso, los bosques actúan de forma equivalente a los oconales u ojos de agua de las praderas altoandinas. Además, la vegetación reduce la erosión superficial y otras formas más graves de pérdida de suelo, evitando que los sedimentos lleguen a los cursos de agua y formen aluviones. De presentarse en aquel entonces un fenómeno como El Niño, es seguro que los daños hubieran sido mucho menores. O sea, lo sabio era preservar la vegetación natural hasta la actualidad. Pero el equilibrio fue roto. De una parte, los bosques fueron progresivamente eliminados mediante uso y abuso de fuego o para extraer madera, proceso que se incrementó en el último milenio y que alcanzó el paroxismo en los últimos dos siglos. De otra, la población aumentó mucho y se instaló en lugares que eran naturalmente influenciados por los fenómenos excepcionales periódicos. Hoy, como se sabe, las cortas y torrentosas cuencas occidentales andinas de la región central y sur poseen apenas minúsculos bosquetes residuales, miserables testigos de lo que fueron magníficas florestas llenas de vida. Las cuencas andinas occidentales de la región norte son mucho más amplias y menos torrentosas. Algunas de ellas aún conservan vegetación.
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