Al hablar del Imperio en Roma, las imágenes que el gran público suele recordar son los excesos de Calígula, la egolatría de Nerón, la tartamudez de Claudio o la majestuosidad de Augusto. Por supuesto, también hubo otros emperadores (Trajano, Marco Aurelio, Diocleciano, Constantino…) bien conocidos de los que se guarda memoria, al igual que de ciertas familias poderosas que vistieron la púrpura imperial, como la Flavia o la Severa. Sin embargo, el mayor reconocimiento y la fama corresponde, casi sin dudarlo, a los cinco primeros emperadores pertenecientes a la dinastía Julio-Claudia: Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón.
Los historiadores romanos de la época no ahorraron en escabrosos y turbios detalles sobre la vida de sus emperadores. Nacieron así un sinfín de leyendas que combinan la admiración, el morbo, la lujuria y la curiosidad. Jamás sabremos si todos esos relatos, tal como nos han llegado, responden a la verdad (probablemente sí) pero su impacto en el imaginario popular ha sido extraordinario.
Los cinco emperadores tuvieron aciertos y errores, ninguno fue infalible y todos, pocas o muchas veces, se dejaron arrastrar por sus pasiones. De los cinco, solo Augusto alcanzó el poder derrotando en el campo de batalla a sus enemigos. Los otros cuatro recibieron la púrpura imperial por herencia (aunque Augusto también había sido sobrino nieto, y heredero, de Julio César, lo que le ayudó a construir su propia legitimación). Su acceso al poder por sucesión no significaba, sin embargo, que no hubiesen de sortear incontables peligros, antes y después de su ascenso. Las intrigas palaciegas, recogidas en el trabajo de Holland, eran una constante y saber moverse entre esas turbulentas aguas demostraba una inteligencia y una habilidad incuestionables. Claudio, por ejemplo, fue nombrado emperador casi por descarte, pues, tras la muerte de Calígula, candidatos más legitimados y capaces que él habían sido eliminados o habían fallecido previamente.
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Al hablar del Imperio en Roma, las imágenes que el gran público suele recordar son los excesos de Calígula, la egolatría de Nerón, la tartamudez de Claudio o la majestuosidad de Augusto. Por supuesto, también hubo otros emperadores (Trajano, Marco Aurelio, Diocleciano, Constantino…) bien conocidos de los que se guarda memoria, al igual que de ciertas familias poderosas que vistieron la púrpura imperial, como la Flavia o la Severa. Sin embargo, el mayor reconocimiento y la fama corresponde, casi sin dudarlo, a los cinco primeros emperadores pertenecientes a la dinastía Julio-Claudia: Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón.
Los historiadores romanos de la época no ahorraron en escabrosos y turbios detalles sobre la vida de sus emperadores. Nacieron así un sinfín de leyendas que combinan la admiración, el morbo, la lujuria y la curiosidad. Jamás sabremos si todos esos relatos, tal como nos han llegado, responden a la verdad (probablemente sí) pero su impacto en el imaginario popular ha sido extraordinario.
Los cinco emperadores tuvieron aciertos y errores, ninguno fue infalible y todos, pocas o muchas veces, se dejaron arrastrar por sus pasiones. De los cinco, solo Augusto alcanzó el poder derrotando en el campo de batalla a sus enemigos. Los otros cuatro recibieron la púrpura imperial por herencia (aunque Augusto también había sido sobrino nieto, y heredero, de Julio César, lo que le ayudó a construir su propia legitimación). Su acceso al poder por sucesión no significaba, sin embargo, que no hubiesen de sortear incontables peligros, antes y después de su ascenso. Las intrigas palaciegas, recogidas en el trabajo de Holland, eran una constante y saber moverse entre esas turbulentas aguas demostraba una inteligencia y una habilidad incuestionables. Claudio, por ejemplo, fue nombrado emperador casi por descarte, pues, tras la muerte de Calígula, candidatos más legitimados y capaces que él habían sido eliminados o habían fallecido previamente.
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