El solo hecho que los jóvenes hagan una lectura sin malicia y sin historia de su ambiente los ‘enfrenta’ conceptualmente con lo que miran y experimentan. Y esto ocurriría aún en el supuesto caso que la sociedad que los recibiese fuese más sólida y coherente que la actual. Por tanto, sorprenderse porque intenten cambiar o expresarse críticamente de lo actual desdice de un planteamiento maduro de parte de los adultos. Y es que si no hubiera ‘sangre nueva’, la sociedad se estancaría y se aletargaría.
Es por ello necesario que de generación en generación se revise lo vivido y se planteen nuevos retos. El ser humano tiende al acostumbramiento, a la comodidad de lo rutinario; la juventud, entonces, funge como zaranda que con su movimiento constante quiebra la quieta pasividad de una posición o situación arraigada. Por tanto, culpar a los jóvenes o criticarlos arteramente es un grave despropósito.
Cito a Gerardo Castillo: “La juventud devaluada es una consecuencia de una generación adulta sin valores. Los jóvenes perdidos en la vida suelen tener padres excesivamente liberales y permisivos, que no han querido o no han sabido enseñar a sus hijos el camino de la verdad; que no les han transmitido una escala de valores; que no les han puesto en situaciones de esfuerzo y compromiso personal”.
Es necesario, en los tiempos que corren, recuperar el verdadero significado de la palabra ‘juventud’. Para eso se tiene que “alzar vibrantemente la voz contra quien, en la sombra, sin nobleza, con fines perversos, trata de corromper esta riqueza estupenda con tremendos sucedáneos de valores traicionados, con halagos mortales que en una existencia presa de desilusiones, y tal vez, vacío de ideales encuentran fácil cebo” (Juan Pablo II).
Los jóvenes deben saber a tiempo que la sociedad de hoy les ofrece el confort, como medio, para defenderse de ellos: cuanto primero queden prisioneros de las cosas, antes dejarán de hablar de libertad y de querer cambiar el mundo. Es claro que una juventud sin ideales es como un ave sin alas: se le denomina ave pero no podrá volar. No tengamos temor en enseñarles que la solidaridad, la lealtad, el servicio, la libertad, el esfuerzo, la generosidad, la autenticidad y el amor a los demás por Dios, son valores que se pueden vivir y encarnar, independientemente del tiempo en que nos haya tocado vivir. De esta manera, tendrá vigencia aquel dicho clásico: “Juventud, divino tesoro”.
En cierta ocasión dos amigos decidieron emprender un viaje de aventura. Después de caminar largo trecho, aprender a sortear dificultades y soportar las inclemencias del clima, llegaron a un poblado pequeño pero acogedor. Permanecieron en él buen tiempo gozando de la hospitalidad de los pobladores y de la rudimentaria comodidad que ofrecía la aldea. Un buen día dice uno de ellos: “Debemos continuar nuestra marcha… nos queda tanto por descubrir y aprender del mundo”. El otro no contestó. Se quedó pensativo. A los tres días vuelve a la carga con más insistencia. Aún así no obtuvo respuesta. “¿Qué ocurre contigo? Acá la pasamos bien, todo es fácil y agradable. Pero afuera hay un bello paisaje, se respira aire puro. Tenemos más oportunidades. Anímate, vamos en pos de nuestros ideales”, insistió. El amigo que escuchaba rompió su silencio: “Estoy cómodo, tengo todo a la mano. Salir significa volver a comenzar, esforzarme, luchar… ¿y si no consigo nada? Prefiero lo seguro. Ve tú solo”.
El solo hecho que los jóvenes hagan una lectura sin malicia y sin historia de su ambiente los ‘enfrenta’ conceptualmente con lo que miran y experimentan. Y esto ocurriría aún en el supuesto caso que la sociedad que los recibiese fuese más sólida y coherente que la actual. Por tanto, sorprenderse porque intenten cambiar o expresarse críticamente de lo actual desdice de un planteamiento maduro de parte de los adultos. Y es que si no hubiera ‘sangre nueva’, la sociedad se estancaría y se aletargaría.
Es por ello necesario que de generación en generación se revise lo vivido y se planteen nuevos retos. El ser humano tiende al acostumbramiento, a la comodidad de lo rutinario; la juventud, entonces, funge como zaranda que con su movimiento constante quiebra la quieta pasividad de una posición o situación arraigada. Por tanto, culpar a los jóvenes o criticarlos arteramente es un grave despropósito.
Cito a Gerardo Castillo: “La juventud devaluada es una consecuencia de una generación adulta sin valores. Los jóvenes perdidos en la vida suelen tener padres excesivamente liberales y permisivos, que no han querido o no han sabido enseñar a sus hijos el camino de la verdad; que no les han transmitido una escala de valores; que no les han puesto en situaciones de esfuerzo y compromiso personal”.
Es necesario, en los tiempos que corren, recuperar el verdadero significado de la palabra ‘juventud’. Para eso se tiene que “alzar vibrantemente la voz contra quien, en la sombra, sin nobleza, con fines perversos, trata de corromper esta riqueza estupenda con tremendos sucedáneos de valores traicionados, con halagos mortales que en una existencia presa de desilusiones, y tal vez, vacío de ideales encuentran fácil cebo” (Juan Pablo II).
Los jóvenes deben saber a tiempo que la sociedad de hoy les ofrece el confort, como medio, para defenderse de ellos: cuanto primero queden prisioneros de las cosas, antes dejarán de hablar de libertad y de querer cambiar el mundo. Es claro que una juventud sin ideales es como un ave sin alas: se le denomina ave pero no podrá volar. No tengamos temor en enseñarles que la solidaridad, la lealtad, el servicio, la libertad, el esfuerzo, la generosidad, la autenticidad y el amor a los demás por Dios, son valores que se pueden vivir y encarnar, independientemente del tiempo en que nos haya tocado vivir. De esta manera, tendrá vigencia aquel dicho clásico: “Juventud, divino tesoro”.
En cierta ocasión dos amigos decidieron emprender un viaje de aventura. Después de caminar largo trecho, aprender a sortear dificultades y soportar las inclemencias del clima, llegaron a un poblado pequeño pero acogedor. Permanecieron en él buen tiempo gozando de la hospitalidad de los pobladores y de la rudimentaria comodidad que ofrecía la aldea. Un buen día dice uno de ellos: “Debemos continuar nuestra marcha… nos queda tanto por descubrir y aprender del mundo”. El otro no contestó. Se quedó pensativo. A los tres días vuelve a la carga con más insistencia. Aún así no obtuvo respuesta. “¿Qué ocurre contigo? Acá la pasamos bien, todo es fácil y agradable. Pero afuera hay un bello paisaje, se respira aire puro. Tenemos más oportunidades. Anímate, vamos en pos de nuestros ideales”, insistió. El amigo que escuchaba rompió su silencio: “Estoy cómodo, tengo todo a la mano. Salir significa volver a comenzar, esforzarme, luchar… ¿y si no consigo nada? Prefiero lo seguro. Ve tú solo”.
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