Reformas de Diocleciano es la denominación que ha dado la historiografía[1] a un proceso reformista acometido por el emperador Diocleciano, que abre el periodo del Bajo Imperio romano que se conoce con el nombre de Dominado, tras la anarquía militar y el inicio de la crisis del siglo III. Se prolongaron durante todo su mandato (284-305) y continuaron bajo el emperador Constantino con sus reformas.
Las reformas afectaron a los campos administrativo, económico, social o militar, todas ellas complementadas entre sí. Su fin era sanear los ingresos estatales, el mantenimiento de la integridad territorial del Imperio y la continuidad de la propia civilización romana (romanidad o romanización), incluidos extremos religiosos, con las persecuciones contra los cristianos, y lingüísticos, con la imposición del latín como lengua administrativa en Oriente, donde el griego era —y continuó siendo— la lengua de comunicación interétnica.
Su rigidez convirtió al estado romano en una pesada y costosa maquinaria, que si bien consiguió prolongar la existencia del Imperio por más de un siglo, contribuyó en gran medida a la decadencia de las formas de vida urbana, especialmente en Occidente. Los puestos de gobierno municipal, que antes eran honores ávidamente buscados, se convirtieron en cargas hereditarias, principio que también se extendió a los oficios artesanales, haciendo que la sociedad entera perdiera dinamismo. Las grupos dominantes (nobilissimus, clarissimus, splendissimus) dejaron de encontrar estimulante el ejercicio de la política urbana, cada vez más onerosa, y optaron por retirarse a sus villas rurales, cada vez más convertidas en latifundios autosuficientes cuya conexión con el comercio a larga distancia se fue enrareciendo; iniciándose una tendencia a la feudalización que se fue intensificando durante los siguientes siglos, el periodo denominado Antigüedad tardía.
Reformas de Diocleciano es la denominación que ha dado la historiografía[1] a un proceso reformista acometido por el emperador Diocleciano, que abre el periodo del Bajo Imperio romano que se conoce con el nombre de Dominado, tras la anarquía militar y el inicio de la crisis del siglo III. Se prolongaron durante todo su mandato (284-305) y continuaron bajo el emperador Constantino con sus reformas.
Las reformas afectaron a los campos administrativo, económico, social o militar, todas ellas complementadas entre sí. Su fin era sanear los ingresos estatales, el mantenimiento de la integridad territorial del Imperio y la continuidad de la propia civilización romana (romanidad o romanización), incluidos extremos religiosos, con las persecuciones contra los cristianos, y lingüísticos, con la imposición del latín como lengua administrativa en Oriente, donde el griego era —y continuó siendo— la lengua de comunicación interétnica.
Su rigidez convirtió al estado romano en una pesada y costosa maquinaria, que si bien consiguió prolongar la existencia del Imperio por más de un siglo, contribuyó en gran medida a la decadencia de las formas de vida urbana, especialmente en Occidente. Los puestos de gobierno municipal, que antes eran honores ávidamente buscados, se convirtieron en cargas hereditarias, principio que también se extendió a los oficios artesanales, haciendo que la sociedad entera perdiera dinamismo. Las grupos dominantes (nobilissimus, clarissimus, splendissimus) dejaron de encontrar estimulante el ejercicio de la política urbana, cada vez más onerosa, y optaron por retirarse a sus villas rurales, cada vez más convertidas en latifundios autosuficientes cuya conexión con el comercio a larga distancia se fue enrareciendo; iniciándose una tendencia a la feudalización que se fue intensificando durante los siguientes siglos, el periodo denominado Antigüedad tardía.