o Prieto Crespi, [33] que estaba poblado por seres de piel morena como la pareja fundadora, José Arcadio y Ursula (con ocasión de la peste del insomnio José Arcadio “se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda” (García Márquez 1994: 103) y a quienes el polvo y el calor los sofocaba. Las anteriores simplezas informantes son convalidables a la realidad geográfica del Caribe colombiano, uno de los costados de la compleja geografía del territorio.
Por lo demás, Brushwood, ya a punto de cerrar su interpretación de Cien años y de otras dos de las por lo menos doce novelas de importancia publicadas en 1967, resumía:
Las tres novelas Cien años de soledad, Tres tristes tigres y Cambio de piel -casi seguro las mejor conocidas de muchas buenas novelas publicadas en 1967-son excelentes ejemplos de transformación del regionalismo. Se puede apreciar Cien años de soledad como algo colombiano, hispanoamericano o completamente Universal (1984: 286).
Cualquier lector común conocedor de la geografía del Caribe colombiano, al cual apuntan los referentes de la novela, sabe que no es la selva en la acepción tropical conocida, ni la complejidad histórica y cultural colombiana (las negritudes, las etnias aborígenes, las variantes mestizas, etc.) con su variedad geográfica (los Andes, el llano, la costa pacífica, y las grandes ciudades, etc.) corresponde al cerrado universo de Macondo. El valor simbólico de Macondo produjo una inflación de significado que a su vez redujo las realidades de América Latina a una sola, [34] la que bien temprano Rodríguez Monegal adivinó podría llegar a ser leída de manera equívoca, la de Macondo equivalente de América en su versión más atrasada. En ese sentido, Cien años, tal como lo señaló Rodríguez M. llegó en un momento inoportuno. Con el tiempo, y a la luz de las interpretaciones de los estudios culturales, se vio cómo las lecturas equívocas tendieron a ser manejadas como manifestaciones de un estado de minoría de edad no superada. Rodríguez Monegal en “Novedad y anacronismo de Cien años de soledad” apuntó los anacronismos formales de la novela (de tiempo, en su aparente linealidad, de personajes reales en la ficción: Víctor Hughes, Rocamadour, Lorenzo Gavilán, él mismo, Mercedes y Alvaro), los cuales desbordaban el realismo de la obra precedente de García Márquez. No obstante, más allá del juego intertextual, [35] decir a la manera de Menton, que constituyen un manejo asombroso es echar mano de mañas retóricas para justificar una lectura, la del mágico-realismo (Menton 1998: 55). A mi entender, insistir en lecturas entrampadas en la falacia intencional revela una actitud obcecada, más cerca de la pose egolátrica, que del aporte a la comprensión de los textos, pese a más de cincuenta años de torrente teórico recorrido bajo los puentes. La banalidad del intento de Menton alcanza estados límite cuando el crítico estadounidense abusa de la simbolización para certificar, mediante ocurrencias (1998: 80), lo que en realidad es implausible, todavía menos en tiempos posmodernos desafectos a las verdades únicas y trascendentales. [36]
o Prieto Crespi, [33] que estaba poblado por seres de piel morena como la pareja fundadora, José Arcadio y Ursula (con ocasión de la peste del insomnio José Arcadio “se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda” (García Márquez 1994: 103) y a quienes el polvo y el calor los sofocaba. Las anteriores simplezas informantes son convalidables a la realidad geográfica del Caribe colombiano, uno de los costados de la compleja geografía del territorio.
Por lo demás, Brushwood, ya a punto de cerrar su interpretación de Cien años y de otras dos de las por lo menos doce novelas de importancia publicadas en 1967, resumía:
Las tres novelas Cien años de soledad, Tres tristes tigres y Cambio de piel -casi seguro las mejor conocidas de muchas buenas novelas publicadas en 1967-son excelentes ejemplos de transformación del regionalismo. Se puede apreciar Cien años de soledad como algo colombiano, hispanoamericano o completamente Universal (1984: 286).
Cualquier lector común conocedor de la geografía del Caribe colombiano, al cual apuntan los referentes de la novela, sabe que no es la selva en la acepción tropical conocida, ni la complejidad histórica y cultural colombiana (las negritudes, las etnias aborígenes, las variantes mestizas, etc.) con su variedad geográfica (los Andes, el llano, la costa pacífica, y las grandes ciudades, etc.) corresponde al cerrado universo de Macondo. El valor simbólico de Macondo produjo una inflación de significado que a su vez redujo las realidades de América Latina a una sola, [34] la que bien temprano Rodríguez Monegal adivinó podría llegar a ser leída de manera equívoca, la de Macondo equivalente de América en su versión más atrasada. En ese sentido, Cien años, tal como lo señaló Rodríguez M. llegó en un momento inoportuno. Con el tiempo, y a la luz de las interpretaciones de los estudios culturales, se vio cómo las lecturas equívocas tendieron a ser manejadas como manifestaciones de un estado de minoría de edad no superada. Rodríguez Monegal en “Novedad y anacronismo de Cien años de soledad” apuntó los anacronismos formales de la novela (de tiempo, en su aparente linealidad, de personajes reales en la ficción: Víctor Hughes, Rocamadour, Lorenzo Gavilán, él mismo, Mercedes y Alvaro), los cuales desbordaban el realismo de la obra precedente de García Márquez. No obstante, más allá del juego intertextual, [35] decir a la manera de Menton, que constituyen un manejo asombroso es echar mano de mañas retóricas para justificar una lectura, la del mágico-realismo (Menton 1998: 55). A mi entender, insistir en lecturas entrampadas en la falacia intencional revela una actitud obcecada, más cerca de la pose egolátrica, que del aporte a la comprensión de los textos, pese a más de cincuenta años de torrente teórico recorrido bajo los puentes. La banalidad del intento de Menton alcanza estados límite cuando el crítico estadounidense abusa de la simbolización para certificar, mediante ocurrencias (1998: 80), lo que en realidad es implausible, todavía menos en tiempos posmodernos desafectos a las verdades únicas y trascendentales. [36]
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