Los soldados españoles cruzan la llanura costera con sus dunas, ríos y suaves lomeríos, clara evidencia de las estribaciones de la Sierra Madre; hacen un alto en un sitio que llamaron Rinconada, y de ahí se dirigen a Xalapa, pequeña población a más de mil metros de altitud que les permitió descansar de los sofocantes calores de la costa.
Por su parte, los embajadores aztecas tenían instrucciones de disuadir a Cortés, por lo que no lo condujeron por las tradicionales rutas que conectaban rápidamente al centro de México con el litoral, sino por caminos sinuosos; así, de Jalapa se trasladan a Coatepec y de ahí a Xicochimalco, ciudad defensiva asentada en los altos de la cordillera.
A partir de ahí el ascenso se tornó cada vez más difícil, las veredas los conducían por sierras ásperas y barrancas profundas, lo que, aunado a la altura, provocó la muerte de algunos esclavos indígenas que Cortés había traído de las Antillas y que no estaban acostumbrados a temperaturas tan frías. Alcanzaron finalmente el punto más alto de la sierra, que bautizaron como Puerto del Nombre de Dios, de donde iniciaron el descenso. Pasaron por Ixhuacán, donde sufrieron un intenso frío y la agresividad del suelo volcánico; luego llegaron a Malpaís, área que circunda la montaña de Perote, avanzando por terrenos extremadamente salitrosos que bautizaron como El Salado. Los españoles se asombraron ante los curiosos depósitos de agua amarga formados por unos conos volcánicos extintos, como el de Alchichica; al cruzar por Xalapazco y Tepeyahualco, las huestes españolas, sudando copiosamente, con sed y sin un rumbo fijo, empezaron a inquietarse. Los guías aztecas contestaban con evasivas a los enérgicos requerimientos de Cortés.
En el extremo noroeste del área salitrosa encontraron dos poblaciones importantes donde se hicieron de alimentos y descansaron un tiempo: Zautla, a la orilla del río Apulco, e Ixtac Camastitlan. Ahí, como en otras poblaciones, Cortés exigió a los gobernantes, en nombre de su lejano rey, la entrega de oro, que intercambió por algunas cuentas de vidrio y otros objetos sin valor.
El grupo expedicionario se acercaba a la frontera del señorío tlaxcalteca, por lo que Cortés envió dos emisarios en son de paz. Los tlaxcaltecas, que formaban una nación cuatripartita, tomaban las decisiones en un consejo, y como sus discusiones se retrasaban, los españoles continuaron avanzando; después de trasponer una gran cerca de piedra tuvieron un enfrentamiento con otomíes y tlaxcaltecas en Tecuac, en el que perdieron algunos hombres. Luego siguieron hasta Tzompantepec, donde pelearon contra el ejército tlaxcalteca encabezado por el joven capitán Xicoténcatl, hijo del gobernante del mismo nombre. Finalmente, las fuerzas españolas se impusieron y el propio Xicoténcatl ofreció la paz a los conquistadores y los condujo a Tizatlán, asiento del poder en ese momento. Cortés, sabedor de los ancestrales odios entre tlaxcaltecas y aztecas, con palabras halagüeñas y promesas los atrajo a su favor, haciéndose los tlaxcaltecas, desde entonces, sus más fieles aliados.
El camino a México fue ahora más directo. Sus nuevos amigos les propusieron a los españoles llegar a Cholula, importante centro comercial y religioso de los valles poblanos. Al acercarse a la famosa urbe se entusiasmaron grandemente pensando que el brillo de las construcciones se debía a que estaban cubiertas con laminillas de oro y plata, cuando en realidad eran el pulido del estucado y la pintura lo que creaba esa ilusión.
Advertido Cortés de una supuesta conspiración de los cholultecas en su contra, ordena una espantosa matanza en la que participan activamente los tlaxcaltecas. La noticia de esta acción se difunde rápidamente por toda el área y dota de una aureola terrible a los conquistadores.
En su viaje a Tenochtitlan cruzan por Calpan y se detienen en Tlamacas, en medio de la Sierra Nevada, con los volcanes a los lados; ahí Cortés contempló la más hermosa visión de toda su vida: en el fondo del valle, rodeado de montañas cubiertas de bosques, se hallaban los lagos, salpicados de numerosas ciudades. Ese era su destino y nada se opondría ahora para ir a su encuentro.
Los soldados españoles cruzan la llanura costera con sus dunas, ríos y suaves lomeríos, clara evidencia de las estribaciones de la Sierra Madre; hacen un alto en un sitio que llamaron Rinconada, y de ahí se dirigen a Xalapa, pequeña población a más de mil metros de altitud que les permitió descansar de los sofocantes calores de la costa.
Por su parte, los embajadores aztecas tenían instrucciones de disuadir a Cortés, por lo que no lo condujeron por las tradicionales rutas que conectaban rápidamente al centro de México con el litoral, sino por caminos sinuosos; así, de Jalapa se trasladan a Coatepec y de ahí a Xicochimalco, ciudad defensiva asentada en los altos de la cordillera.
A partir de ahí el ascenso se tornó cada vez más difícil, las veredas los conducían por sierras ásperas y barrancas profundas, lo que, aunado a la altura, provocó la muerte de algunos esclavos indígenas que Cortés había traído de las Antillas y que no estaban acostumbrados a temperaturas tan frías. Alcanzaron finalmente el punto más alto de la sierra, que bautizaron como Puerto del Nombre de Dios, de donde iniciaron el descenso. Pasaron por Ixhuacán, donde sufrieron un intenso frío y la agresividad del suelo volcánico; luego llegaron a Malpaís, área que circunda la montaña de Perote, avanzando por terrenos extremadamente salitrosos que bautizaron como El Salado. Los españoles se asombraron ante los curiosos depósitos de agua amarga formados por unos conos volcánicos extintos, como el de Alchichica; al cruzar por Xalapazco y Tepeyahualco, las huestes españolas, sudando copiosamente, con sed y sin un rumbo fijo, empezaron a inquietarse. Los guías aztecas contestaban con evasivas a los enérgicos requerimientos de Cortés.
En el extremo noroeste del área salitrosa encontraron dos poblaciones importantes donde se hicieron de alimentos y descansaron un tiempo: Zautla, a la orilla del río Apulco, e Ixtac Camastitlan. Ahí, como en otras poblaciones, Cortés exigió a los gobernantes, en nombre de su lejano rey, la entrega de oro, que intercambió por algunas cuentas de vidrio y otros objetos sin valor.
El grupo expedicionario se acercaba a la frontera del señorío tlaxcalteca, por lo que Cortés envió dos emisarios en son de paz. Los tlaxcaltecas, que formaban una nación cuatripartita, tomaban las decisiones en un consejo, y como sus discusiones se retrasaban, los españoles continuaron avanzando; después de trasponer una gran cerca de piedra tuvieron un enfrentamiento con otomíes y tlaxcaltecas en Tecuac, en el que perdieron algunos hombres. Luego siguieron hasta Tzompantepec, donde pelearon contra el ejército tlaxcalteca encabezado por el joven capitán Xicoténcatl, hijo del gobernante del mismo nombre. Finalmente, las fuerzas españolas se impusieron y el propio Xicoténcatl ofreció la paz a los conquistadores y los condujo a Tizatlán, asiento del poder en ese momento. Cortés, sabedor de los ancestrales odios entre tlaxcaltecas y aztecas, con palabras halagüeñas y promesas los atrajo a su favor, haciéndose los tlaxcaltecas, desde entonces, sus más fieles aliados.
El camino a México fue ahora más directo. Sus nuevos amigos les propusieron a los españoles llegar a Cholula, importante centro comercial y religioso de los valles poblanos. Al acercarse a la famosa urbe se entusiasmaron grandemente pensando que el brillo de las construcciones se debía a que estaban cubiertas con laminillas de oro y plata, cuando en realidad eran el pulido del estucado y la pintura lo que creaba esa ilusión.
Advertido Cortés de una supuesta conspiración de los cholultecas en su contra, ordena una espantosa matanza en la que participan activamente los tlaxcaltecas. La noticia de esta acción se difunde rápidamente por toda el área y dota de una aureola terrible a los conquistadores.
En su viaje a Tenochtitlan cruzan por Calpan y se detienen en Tlamacas, en medio de la Sierra Nevada, con los volcanes a los lados; ahí Cortés contempló la más hermosa visión de toda su vida: en el fondo del valle, rodeado de montañas cubiertas de bosques, se hallaban los lagos, salpicados de numerosas ciudades. Ese era su destino y nada se opondría ahora para ir a su encuentro.