La frase de Theodosius Dobzhansky «Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución» es mi cita científica favorita, ya que resume perfectamente lo importante que es la evolución para nuestra comprensión de la biología. Por desgracia, en demasiadas escuelas no se enseña en absoluto la evolución, o no se enseña en toda su extensión. Cuando se trata de la evolución humana en particular, las estadísticas son aún más deprimentes. De acuerdo con una encuesta realizada en 2008 por Berkman y Plutzer, el 17% de los profesores de biología de secundaria omiten la evolución humana en su totalidad, mientras que la mayoría (60%) dedican entre una y cinco horas de clase para ello. En Estados Unidos, hay muy pocos estados (siete más el Distrito de Columbia en 2007) con unos estándares en ciencia que incluyen específicamente la evolución humana; y la evolución humana ha desaparecido de las normas NGSS aprobadas en 2013 [Next generation science standards]. Hay muchas razones por las que la evolución humana puede no formar parte del programa oficial, pero la «controversia» en torno a nuestros orígenes y el temor a una respuesta negativa de los padres por motivos religiosos están sin duda entre ellas.
Sin embargo, omitir o minimizar el debate sobre la evolución humana es perder una oportunidad para involucrar a los estudiantes. Desde pequeños nos preguntamos de dónde venimos; la evolución lo explica. A partir de la increíble variedad de fósiles que se han encontrado en África, Asia y Europa podemos reconstruir nuestro linaje evolutivo desde Australopithecus a los primeros Homo sapiens y explorar las diferentes especies que se separaron en medio. Estudiando el registro fósil podemos entender cuándo comenzamos a caminar erguidos, observando los grandes cambios morfológicos que nos distinguen del resto de grandes simios, como una pelvis ancha en forma de cuenco, dedos gordos en línea con el resto de dedos de los pies y brazos más cortos. Podemos ver cuando aumentó el tamaño de nuestro cerebro (cuando apareció Homo erectus) y el consiguiente gran cambio en nuestra tecnología. Como se suele decir, el resto es historia.
Aprovechar nuestra curiosidad inherente acerca de nuestra historia y nuestro origen es una forma estupenda de motivar a los estudiantes sobre la ciencia. ¿Quién no quiere saber por qué hacemos las cosas que hacemos y tenemos el aspecto que tenemos? Aprender acerca de nuestra propia evolución ayuda a los estudiantes a sentirse conectados con la ciencia. Puede ser divertido ver experimentos de química, pero éstos no se identifican con nuestra propia vida. Muchos estudiantes nunca se imaginarían a sí mismos como un «típico» científico con una bata blanca trabajando en un laboratorio durante todo el día. Pero nos podemos identificar al instante con la evolución humana, y lo ven los estudiantes que están interesados en la ciencia pero no se dan cuenta que pasar tiempo en el campo excavando fósiles u observando a nuestros parientes primates en su hábitat natural son ejemplos de «hacer ciencia». Yo era una de esas estudiantes que nunca pensó que podría dedicarme a la ciencia. Estaba concentrada en convertirme en actriz. Las matemáticas me costaban, pero siempre me fue bien en biología. Tras no acceder a la escuela de teatro sino a la Universidad de Bucknell, mi amor por los animales me llevó a estudiar el comportamiento animal. Fue la mejor decisión que he tomado, y mientras estuve en Tanzania durante mi semestre en el extranjero, rodeada de monos verdes durante mi proyecto de investigación, supe que quería ser primatóloga. Mi amor por los primates fue lo que me llevó al campo de la antropología evolutiva y me hizo interesarme y apasionarme por ella.
Estudiar la evolución humana es una lente a través de la cual los estudiantes, y la gente en general,
puede ver cómo estamos conectados con el mundo. Somos primates, igual que los animales que llamamos simios y monos, aunque nuestro propio camino evolutivo nos recompensó haciendo que camináramos sobre dos piernas y teniendo un cerebro realmente grande. La evolución no es direccional; no se esfuerza para mejor. Los animales que están mejor adaptados a su ambiente sobreviven el tiempo suficiente para reproducirse y dejar sus genes a su descendencia. Los rasgos únicos que nos definen como humanos no nos hacen mejores que nuestros parientes primates— simplemente nos hacen diferentes. Los chimpancés están bien adaptados a los ambientes en los que viven y prosperan; de ninguna manera son «menos evolucionados» que nosotros. Es cierto que los seres humanos hemos dominado y alterado el mundo que nos rodea, pero si entendemos nuestro lugar evolutivo en el mundo, se hace más difícil justificar la idea de que somos mejores que los organismos con los que compartimos el planeta. De este modo, el estudio de la evolución humana nos enseña humildad, y hoy en día, todos necesitamos un poco de humildad.
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La frase de Theodosius Dobzhansky «Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución» es mi cita científica favorita, ya que resume perfectamente lo importante que es la evolución para nuestra comprensión de la biología. Por desgracia, en demasiadas escuelas no se enseña en absoluto la evolución, o no se enseña en toda su extensión. Cuando se trata de la evolución humana en particular, las estadísticas son aún más deprimentes. De acuerdo con una encuesta realizada en 2008 por Berkman y Plutzer, el 17% de los profesores de biología de secundaria omiten la evolución humana en su totalidad, mientras que la mayoría (60%) dedican entre una y cinco horas de clase para ello. En Estados Unidos, hay muy pocos estados (siete más el Distrito de Columbia en 2007) con unos estándares en ciencia que incluyen específicamente la evolución humana; y la evolución humana ha desaparecido de las normas NGSS aprobadas en 2013 [Next generation science standards]. Hay muchas razones por las que la evolución humana puede no formar parte del programa oficial, pero la «controversia» en torno a nuestros orígenes y el temor a una respuesta negativa de los padres por motivos religiosos están sin duda entre ellas.
Sin embargo, omitir o minimizar el debate sobre la evolución humana es perder una oportunidad para involucrar a los estudiantes. Desde pequeños nos preguntamos de dónde venimos; la evolución lo explica. A partir de la increíble variedad de fósiles que se han encontrado en África, Asia y Europa podemos reconstruir nuestro linaje evolutivo desde Australopithecus a los primeros Homo sapiens y explorar las diferentes especies que se separaron en medio. Estudiando el registro fósil podemos entender cuándo comenzamos a caminar erguidos, observando los grandes cambios morfológicos que nos distinguen del resto de grandes simios, como una pelvis ancha en forma de cuenco, dedos gordos en línea con el resto de dedos de los pies y brazos más cortos. Podemos ver cuando aumentó el tamaño de nuestro cerebro (cuando apareció Homo erectus) y el consiguiente gran cambio en nuestra tecnología. Como se suele decir, el resto es historia.
Aprovechar nuestra curiosidad inherente acerca de nuestra historia y nuestro origen es una forma estupenda de motivar a los estudiantes sobre la ciencia. ¿Quién no quiere saber por qué hacemos las cosas que hacemos y tenemos el aspecto que tenemos? Aprender acerca de nuestra propia evolución ayuda a los estudiantes a sentirse conectados con la ciencia. Puede ser divertido ver experimentos de química, pero éstos no se identifican con nuestra propia vida. Muchos estudiantes nunca se imaginarían a sí mismos como un «típico» científico con una bata blanca trabajando en un laboratorio durante todo el día. Pero nos podemos identificar al instante con la evolución humana, y lo ven los estudiantes que están interesados en la ciencia pero no se dan cuenta que pasar tiempo en el campo excavando fósiles u observando a nuestros parientes primates en su hábitat natural son ejemplos de «hacer ciencia». Yo era una de esas estudiantes que nunca pensó que podría dedicarme a la ciencia. Estaba concentrada en convertirme en actriz. Las matemáticas me costaban, pero siempre me fue bien en biología. Tras no acceder a la escuela de teatro sino a la Universidad de Bucknell, mi amor por los animales me llevó a estudiar el comportamiento animal. Fue la mejor decisión que he tomado, y mientras estuve en Tanzania durante mi semestre en el extranjero, rodeada de monos verdes durante mi proyecto de investigación, supe que quería ser primatóloga. Mi amor por los primates fue lo que me llevó al campo de la antropología evolutiva y me hizo interesarme y apasionarme por ella.
Estudiar la evolución humana es una lente a través de la cual los estudiantes, y la gente en general,
puede ver cómo estamos conectados con el mundo. Somos primates, igual que los animales que llamamos simios y monos, aunque nuestro propio camino evolutivo nos recompensó haciendo que camináramos sobre dos piernas y teniendo un cerebro realmente grande. La evolución no es direccional; no se esfuerza para mejor. Los animales que están mejor adaptados a su ambiente sobreviven el tiempo suficiente para reproducirse y dejar sus genes a su descendencia. Los rasgos únicos que nos definen como humanos no nos hacen mejores que nuestros parientes primates— simplemente nos hacen diferentes. Los chimpancés están bien adaptados a los ambientes en los que viven y prosperan; de ninguna manera son «menos evolucionados» que nosotros. Es cierto que los seres humanos hemos dominado y alterado el mundo que nos rodea, pero si entendemos nuestro lugar evolutivo en el mundo, se hace más difícil justificar la idea de que somos mejores que los organismos con los que compartimos el planeta. De este modo, el estudio de la evolución humana nos enseña humildad, y hoy en día, todos necesitamos un poco de humildad.