u color blanco, fruto de las cenizas eruptivas acumuladas y compactadas por la naturaleza durante el paso de los siglos, hace que la ciudad brille cuando se refleja en sus fachadas la luz solar del ocaso, acentuando los relieves y adornos esculpidos en su porosa superficie.
Con bloques extraídos directamente de la montaña, no hay edificio ni casa señorial que no recurriera antaño al sillar para erigirse entre el Misti, el Chachani y el Picchu Picchu, los sagrados volcanes incaicos que tutelan esta ciudad, cuyos patios con fuentes, arcos y flores hacen recordar al bucólicos pueblos andaluces.
Sin desmerecer a la catedral, auténtica atracción de su Plaza de Armas, el mayor exponente del sillar está a unos metros, en la iglesia y los claustros de la Compañía de Jesús, un templo de estilo mestizo que muestra en todo su esplendor el arte labrado sobre la ignimbrita, nombre que también recibe el sillar.
Una réplica de la fachada está tallada con esmero en las canteras de donde se extrae el sillar, enormes cadenas de farallones de más de veinte metros de altura donde una cuarentena de trabajadores esculpen todavía de manera artesanal los bloques de sillar usados en las construcciones actuales, con las que se busca conservar la tradición.
Entre ellos está Lucio Quispe Gómez, quien contó a Efe que lleva veinte años trabajando en la cantera, pues comenzó a los 15 y aprendió de sus abuelos un oficio que exige fuerza y precisión al mismo tiempo.
"Todo es artesanal. No usamos explosivos ni maquinarias", aclaró Quispe mientras se apresura a dar forma a uno de los bloques de una "tarea" que le han pedido.
Cada "tarea" está compuesta por 200 bloques de sillar, con un peso de unos 48 kilos cada uno, por los que el artesano recibirá mil soles (unos 310 dólares).
"Yo puedo hacer hasta treinta bloques por día, pero depende de la habilidad, la técnica y la edad, pues los más jóvenes o menos hábiles apenas pueden hacer diez por día", agregó Quispe, originario de la vecina región de Cuzco.
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u color blanco, fruto de las cenizas eruptivas acumuladas y compactadas por la naturaleza durante el paso de los siglos, hace que la ciudad brille cuando se refleja en sus fachadas la luz solar del ocaso, acentuando los relieves y adornos esculpidos en su porosa superficie.
Con bloques extraídos directamente de la montaña, no hay edificio ni casa señorial que no recurriera antaño al sillar para erigirse entre el Misti, el Chachani y el Picchu Picchu, los sagrados volcanes incaicos que tutelan esta ciudad, cuyos patios con fuentes, arcos y flores hacen recordar al bucólicos pueblos andaluces.
Sin desmerecer a la catedral, auténtica atracción de su Plaza de Armas, el mayor exponente del sillar está a unos metros, en la iglesia y los claustros de la Compañía de Jesús, un templo de estilo mestizo que muestra en todo su esplendor el arte labrado sobre la ignimbrita, nombre que también recibe el sillar.
Una réplica de la fachada está tallada con esmero en las canteras de donde se extrae el sillar, enormes cadenas de farallones de más de veinte metros de altura donde una cuarentena de trabajadores esculpen todavía de manera artesanal los bloques de sillar usados en las construcciones actuales, con las que se busca conservar la tradición.
Entre ellos está Lucio Quispe Gómez, quien contó a Efe que lleva veinte años trabajando en la cantera, pues comenzó a los 15 y aprendió de sus abuelos un oficio que exige fuerza y precisión al mismo tiempo.
"Todo es artesanal. No usamos explosivos ni maquinarias", aclaró Quispe mientras se apresura a dar forma a uno de los bloques de una "tarea" que le han pedido.
Cada "tarea" está compuesta por 200 bloques de sillar, con un peso de unos 48 kilos cada uno, por los que el artesano recibirá mil soles (unos 310 dólares).
"Yo puedo hacer hasta treinta bloques por día, pero depende de la habilidad, la técnica y la edad, pues los más jóvenes o menos hábiles apenas pueden hacer diez por día", agregó Quispe, originario de la vecina región de Cuzco.