G514Como primera capa étnica de la “puertorriqueñidad” y de nuestra identidad culinaria, estos indios nos legaron parte de su menú, y por muchos años los habitantes de la isla comieron como los indios: pargos, mojarras, manatíes; ostras, ajíes, batatas. Pero, sobre todo, nos legaron la yuca, descrita y mal dibujada en páginas y páginas de libros para niños: las taínas sembrándola, las tainitas cosechándola, los taínos comiéndola, los más listos fermentándola y los guerreros haciendo veneno con ella.
Nuestros antepasados amerindios, sin embargo, viajando los mares de América en sus canoas, ya habían traído y sembrado alimentos que los españoles, al llegar aquí, sembraron de la isla; hoy sabemos que no son autóctonos, como la piña, el maíz y las quenepas.
Esos primeros cerdos, cuyas crías llamadas “lechones” son el icono por excelencia del comer tradicional boricua, y esos primeros cabros, que compiten con el ganado porcino por el gusto de muchos isleños, de seguro bajaron felices a tierra después de su cautiverio en alta mar, pero no duraron nada; al regresar los españoles no quedaba uno.
Los españoles, sin embargo, volvieron a traer cerdos y cabros… y vacas y terneras y becerros y gallinas y gallos y toda la fauna comestible que, hoy por hoy, está insertada en la tradición culinaria puertorriqueña.
Pero quizás lo más importante que trajeron, lo que nos hermana en etnia porque nos tiñe, es la musa paradisíaca, que en buen español puertorriqueño pierde su poético nombre y se llama plátano; no banano, no plátano macho dominicano, sólo plátano, el que mancha, el que comemos hasta la saciedad asado o frito como tostón, y como mofongo cuando es verde; el que degustamos hervido y en lascas fritas, o en almíbar cuando está maduro.
El menú boricua se amplió con la llegada de las palmas de coco de Islas Canarias; con el tomate, el chayote, el aguacate y el níspero de México; el mangó y el tamarindo de la India; la papa del Perú; el jengibre de Oceanía, vía México; el panapén del Pacífico y, en el siglo XVIII, un alimento clave de nuestra mesa y el que más raigambre nos daría internacionalmente: el café.
Al plátano maduro cocido entero, y luego abierto por el medio y relleno de carne o pollo, se le llama hoy día “canoa” en la cafeterías, conservando así -sin proponérselo- su vegetal memoria de allende los mares. Los boricuas todavía decimos “eso fue lo que trajo el barco”, cuando apuntamos a lo que hay en vez de lo que uno quisiera que hubiera, algo que hemos hecho desde siempre, pues como isla recibimos alimentos de muchas partes del mundo. Nuestra identidad culinaria comenzó con una mezcla de flora y fauna comestible, lo que había, y se amplió con alimentos (que llegaron a lo largo de los siglos en canoas, carabelas, veleros, bergantines... ) que todos hicimos nuestros, a fuerza de gusto.
Nuestros antepasados amerindios, sin embargo, viajando los mares de América en sus canoas, ya habían traído y sembrado alimentos que los españoles, al llegar aquí, sembraron de la isla; hoy sabemos que no son autóctonos, como la piña, el maíz y las quenepas.
Esos primeros cerdos, cuyas crías llamadas “lechones” son el icono por excelencia del comer tradicional boricua, y esos primeros cabros, que compiten con el ganado porcino por el gusto de muchos isleños, de seguro bajaron felices a tierra después de su cautiverio en alta mar, pero no duraron nada; al regresar los españoles no quedaba uno.
Los españoles, sin embargo, volvieron a traer cerdos y cabros… y vacas y terneras y becerros y gallinas y gallos y toda la fauna comestible que, hoy por hoy, está insertada en la tradición culinaria puertorriqueña.
Pero quizás lo más importante que trajeron, lo que nos hermana en etnia porque nos tiñe, es la musa paradisíaca, que en buen español puertorriqueño pierde su poético nombre y se llama plátano; no banano, no plátano macho dominicano, sólo plátano, el que mancha, el que comemos hasta la saciedad asado o frito como tostón, y como mofongo cuando es verde; el que degustamos hervido y en lascas fritas, o en almíbar cuando está maduro.
El menú boricua se amplió con la llegada de las palmas de coco de Islas Canarias; con el tomate, el chayote, el aguacate y el níspero de México; el mangó y el tamarindo de la India; la papa del Perú; el jengibre de Oceanía, vía México; el panapén del Pacífico y, en el siglo XVIII, un alimento clave de nuestra mesa y el que más raigambre nos daría internacionalmente: el café.
Al plátano maduro cocido entero, y luego abierto por el medio y relleno de carne o pollo, se le llama hoy día “canoa” en la cafeterías, conservando así -sin proponérselo- su vegetal memoria de allende los mares. Los boricuas todavía decimos “eso fue lo que trajo el barco”, cuando apuntamos a lo que hay en vez de lo que uno quisiera que hubiera, algo que hemos hecho desde siempre, pues como isla recibimos alimentos de muchas partes del mundo. Nuestra identidad culinaria comenzó con una mezcla de flora y fauna comestible, lo que había, y se amplió con alimentos (que llegaron a lo largo de los siglos en canoas, carabelas, veleros, bergantines... ) que todos hicimos nuestros, a fuerza de gusto.