CARTA APOSTÓLICA PATRIS CORDE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON MOTIVO DEL 150.° ANIVERSARIO DE LA DECLARACIÓN DE SAN JOSÉ COMO PATRONO DE LA IGLESIA UNIVERSAL
CON CORAZÓN DE PADRE: así José amó a Jesús, llamado en los cuatro Evangelios «el hijo de José».[1]
Los dos evangelistas que evidenciaron su figura, Mateo y Lucas, refieren poco, pero lo suficiente para entender qué tipo de padre fuese y la misión que la Providencia le confió.
Sabemos que fue un humilde carpintero (cf. Mt 13,55), desposado con María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27); un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley (cf. Lc 2,22.27.39) y a través de los cuatro sueños que tuvo (cf. Mt 1,20; 2,13.19.22). Después de un largo y duro viaje de Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías en un pesebre, porque en otro sitio «no había lugar para ellos» (Lc 2,7). Fue testigo de la adoración de los pastores (cf. Lc 2,8-20) y de los Magos (cf. Mt 2,1-12), que representaban respectivamente el pueblo de Israel y los pueblos paganos.
Tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre que le reveló el ángel: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Como se sabe, en los pueblos antiguos poner un nombre a una persona o a una cosa significaba adquirir la pertenencia, como hizo Adán en el relato del Génesis (cf. 2,19-20).
En el templo, cuarenta días después del nacimiento, José, junto a la madre, presentó el Niño al Señor y escuchó sorprendido la profecía que Simeón pronunció sobre Jesús y María (cf. Lc 2,22-35). Para proteger a Jesús de Herodes, permaneció en Egipto como extranjero (cf. Mt 2,13-18). De regreso en su tierra, vivió de manera oculta en el pequeño y desconocido pueblo de Nazaret, en Galilea —de donde, se decía: “No sale ningún profeta” y “no puede salir nada bueno” (cf. Jn 7,52; 1,46)—, lejos de Belén, su ciudad de origen, y de Jerusalén, donde estaba el templo. Cuando, durante una peregrinación a Jerusalén, perdieron a Jesús, que tenía doce años, él y María lo buscaron angustiados y lo encontraron en el templo mientras discutía con los doctores de la ley (cf. Lc 2,41-50).
Después de María, Madre de Dios, ningún santo ocupa tanto espacio en el Magisterio pontificio como José, su esposo. Mis predecesores han profundizado en el mensaje contenido en los pocos datos transmitidos por los Evangelios para destacar su papel central en la historia de la salvación: el beato Pío IX lo declaró «Patrono de la Iglesia Católica»,[2] el venerable Pío XII lo presentó como “Patrono de los trabajadores”[3] y san Juan Pablo II como «Custodio del Redentor».[4] El pueblo lo invoca como «Patrono de la buena muerte».[5]
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Explicación:
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CARTA APOSTÓLICA PATRIS CORDE DEL SANTO PADRE FRANCISCO CON MOTIVO DEL 150.° ANIVERSARIO DE LA DECLARACIÓN DE SAN JOSÉ COMO PATRONO DE LA IGLESIA UNIVERSAL
CON CORAZÓN DE PADRE: así José amó a Jesús, llamado en los cuatro Evangelios «el hijo de José».[1]
Los dos evangelistas que evidenciaron su figura, Mateo y Lucas, refieren poco, pero lo suficiente para entender qué tipo de padre fuese y la misión que la Providencia le confió.
Sabemos que fue un humilde carpintero (cf. Mt 13,55), desposado con María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27); un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley (cf. Lc 2,22.27.39) y a través de los cuatro sueños que tuvo (cf. Mt 1,20; 2,13.19.22). Después de un largo y duro viaje de Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías en un pesebre, porque en otro sitio «no había lugar para ellos» (Lc 2,7). Fue testigo de la adoración de los pastores (cf. Lc 2,8-20) y de los Magos (cf. Mt 2,1-12), que representaban respectivamente el pueblo de Israel y los pueblos paganos.
Tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre que le reveló el ángel: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Como se sabe, en los pueblos antiguos poner un nombre a una persona o a una cosa significaba adquirir la pertenencia, como hizo Adán en el relato del Génesis (cf. 2,19-20).
En el templo, cuarenta días después del nacimiento, José, junto a la madre, presentó el Niño al Señor y escuchó sorprendido la profecía que Simeón pronunció sobre Jesús y María (cf. Lc 2,22-35). Para proteger a Jesús de Herodes, permaneció en Egipto como extranjero (cf. Mt 2,13-18). De regreso en su tierra, vivió de manera oculta en el pequeño y desconocido pueblo de Nazaret, en Galilea —de donde, se decía: “No sale ningún profeta” y “no puede salir nada bueno” (cf. Jn 7,52; 1,46)—, lejos de Belén, su ciudad de origen, y de Jerusalén, donde estaba el templo. Cuando, durante una peregrinación a Jerusalén, perdieron a Jesús, que tenía doce años, él y María lo buscaron angustiados y lo encontraron en el templo mientras discutía con los doctores de la ley (cf. Lc 2,41-50).
Después de María, Madre de Dios, ningún santo ocupa tanto espacio en el Magisterio pontificio como José, su esposo. Mis predecesores han profundizado en el mensaje contenido en los pocos datos transmitidos por los Evangelios para destacar su papel central en la historia de la salvación: el beato Pío IX lo declaró «Patrono de la Iglesia Católica»,[2] el venerable Pío XII lo presentó como “Patrono de los trabajadores”[3] y san Juan Pablo II como «Custodio del Redentor».[4] El pueblo lo invoca como «Patrono de la buena muerte».[5]