“Para” todas esas víctimas de la historia, el rescate religioso consiste en una vida de belleza y bondad que no participa de revanchas ni paraísos futuros. Tal vida es la que prometen los símbolos de la religión. Esto es en general y se puede constatar a partir de los textos religiosos, apunta Carlos Gómez: «lo que sobre todo se anhela es eternizar la belleza y el bien de la vida […]»1. La religión nace, en fin, más por un deseo que por un temor. Freud sitúa el nacimiento de la religión en el deseo, o sea, en la ilusión. Feuerbach, Marx, Nietzsche y el mismo Freud calificaron la religión de ilusión, y antes de ellos lo hizo Kant.
Se arguye muchas veces -v.g. desde la filosofía analítica- que el creyente se atrinchera en una actitud dogmática porque no existen hechos que le hagan cambiar. Esto mismo podríamos decir de los ateos o los agnósticos. Pero, ¿hasta qué punto los hechos son decisivos en esta cuestión? Los hechos se interpretan y las interpretaciones divergen. Sea como fuere, la cuestión religiosa pertenece indefectiblemente al ámbito de la especulación, y tan razonables son unas posturas creyentes, como agnósticas o ateas.
Desde la crítica freudiana y también desde la marxista no se apuntaba a una certeza relativa a una verdad o falsedad de la religión, sino a unas funciones en el campo social y psíquico. «Marx y Freud insistieron en que esas funciones son alienantes (“opio para el pueblo”, “neurosis colectiva”) paralizan los esfuerzos de transformación del mundo, atan a la infancia e impiden la emancipación social y la madurez humana». Pero se puede observar en la religión una ambivalencia funcional: «la religión ha paralizado la lucha contra la injusticia, como ha alentado a ella […]». Digamos que la religión no es sólo bálsamo en el sufrimiento, «sino también protesta contra el sufrimiento y la indignidad […]».
El deseo humano es menesteroso: fantasea y anhela lo que no tiene. Y es el bien y la abundancia «que la vida también manifiesta los que el deseo querría eternizar y los símbolos de la religión prometen». La historia del dolor puede cancelarse con la supresión de la vida, pero «la vida (según advirtió Nietzsche en el poema retomado por Gustav Mahler en su Tercera Sinfonía), la vida misma pide eternidad, profunda eternidad».
Respuesta:
“Para” todas esas víctimas de la historia, el rescate religioso consiste en una vida de belleza y bondad que no participa de revanchas ni paraísos futuros. Tal vida es la que prometen los símbolos de la religión. Esto es en general y se puede constatar a partir de los textos religiosos, apunta Carlos Gómez: «lo que sobre todo se anhela es eternizar la belleza y el bien de la vida […]»1. La religión nace, en fin, más por un deseo que por un temor. Freud sitúa el nacimiento de la religión en el deseo, o sea, en la ilusión. Feuerbach, Marx, Nietzsche y el mismo Freud calificaron la religión de ilusión, y antes de ellos lo hizo Kant.
Se arguye muchas veces -v.g. desde la filosofía analítica- que el creyente se atrinchera en una actitud dogmática porque no existen hechos que le hagan cambiar. Esto mismo podríamos decir de los ateos o los agnósticos. Pero, ¿hasta qué punto los hechos son decisivos en esta cuestión? Los hechos se interpretan y las interpretaciones divergen. Sea como fuere, la cuestión religiosa pertenece indefectiblemente al ámbito de la especulación, y tan razonables son unas posturas creyentes, como agnósticas o ateas.
Desde la crítica freudiana y también desde la marxista no se apuntaba a una certeza relativa a una verdad o falsedad de la religión, sino a unas funciones en el campo social y psíquico. «Marx y Freud insistieron en que esas funciones son alienantes (“opio para el pueblo”, “neurosis colectiva”) paralizan los esfuerzos de transformación del mundo, atan a la infancia e impiden la emancipación social y la madurez humana». Pero se puede observar en la religión una ambivalencia funcional: «la religión ha paralizado la lucha contra la injusticia, como ha alentado a ella […]». Digamos que la religión no es sólo bálsamo en el sufrimiento, «sino también protesta contra el sufrimiento y la indignidad […]».
El deseo humano es menesteroso: fantasea y anhela lo que no tiene. Y es el bien y la abundancia «que la vida también manifiesta los que el deseo querría eternizar y los símbolos de la religión prometen». La historia del dolor puede cancelarse con la supresión de la vida, pero «la vida (según advirtió Nietzsche en el poema retomado por Gustav Mahler en su Tercera Sinfonía), la vida misma pide eternidad, profunda eternidad».
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