Hacía cuatro días que navegábamos por la maravillosa e intimidante cuenca del Amazonas. Me había unido a un grupo de experimentados antropólogos y era la primera vez que viajaba a ese país. Viajábamos en una barcaza. Mis compañeros, ya acostumbrados a aquel viaje, leían algún libro o tomaban una siesta mientras yo intentaba captar todo con el lente de mi cámara. Sobre el río parecía haber una autopista aérea por donde pasaban todo tipo de bandadas. En la orilla que teníamos más cerca siempre había algo que se tiraba al agua a nuestro paso; a veces veía que era un caimán, una tortuga o una nutria, pero la mayoría de las veces solo escuchaba el chapoteo y después veía el agua agitándose. Luego de hacer muchos kilómetros por el Amazonas remontamos uno de sus tributarios. Este río era bastante angosto y en algunas partes parecía que la selva se iba a desbordar sobre el agua; en las barrancas se asomaban todo tipo de raíces y la fronda se inclinaba como si se hubiera detenido justo a tiempo. En esa parte la barcaza iba más lento porque existía el peligro de algún tronco sumergido.
Intuyo que después Lucía pensó que inventé aquello solo para hablar con ella, porque siguió conversando muy animada pero en voz baja y ya no mencionó el tema. Hasta yo empecé a creer que el cerebro me había engañado. Cuando dejamos de conversar porque una compañera nos interrumpió, me volví hacia la fronda y la contemplé largamente y, de nuevo apareció aquello. Esta vez no fue tan fugaz. Era una cara muy blanca pero tenía rasgos indígenas, no recuerdo que tuviera pelos ni que le viera otra parte del cuerpo. Me miró, sonrió asquerosamente ladeando un levemente la cara y después se adelantó un poco al lanzar un mordisco que sonó como la dentellada de un perro cerrándose en el aire. Debo haber quedado pálido. Por un momento no escuché ni las voces de los otros ni el ruido del motor de la barcaza. Cuando pude volteé hacia los otros. Aparentemente ninguno vio aquello. Y ya estábamos por llegar a la aldea indígena que era nuestro destino. Me preocupó que esa cosa (ya no tenía dudas de que era algo real) estuviera tan cerca de la aldea porque íbamos a pasar unos días allí.
Anclaron la barcaza frente a un puerto natural de greda roja que tenía un sendero medio escalonado que subía por una barranca alta. El capitán y sus tres ayudantes se quedaron en la barcaza. Los antropólogos fuimos hasta el puerto en un par de botes de goma. Mientras subíamos el sendero empinado tallado en la greda uno de los más veteranos comentó que era raro que no hubiera ningún indígena allí. Desde la barranca hasta las chozas había un buen trecho y caminamos por un sendero que iba por la selva. Era aterrador tener los árboles tan cerca porque temía que la cosa aquella se me apareciera de pronto. Cuando alcanzamos las chozas parecía que estaban vacías. Había una grande que era el equivalente a un salón comunal y de allí salían algunas voces. Cuando los indígenas nos notaron varios de ellos salieron agresivamente y empezaron a amenazarnos. Alcancé a ver que algunos nos espiaban desde adentro con cara de asustados. Los que salieron a nuestro encuentro tenían la mirada enloquecida y hablaban muy rápido. Los que los entendían enseguida trataron de calmarlos. Uno tensó al máximo su arco y me apuntó directamente en la cabeza. Creí que ese iba a ser mi fin. Y mis colegas sospechaban que esa tribu, que ahora era bastante pacífica, tenía un pasado donde fueron caníbales. Esa era una de las cosas que pretendían averiguar en esta nueva visita. Ese día descubrimos que aquel pasado no había quedado atrás. Por eso pensé que iba a morir allí y que nunca hallarían ni mis restos. Los que entendían su lengua intentaban razonar con ellos ignorando valientemente los machetes que se alzaban amenazantes. Lucía se abrazó a mí y cuando uno de los indígenas quiso separarla lo empujé y cayó al suelo. Creí que eso era lo último que iba a hacer pero no. El que me apuntaba desvió la mirada hacia la selva como si hubiera visto algo de pronto y noté el terror en sus ojos. El que derribé también quedó con la mirada clavada en un punto de la selva que rodeaba las chozas. Observé a los otros y a todos les pasaba lo mismo. Enseguida parece que el terror los dominó y corrieron para esconderse en la choza grande. Aprovechamos eso para marcharnos. Dejé que los otros tomaran primero el sendero. Cuando volteé hacia la aldea esta se encontraba rodeada de caras blancas que sobresalían de la espesura. Ya con la barcaza en marcha los que entendían aquella lengua nos dijeron que los indígenas creían que estaban siendo asediados por los fantasmas de una pequeña tribu que ellos habían matado y comido.
Hacía cuatro días que navegábamos por la maravillosa e intimidante cuenca del Amazonas. Me había unido a un grupo de experimentados antropólogos y era la primera vez que viajaba a ese país. Viajábamos en una barcaza. Mis compañeros, ya acostumbrados a aquel viaje, leían algún libro o tomaban una siesta mientras yo intentaba captar todo con el lente de mi cámara. Sobre el río parecía haber una autopista aérea por donde pasaban todo tipo de bandadas. En la orilla que teníamos más cerca siempre había algo que se tiraba al agua a nuestro paso; a veces veía que era un caimán, una tortuga o una nutria, pero la mayoría de las veces solo escuchaba el chapoteo y después veía el agua agitándose. Luego de hacer muchos kilómetros por el Amazonas remontamos uno de sus tributarios. Este río era bastante angosto y en algunas partes parecía que la selva se iba a desbordar sobre el agua; en las barrancas se asomaban todo tipo de raíces y la fronda se inclinaba como si se hubiera detenido justo a tiempo. En esa parte la barcaza iba más lento porque existía el peligro de algún tronco sumergido.
Intuyo que después Lucía pensó que inventé aquello solo para hablar con ella, porque siguió conversando muy animada pero en voz baja y ya no mencionó el tema. Hasta yo empecé a creer que el cerebro me había engañado. Cuando dejamos de conversar porque una compañera nos interrumpió, me volví hacia la fronda y la contemplé largamente y, de nuevo apareció aquello. Esta vez no fue tan fugaz. Era una cara muy blanca pero tenía rasgos indígenas, no recuerdo que tuviera pelos ni que le viera otra parte del cuerpo. Me miró, sonrió asquerosamente ladeando un levemente la cara y después se adelantó un poco al lanzar un mordisco que sonó como la dentellada de un perro cerrándose en el aire. Debo haber quedado pálido. Por un momento no escuché ni las voces de los otros ni el ruido del motor de la barcaza. Cuando pude volteé hacia los otros. Aparentemente ninguno vio aquello. Y ya estábamos por llegar a la aldea indígena que era nuestro destino. Me preocupó que esa cosa (ya no tenía dudas de que era algo real) estuviera tan cerca de la aldea porque íbamos a pasar unos días allí.
Anclaron la barcaza frente a un puerto natural de greda roja que tenía un sendero medio escalonado que subía por una barranca alta. El capitán y sus tres ayudantes se quedaron en la barcaza. Los antropólogos fuimos hasta el puerto en un par de botes de goma. Mientras subíamos el sendero empinado tallado en la greda uno de los más veteranos comentó que era raro que no hubiera ningún indígena allí. Desde la barranca hasta las chozas había un buen trecho y caminamos por un sendero que iba por la selva. Era aterrador tener los árboles tan cerca porque temía que la cosa aquella se me apareciera de pronto. Cuando alcanzamos las chozas parecía que estaban vacías. Había una grande que era el equivalente a un salón comunal y de allí salían algunas voces. Cuando los indígenas nos notaron varios de ellos salieron agresivamente y empezaron a amenazarnos. Alcancé a ver que algunos nos espiaban desde adentro con cara de asustados. Los que salieron a nuestro encuentro tenían la mirada enloquecida y hablaban muy rápido. Los que los entendían enseguida trataron de calmarlos. Uno tensó al máximo su arco y me apuntó directamente en la cabeza. Creí que ese iba a ser mi fin. Y mis colegas sospechaban que esa tribu, que ahora era bastante pacífica, tenía un pasado donde fueron caníbales. Esa era una de las cosas que pretendían averiguar en esta nueva visita. Ese día descubrimos que aquel pasado no había quedado atrás. Por eso pensé que iba a morir allí y que nunca hallarían ni mis restos. Los que entendían su lengua intentaban razonar con ellos ignorando valientemente los machetes que se alzaban amenazantes. Lucía se abrazó a mí y cuando uno de los indígenas quiso separarla lo empujé y cayó al suelo. Creí que eso era lo último que iba a hacer pero no. El que me apuntaba desvió la mirada hacia la selva como si hubiera visto algo de pronto y noté el terror en sus ojos. El que derribé también quedó con la mirada clavada en un punto de la selva que rodeaba las chozas. Observé a los otros y a todos les pasaba lo mismo. Enseguida parece que el terror los dominó y corrieron para esconderse en la choza grande. Aprovechamos eso para marcharnos. Dejé que los otros tomaran primero el sendero. Cuando volteé hacia la aldea esta se encontraba rodeada de caras blancas que sobresalían de la espesura. Ya con la barcaza en marcha los que entendían aquella lengua nos dijeron que los indígenas creían que estaban siendo asediados por los fantasmas de una pequeña tribu que ellos habían matado y comido.