Durante el día estuvo trabajando como peón en un deshierbo de plátanos en la chacra de don Eusebio Padilla. Allí había derrochado toda su energía. Su cuerpo estaba lánguido, sus brazos débiles; su espalda sensible por los ardientes rayos del sol que todo el día había soportado. La rudeza de la faena se apreciaba en su camisa al observarse dibujadas en ella grandes manchas salinas producidas por el sudor. Su agotamiento se debía a que don Godo Fernández les había fatigado todo el día en el trabajo; este peón tenía por costumbre agotarlos y cansarlos a sus compañeros cada vez que le daban la oportunidad de ser el capitán de la cuadrilla. Pues, en tantas jornadas lo elegían como tal, por que llegaba temprano al trabajo o cuando los vecinos lo contrataban para ese fin. Ese día a don Aníbal Mondragón le acompañó la mala racha, ya le tocaba los surcos más anchos, ya los más pedregosos o ya los más herbosos; tanta era la adversidad que hasta las piedras se rodaban a cada rato a sus pies, incluso, la lampa Pava, su querida compañera que nunca le fallaba, ese día saltó bruscamente sobre su pierna y le produjo un enorme corte y un intenso y agudo dolor que su corazón se le quedó cimbrando por un largo rato; de tal manera que la suerte ese día estaba echada para él. La fatiga le cundió igual que la nube gris cubre al otoño, oscureciendo por completo el silencioso mutismo que ya ocultaba en su ser.
Aníbal Mondragón de manera inhabitual, esa noche se dirigió a su alcoba más temprano que en las anteriores. Era frecuente en él, quedarse después de cenar entre una y dos horas planificando sus faenas cotidianas de cada semana o conversando anécdotas que les ocurrían a los peones en el trabajo; aunque hacía quince días que sus hábitos habían cambiado por completo, se quedaba solo un momento alrededor del fogón y allí permanecía mudo, pensativo y ensimismado hasta la hora que se retiraba a su lecho.
Fredesbinda Gamonal Vargas que así se llamaba su esposa, como de costumbre en las noches se quedaba en su cocina dos o tres horas junto a la lumbre pálida de un candil, ya para hilar su rueca, ya para ovillar las madejas, ya para torcer los hilos; mientras que en las rojas brasas del fogón se cocinaba el alimento típico de los peones para el día siguiente: el mote. O a veces se quedaba para abandonarse en sus obstinadas meditaciones, en sus tercos remordimientos o en sus acopiados rencores de antaño, que aprovechando la mansa tranquilidad del silencio y la inmensa soledad de la noche se entregaba a ese tipo de cavilaciones, hora tan propicia para ello.
Al día siguiente habrían peones en deshierbo de yuca abajo en la hoyada, en el fundo de la Taya.
Las horas de la noche pasaban lentas como las nubes nocturnas. Fredesbinda al escuchar el canto de un pájaro agorero que cruzó silbando muy cerca de su casa, su cuerpo súbitamente se espeluznó al sentir esa fría corriente de terror, inmediatamente despertó a sus hijas que dormían a su alrededor sobre los cueros de las borregas, las levantó y las condujo así medio dormidas hasta el dormitorio. Ingresando en él, los acostó en su cama y ella se metió a la diestra de su esposo dejando el lamparín prendido. Él no sintió su presencia, sin embargo minutos más tarde empezó a manotear, arrojar las cubrecamas y balbucir palabras inaudibles e ininteligibles; de esa manera dio inicio a la primera escena de su drama onírico. Pues, quién lo hubiese visto y oído a don Aníbal Mondragón botando los brazos y hablando disparatadas, hubiera pensado que estaba volviéndose loco o representando una actuación dramática; y, cada vez que la encontraran, se reirían de él hasta tener dolor de estómago.
Respuesta:
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Explicación:
Durante el día estuvo trabajando como peón en un deshierbo de plátanos en la chacra de don Eusebio Padilla. Allí había derrochado toda su energía. Su cuerpo estaba lánguido, sus brazos débiles; su espalda sensible por los ardientes rayos del sol que todo el día había soportado. La rudeza de la faena se apreciaba en su camisa al observarse dibujadas en ella grandes manchas salinas producidas por el sudor. Su agotamiento se debía a que don Godo Fernández les había fatigado todo el día en el trabajo; este peón tenía por costumbre agotarlos y cansarlos a sus compañeros cada vez que le daban la oportunidad de ser el capitán de la cuadrilla. Pues, en tantas jornadas lo elegían como tal, por que llegaba temprano al trabajo o cuando los vecinos lo contrataban para ese fin. Ese día a don Aníbal Mondragón le acompañó la mala racha, ya le tocaba los surcos más anchos, ya los más pedregosos o ya los más herbosos; tanta era la adversidad que hasta las piedras se rodaban a cada rato a sus pies, incluso, la lampa Pava, su querida compañera que nunca le fallaba, ese día saltó bruscamente sobre su pierna y le produjo un enorme corte y un intenso y agudo dolor que su corazón se le quedó cimbrando por un largo rato; de tal manera que la suerte ese día estaba echada para él. La fatiga le cundió igual que la nube gris cubre al otoño, oscureciendo por completo el silencioso mutismo que ya ocultaba en su ser.
Aníbal Mondragón de manera inhabitual, esa noche se dirigió a su alcoba más temprano que en las anteriores. Era frecuente en él, quedarse después de cenar entre una y dos horas planificando sus faenas cotidianas de cada semana o conversando anécdotas que les ocurrían a los peones en el trabajo; aunque hacía quince días que sus hábitos habían cambiado por completo, se quedaba solo un momento alrededor del fogón y allí permanecía mudo, pensativo y ensimismado hasta la hora que se retiraba a su lecho.
Fredesbinda Gamonal Vargas que así se llamaba su esposa, como de costumbre en las noches se quedaba en su cocina dos o tres horas junto a la lumbre pálida de un candil, ya para hilar su rueca, ya para ovillar las madejas, ya para torcer los hilos; mientras que en las rojas brasas del fogón se cocinaba el alimento típico de los peones para el día siguiente: el mote. O a veces se quedaba para abandonarse en sus obstinadas meditaciones, en sus tercos remordimientos o en sus acopiados rencores de antaño, que aprovechando la mansa tranquilidad del silencio y la inmensa soledad de la noche se entregaba a ese tipo de cavilaciones, hora tan propicia para ello.
Al día siguiente habrían peones en deshierbo de yuca abajo en la hoyada, en el fundo de la Taya.
Las horas de la noche pasaban lentas como las nubes nocturnas. Fredesbinda al escuchar el canto de un pájaro agorero que cruzó silbando muy cerca de su casa, su cuerpo súbitamente se espeluznó al sentir esa fría corriente de terror, inmediatamente despertó a sus hijas que dormían a su alrededor sobre los cueros de las borregas, las levantó y las condujo así medio dormidas hasta el dormitorio. Ingresando en él, los acostó en su cama y ella se metió a la diestra de su esposo dejando el lamparín prendido. Él no sintió su presencia, sin embargo minutos más tarde empezó a manotear, arrojar las cubrecamas y balbucir palabras inaudibles e ininteligibles; de esa manera dio inicio a la primera escena de su drama onírico. Pues, quién lo hubiese visto y oído a don Aníbal Mondragón botando los brazos y hablando disparatadas, hubiera pensado que estaba volviéndose loco o representando una actuación dramática; y, cada vez que la encontraran, se reirían de él hasta tener dolor de estómago.