Al principio no vi nada. Acostumbrados mis ojos a la oscuridad, se enceguecieron bruscamente al recibir la luz. Cuando pude abrirlos de nuevo, me quedé más estupefacto que maravillado.
-¡El mar! -exclamé.
-Sí -respondió mi tío-, el mar de Lidenbroch. Y me vanaglorio al pensar que ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto ni el derecho de darle mi nombre.
Una vasta extensión de agua, el principio de un lago o de un océano, se prolongaba más allá del horizonte visible. La orilla, sumamente escabrosa, ofrecía a las últimas ondulaciones de las olas que reventaban en ella, una arena fina, dorada, sembrada de esos pequeños caparazones donde vivieron los primeros seres de la creación. Las olas se rompían contra ella con ese murmullo sonoro peculiar de los grandes espacios cerrados, produciendo una espuma liviana que, arrastrada por un viento moderado, me salpicaba la cara. Sobre aquella playa ligeramente inclinada, a cien toesas, aproximadamente de la orilla del agua, venían a morir los contrafuertes de enormes rocas que, ensanchándose, se elevaban a una altura tremenda. Algunos de estos peñascos, cortando la playa con sus agudas aristas, formando cabos y promontorios que las olas carcomían. Más lejos. se perfilaba con gran claridad su enorme mole sobre el fondo brumoso del horizonte.
Al principio no vi nada. Acostumbrados mis ojos a la oscuridad, se enceguecieron bruscamente al recibir la luz. Cuando pude abrirlos de nuevo, me quedé más estupefacto que maravillado.
-¡El mar! -exclamé.
-Sí -respondió mi tío-, el mar de Lidenbroch. Y me vanaglorio al pensar que ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto ni el derecho de darle mi nombre.
Una vasta extensión de agua, el principio de un lago o de un océano, se prolongaba más allá del horizonte visible. La orilla, sumamente escabrosa, ofrecía a las últimas ondulaciones de las olas que reventaban en ella, una arena fina, dorada, sembrada de esos pequeños caparazones donde vivieron los primeros seres de la creación. Las olas se rompían contra ella con ese murmullo sonoro peculiar de los grandes espacios cerrados, produciendo una espuma liviana que, arrastrada por un viento moderado, me salpicaba la cara. Sobre aquella playa ligeramente inclinada, a cien toesas, aproximadamente de la orilla del agua, venían a morir los contrafuertes de enormes rocas que, ensanchándose, se elevaban a una altura tremenda. Algunos de estos peñascos, cortando la playa con sus agudas aristas, formando cabos y promontorios que las olas carcomían. Más lejos. se perfilaba con gran claridad su enorme mole sobre el fondo brumoso del horizonte.