Hasta 1898 España mantenía tres grandes y valiosas colonias: Cuba y Puerto Rico en el Caribe y el archipiélago de Filipinas en el Pacífico. El total de islas de este último superaba en número las 3.000. Su control era muy complejo para el gobierno español, ya que la piratería ejercía total hegemonía en esas aguas y su erradicación entrañaba dificultades. España se veía obligada a dedicar casi la totalidad de su precaria armada, pequeños cañoneros y cruceros ligeros a combatirla. Mientras tanto, la metrópoli se hallaba sumida en una grave crisis política desde el final del reinado de Isabel II. Alfonso XIII era aún un infante por lo que se encontraba al frente del país la regente, su madre, la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena, viuda del rey Alfonso XII, que ejercía su función junto a Mateo Sagasta, presidente del gobierno.
La inestabilidad política hacía del país una presa fácil. Las grandes potencias mundiales, ávidas de poder, se disputaban por razones económicas las colonias. El poder de un país era directamente proporcional a la cantidad y extensión territorial de cuantas de ellas poseía, imponiendo así su influencia y moneda.
Tras la Conferencia de Berlín de 1884-85 , en la que las potencias europeas se habían repartido sus áreas de expansión en África a fin de evitar una confrontación bélica entre ellas, teóricamente los ánimos debieran haber quedado calmados. Acuerdos similares habían delimitado territorios estratégicos en Asia y China, país cuya inminente desmembración solo impediría más tarde la I Guerra Mundial.
España se hallaba pues indefensa a merced del ansia colonizadora no solo de las potencias europeas sino también de EE.UU. que, en concreto, pugnaba por hacerse con Cuba , un apetitoso bocado por cuya adquisición suspiraban varios presidentes estadounidenses. John Quincy Adams, James Polk, James Buchanan y Ulisses Grant habían pujado sin éxito hasta la fecha. España rechazaba sistemáticamente las ofertas de compra. La posesión de Cuba no se limitaba a una cuestión de prestigio, ya que era una de sus colonias más fructíferas. La isla poseía un fuerte valor económico, a la par que una estratégica ubicación geográfica.
Pero el pueblo cubano había desarrollado un fuerte sentimiento nacional: España ahogaba sus expectativas políticas y comerciales, y le coaccionaba comercialmente al prohibirle el intercambio de sus materias primas, fundamentalmente el azúcar de caña con EE.UU. y otras potencias. La legislación española cercenaba el poder de la burguesía industrial y comercial cubanas. El pueblo cubano inició entonces una cruzada en pro de conseguir su independencia.
EE.UU., siempre al acecho, aprovechó para tomar la alternativa y con la excusa de acudir en defensa de los intereses de los residentes estadounidenses en la isla, envió a La Habana el Maine , un acorazado de segunda clase. La intención inicial del vicesecretario de marina, al frente del Departamento de la Armada, Theodore Roosevelt era amedrentar a España, harto de los reiterados rechazos de sus propuestas para hacerse no solo con esta isla sino también con Puerto Rico. El 25 de enero de 1898 el Maine franquea el puerto de La Habana sin previo aviso, vulnerando premeditadamente los acuerdos diplomáticos en curso. La respuesta del gobierno español es inmediata, procediendo al envío del crucero Vizcaya al puerto de Nueva York.
El 15 de febrero de 1898 el Maine salta por los aires y fallecen 256 de sus 355 tripulantes. Sobrevive solo una parte de la tripulación que, irónicamente, asistía a un baile que las autoridades españolas celebraban en su honor.
La prensa estadounidense, con William Randolph Hearst al frente, condena a España. El hábil magnate de la industria mediática no duda en predisponer a la opinión pública estadounidense en contra del enemigo español.
La autoridad del suceso jamás pudo ser demostrada pero España, en el ojo del huracán, se ve abocada a un conflicto tan previsible como inevitable.
El presidente William McKinley, al frente de EE.UU., declara la guerra a España. George Dewey, su comodoro, recibe órdenes claras: su escuadra asiática debe destruir a la armada española en Filipinas, congregada en la bahía de Manila, en el puerto de Cavite.
Respuesta:
Hasta 1898 España mantenía tres grandes y valiosas colonias: Cuba y Puerto Rico en el Caribe y el archipiélago de Filipinas en el Pacífico. El total de islas de este último superaba en número las 3.000. Su control era muy complejo para el gobierno español, ya que la piratería ejercía total hegemonía en esas aguas y su erradicación entrañaba dificultades. España se veía obligada a dedicar casi la totalidad de su precaria armada, pequeños cañoneros y cruceros ligeros a combatirla. Mientras tanto, la metrópoli se hallaba sumida en una grave crisis política desde el final del reinado de Isabel II. Alfonso XIII era aún un infante por lo que se encontraba al frente del país la regente, su madre, la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena, viuda del rey Alfonso XII, que ejercía su función junto a Mateo Sagasta, presidente del gobierno.
La inestabilidad política hacía del país una presa fácil. Las grandes potencias mundiales, ávidas de poder, se disputaban por razones económicas las colonias. El poder de un país era directamente proporcional a la cantidad y extensión territorial de cuantas de ellas poseía, imponiendo así su influencia y moneda.
Tras la Conferencia de Berlín de 1884-85 , en la que las potencias europeas se habían repartido sus áreas de expansión en África a fin de evitar una confrontación bélica entre ellas, teóricamente los ánimos debieran haber quedado calmados. Acuerdos similares habían delimitado territorios estratégicos en Asia y China, país cuya inminente desmembración solo impediría más tarde la I Guerra Mundial.
España se hallaba pues indefensa a merced del ansia colonizadora no solo de las potencias europeas sino también de EE.UU. que, en concreto, pugnaba por hacerse con Cuba , un apetitoso bocado por cuya adquisición suspiraban varios presidentes estadounidenses. John Quincy Adams, James Polk, James Buchanan y Ulisses Grant habían pujado sin éxito hasta la fecha. España rechazaba sistemáticamente las ofertas de compra. La posesión de Cuba no se limitaba a una cuestión de prestigio, ya que era una de sus colonias más fructíferas. La isla poseía un fuerte valor económico, a la par que una estratégica ubicación geográfica.
Pero el pueblo cubano había desarrollado un fuerte sentimiento nacional: España ahogaba sus expectativas políticas y comerciales, y le coaccionaba comercialmente al prohibirle el intercambio de sus materias primas, fundamentalmente el azúcar de caña con EE.UU. y otras potencias. La legislación española cercenaba el poder de la burguesía industrial y comercial cubanas. El pueblo cubano inició entonces una cruzada en pro de conseguir su independencia.
EE.UU., siempre al acecho, aprovechó para tomar la alternativa y con la excusa de acudir en defensa de los intereses de los residentes estadounidenses en la isla, envió a La Habana el Maine , un acorazado de segunda clase. La intención inicial del vicesecretario de marina, al frente del Departamento de la Armada, Theodore Roosevelt era amedrentar a España, harto de los reiterados rechazos de sus propuestas para hacerse no solo con esta isla sino también con Puerto Rico. El 25 de enero de 1898 el Maine franquea el puerto de La Habana sin previo aviso, vulnerando premeditadamente los acuerdos diplomáticos en curso. La respuesta del gobierno español es inmediata, procediendo al envío del crucero Vizcaya al puerto de Nueva York.
El 15 de febrero de 1898 el Maine salta por los aires y fallecen 256 de sus 355 tripulantes. Sobrevive solo una parte de la tripulación que, irónicamente, asistía a un baile que las autoridades españolas celebraban en su honor.
La prensa estadounidense, con William Randolph Hearst al frente, condena a España. El hábil magnate de la industria mediática no duda en predisponer a la opinión pública estadounidense en contra del enemigo español.
La autoridad del suceso jamás pudo ser demostrada pero España, en el ojo del huracán, se ve abocada a un conflicto tan previsible como inevitable.
El presidente William McKinley, al frente de EE.UU., declara la guerra a España. George Dewey, su comodoro, recibe órdenes claras: su escuadra asiática debe destruir a la armada española en Filipinas, congregada en la bahía de Manila, en el puerto de Cavite.
Las fuerzas navales españolas se reducían
Explicación:
ME DAS CORONITA PORFIIIII