valentin1218que1. Cuando nos sentimos abatidos por la tristeza
La tristeza puede llegar en cualquier momento de la vida. Las formas en las que se reacciona frente a ella varían de acuerdo a la edad y la situación en la que nos encontremos. Seguramente nadie se salvará de sentirse triste en algún punto de su vida, pero lo que sí es seguro es que Dios no es indiferente a nuestro dolor. Él, al igual que un padre o una madre, se preocupa por sus hijos y se manifiesta a través de otras personas para hacernos sentir mejor. El dolor en ocasiones nos convierte en ciegos renegadores de Dios y no nos permite ver que hay muchas situaciones de nuestra vida que están llenas de la misericordia y el consuelo de Dios. En ocasiones nos sentimos agotados y tendemos a perder la esperanza, creemos que los problemas no tienen solución o que simplemente nada será suficiente para que volvamos a recobrar la felicidad. En esos momentos es importante tener en cuenta que Dios no nos da la espalda, no nos abandona, no flaquea como lo hacemos nosotros, Él es firme en sus promesas. «Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados» (Mateo 5, 4).
2. Cuando cometemos un pecados
Imaginemos que somos un vaso con agua pura. A medida que pecamos el agua se turbia y se vuelve negra, ya no somos nosotros, es el pecado quien habita en nuestro corazón. La misericordia de Dios nos brinda la oportunidad de volver a ser esa agua pura y transparente, todos los días y casi a cualquier hora. La confesión es el sacramento divino que Dios nos ha otorgado para redimir nuestros pecados, para descargar todo el peso que llevamos a cuestas, es la oportunidad perfecta para volver a empezar. Acudir a este sacramento no es signo de debilidad, como muchos suelen pensar, al contrario, nos hace más fuertes pues tenemos el valor de reconocernos débiles y pecadores, con sed y hambre de Dios. A nadie le gusta hacer una lista de debilidades y errores, para nadie es fácil tener que decirlos en voz alta, pero es el medio más efectivo para estar en verdadera paz con Dios y con nosotros mismos. Es casi como darnos un buen duchazo: entramos al confesionario sucios hasta la coronilla y salimos de él limpios y relucientes. Enfrentar nuestros pecados no es fácil, pero es la única manera de aceptar la ayuda de Dios. En medio de nuestra miseria es cuando más se manifiesta la misericordia de Dios por el arrepentimiento y la necesidad de volver a la casa del Padre.
3. Cuando Dios nos da la oportunidad de recuperarnos de alguna enfermedad
Podemos ser nosotros mismos quienes en este preciso momento padezcamos alguna grave enfermedad, pueden ser nuestros familiares o amigos. Es un tema muy difícil y doloroso. Frente a él es importante recordar que Dios en su insondable misericordia nos da dos oportunidades. La primera es la de ser testimonio de fe y valentía enfrentando nuestra enfermedad como medio de purificación y no haciendo de ella una carga sino un ejemplo de vida. Muchos santos ofrecían sus dolores a Dios e intentaban hacer de su vida un verdadero testimonio de entrega y amor. La otra oportunidad es la cura. La cura por la cual rezamos todos, cuando milagrosamente Dios posa su misericordia en nosotros y nos susurra al oído: «levántate y anda» (Juan 11, 1-43). La enfermedad puede acompañarnos desde el nacimiento, puede aparecer en plena juventud o visitarnos cuando ya no nos quedan tantas fuerzas, en cualquier etapa de vida la misericordia de Dios se puede manifestar: el milagro puede ocurrir en un recién nacido, en un niño con leucemia, en un joven o en un anciano. A nadie se le da un manual para enfrentar la enfermedad, pero a todos se nos da la oportunidad de acudir a la misericordia de Dios. Aceptarla es otro reto. Algunos pensarán “pero, ¿quién no quiere la misericordia de Dios?”. Como seres humanos nos cuesta aceptar nuestra fragilidad y la necesidad de ser ayudados, podemos llegar a un estado de negación y tomar la actitud errada de sentir que Dios juega con nuestros sentimientos en circunstancias como estas que prueban realmente nuestra fe. La enfermedad puede ser ese empujón que necesitábamos para llegar a ser más fuertes y darnos cuenta de lo que somos capaces de lograr.
La tristeza puede llegar en cualquier momento de la vida. Las formas en las que se reacciona frente a ella varían de acuerdo a la edad y la situación en la que nos encontremos. Seguramente nadie se salvará de sentirse triste en algún punto de su vida, pero lo que sí es seguro es que Dios no es indiferente a nuestro dolor. Él, al igual que un padre o una madre, se preocupa por sus hijos y se manifiesta a través de otras personas para hacernos sentir mejor. El dolor en ocasiones nos convierte en ciegos renegadores de Dios y no nos permite ver que hay muchas situaciones de nuestra vida que están llenas de la misericordia y el consuelo de Dios. En ocasiones nos sentimos agotados y tendemos a perder la esperanza, creemos que los problemas no tienen solución o que simplemente nada será suficiente para que volvamos a recobrar la felicidad. En esos momentos es importante tener en cuenta que Dios no nos da la espalda, no nos abandona, no flaquea como lo hacemos nosotros, Él es firme en sus promesas. «Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados» (Mateo 5, 4).
2. Cuando cometemos un pecadosImaginemos que somos un vaso con agua pura. A medida que pecamos el agua se turbia y se vuelve negra, ya no somos nosotros, es el pecado quien habita en nuestro corazón. La misericordia de Dios nos brinda la oportunidad de volver a ser esa agua pura y transparente, todos los días y casi a cualquier hora. La confesión es el sacramento divino que Dios nos ha otorgado para redimir nuestros pecados, para descargar todo el peso que llevamos a cuestas, es la oportunidad perfecta para volver a empezar. Acudir a este sacramento no es signo de debilidad, como muchos suelen pensar, al contrario, nos hace más fuertes pues tenemos el valor de reconocernos débiles y pecadores, con sed y hambre de Dios. A nadie le gusta hacer una lista de debilidades y errores, para nadie es fácil tener que decirlos en voz alta, pero es el medio más efectivo para estar en verdadera paz con Dios y con nosotros mismos. Es casi como darnos un buen duchazo: entramos al confesionario sucios hasta la coronilla y salimos de él limpios y relucientes. Enfrentar nuestros pecados no es fácil, pero es la única manera de aceptar la ayuda de Dios. En medio de nuestra miseria es cuando más se manifiesta la misericordia de Dios por el arrepentimiento y la necesidad de volver a la casa del Padre.
3. Cuando Dios nos da la oportunidad de recuperarnos de alguna enfermedadPodemos ser nosotros mismos quienes en este preciso momento padezcamos alguna grave enfermedad, pueden ser nuestros familiares o amigos. Es un tema muy difícil y doloroso. Frente a él es importante recordar que Dios en su insondable misericordia nos da dos oportunidades. La primera es la de ser testimonio de fe y valentía enfrentando nuestra enfermedad como medio de purificación y no haciendo de ella una carga sino un ejemplo de vida. Muchos santos ofrecían sus dolores a Dios e intentaban hacer de su vida un verdadero testimonio de entrega y amor. La otra oportunidad es la cura. La cura por la cual rezamos todos, cuando milagrosamente Dios posa su misericordia en nosotros y nos susurra al oído: «levántate y anda» (Juan 11, 1-43). La enfermedad puede acompañarnos desde el nacimiento, puede aparecer en plena juventud o visitarnos cuando ya no nos quedan tantas fuerzas, en cualquier etapa de vida la misericordia de Dios se puede manifestar: el milagro puede ocurrir en un recién nacido, en un niño con leucemia, en un joven o en un anciano. A nadie se le da un manual para enfrentar la enfermedad, pero a todos se nos da la oportunidad de acudir a la misericordia de Dios. Aceptarla es otro reto. Algunos pensarán “pero, ¿quién no quiere la misericordia de Dios?”. Como seres humanos nos cuesta aceptar nuestra fragilidad y la necesidad de ser ayudados, podemos llegar a un estado de negación y tomar la actitud errada de sentir que Dios juega con nuestros sentimientos en circunstancias como estas que prueban realmente nuestra fe. La enfermedad puede ser ese empujón que necesitábamos para llegar a ser más fuertes y darnos cuenta de lo que somos capaces de lograr.