Érase una vez tres ancianos muy amigos que, además de tener en común su gran inteligencia y saber, eran todos ellos ciegos.
Estando un día reunidos cerca del río y charlando sobre sus saberes, de repente, escucharon un estruendo. Uno de los tres ancianos gritó, preguntando ‘¿Quién anda ahí?’
Por fortuna para ellos, quien venía no era más que un viajero acompañado por su mascota, un pacífico pero enorme elefante.
'Perdonen si les asusté'. - dijo el viajero. 'Mi elefante y yo nos hemos acercado al río para beber'.
Los tres sabios, al oír que estaban cerca de un elefante, no pudieron contener su gran emoción, preguntando uno de ellos ‘¿Un elefante? ¿he oido bien?’.
El viajero se fijó en que los tres eran ciegos y que, por lo tanto, no podían haberse percatado del animal pese a su gran tamaño.
'Habíamos oído hablar de ellos, pero nunca habíamos tenido la ocasión de tener a un elefante tan cerca de nosotros'. Dijo otro anciano. '¿Podemos tocarlo?'.
Viendo la curiosidad de los tres ancianos el viajero aceptó que acariciaran a su mascota.
Los tres ancianos se levantaron y tocaron al animal.
'¡Un elefante es como una enorme columna!' Dijo el primer anciano mientras acariciaba la pata del cuadrúpedo.
'¿Qué dices, amigo mío? ¡Un elefante es como un abanico, que te refresca con una delicada brisa!' Dijo el segundo, mientras palpaba las orejas.
'Los dos estáis equivocados'. dijo el tercero, tocando la trompa. 'Un elefante es como una anguila, o una serpiente, largo y grueso'.
Mientras los tres ancianos comentaban lo que tocaban, el dueño del animal se quedaba pensando cómo de curioso era que tres personas estuvieran tocando el mismo elefante y llegaran a conclusiones tan diferentes.
Moraleja: las personas opinamos en función de lo que conocemos y experimentamos, por ello podemos llegar a conclusiones tan diferentes. Se debe tratar tener una visión más holística de las cosas. La verdad absoluta no existe.
2. Los dos perros del cazador
Un hombre vivía en el campo con sus dos perros. Uno de ellos ayudaba al hombre cuando salía de caza, mientras que el otro se encargaba de vigilar la vivienda en su ausencia.
El perro cazador disfrutaba al ir de cacería, aunque siempre volvía agotado. Su misión era detectar presas. A veces lo conseguía y, otras, por desgracia, no conseguía encontrar a ninguna.
Los días que no conseguía presa alguna se sentía muy decepcionado, pensando en el gran esfuerzo invertido para nada pero, cuando tenía suerte, se sentía realmente realizado.
Cuando volvían a casa, el perro guardián les venía a recibir de forma muy alegre, recibiendo de forma efusiva a su dueño, lamiéndole la cara y moviendo la colita.
Estando en casa el amo y los dos perros, venía el momento de la cena. Si habían logrado cazar algo, el dueño, quien era muy generoso, siempre les daba una pieza de la cacería a cada una de sus mascotas.
Así pues, tanto el perro cazador como el guardián eran igualmente recompensados y, claro, el primero no estaba de acuerdo con ello, dado que era él quien había trabajado para obtener la comida para los dos.
Un día, harto, el perro cazador le dijo al perro guardián:
'¡Me ofende lo que está pasando! ¡Yo cada día de caza ayudando al amo para que, al volver, tú, después de un día de no hacer nada, recibas tan ricamente un buen plato de lo que yo he conseguio!'
Al oír esto, el perro guardián le contestó:
'Amigo, tienes toda la razón del mundo, pero, ¿qué quieres que haga? A mí me han adiestrado para vigilar la casa. Si quieres quejarte, quéjate al amo, que a fin de cuentas es él quien reparte los bienes indistintamente de nuestro trabajo'.
Pese al enfado del perro cazador ante la situación, lo cierto era que el perro guardián había dado en el clavo. Si se quejaba, que fuera para con el amo, y así lo hizo. Le explicó a su dueño lo que pensaba y, el hombre lo entendió.
Desde entonces, empezó a entrenar al perro guardián para ser un gran perdiguero y, luego, lo sacó a entrenar junto con el otro perro para que se ganara la cena.
Moraleja: en la vida, no todo se regala. Hay que aprender a trabajar duro para recibir una buena recompensa a cambio.
Era una vez una granja en la que convivían muchos animales. En particular, había dos que se consideraban grandes amigos. Se trataba de dos gallos que desde que eran polluelos se llevaban muy bien. Se turnaban para cantar por las mañanas, compartían la tarea de dirigir el corral y su relación era muy cordial.
Sucedió que un día llegó una gallina nueva, tan hermosa y de mirada tan penetrante, que enamoró a los dos gallos a primera vista. Cada día, los gallos intentaban llamar su atención y la colmaban de detalles. Si uno le lanzaba un piropo, el otro le regalaba los mejores granos de maíz del comedero. Si uno cantaba bien, su contrincante en el amor intentaba hacerlo más alto para demostrarle la potencia de su voz.
Lo que empezó como un juego acabó convirtiéndose en una auténtica rivalidad. Los gallos empezaron a insultarse y a ignorarse cuando la gallina estaba cerca de ellos. Su amistad se resintió tanto, que un día decidieron que la única solución era organizar una pelea. Quien se alzara vencedor, tendría el derecho de conquistar a la linda gallinita.
Salieron al jardín y se liaron a empujones y picotazos hasta que uno de ellos ganó la contienda. Muy ufano, se subió al tejado mientras el otro se alejaba llorando de pena y con un ojo morado. En vez de conmoverse por la tristeza de su amigo, el ganador, desde allí arriba, comenzó a cantar y a vociferar a los cuatro vientos que era el más fuerte del corral y que no había rival que pudiera derrotarle. Tanto gritó, que un buitre que andaba por allí oyó todas esas tonterías y, a la velocidad del rayo, se lanzó muy enfadado sobre él, derribándole de un golpe con su ala gigante. El gallo cayó al suelo malherido y con su orgullo por los suelos. Todos en la granja se rieron de él y, a partir de ese día, aprendió a ser más noble y respetuoso con los demás.
Moraleja: si alguna vez salimos triunfadores de alguna situación, debemos ser humildes y modestos. Comportarnos de manera soberbia, creyéndonos mejores que los demás, suele tener malas consecuencias.
2En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa y vanidosa, que no cesaba de pregonar que ella era el animal más veloz del bosque, y que se pasaba el día burlándose de la lentitud de la tortuga.
- ¡Eh, tortuga, no corras tanto! Decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, a la tortuga se le ocurrió hacerle una inusual apuesta a la
- Liebre, ¿vamos hacer una carrera? Estoy segura de poder ganarte.
- ¿A mí? Preguntó asombrada la liebre.
- Sí, sí, a ti, dijo la tortuga. Pongamos nuestras apuestas y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy engreída, aceptó la apuesta prontamente.
Así que todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. El búho ha sido el responsable de señalizar los puntos de partida y de llegada. Y así empezó la carrera:
Astuta y muy confiada en sí misma, la liebre salió corriendo, y la tortuga se quedó atrás, tosiendo y envuelta en una nube de polvo. Cuando empezó a andar, la liebre ya se había perdido de vista. Sin importarle la ventaja que tenía la liebre sobre ella, la tortuga seguía su ritmo, sin parar.
La liebre, mientras tanto, confiando en que la tortuga tardaría mucho en alcanzarla, se detuvo a la mitad del camino ante un frondoso y verde árbol, y se puso a descansar antes de terminar la carrera. Allí se quedó dormida, mientras la tortuga seguía caminando, paso tras paso, lentamente, pero sin detenerse.
No se sabe cuánto tiempo la liebre se quedó dormida, pero cuando ella se despertó, vio con pavor que la tortuga se encontraba a tan solo tres pasos de la meta. En un sobresalto, salió corriendo con todas sus fuerzas, pero ya era muy tarde: ¡la tortuga había alcanzado la meta y ganado la carrera!
Ese día la liebre aprendió, en medio de una gran humillación, que no hay que burlarse jamás de los demás. También aprendió que el exceso de confianza y de vanidad, es un obstáculo para alcanzar nuestros objetivos. Y que nadie, absolutamente nadie, es mejor que nadie.
Esta fábula enseña a los niños que no hay que burlarse jamás de los demás y que el exceso de confianza puede ser un obstáculo para
Respuesta:
1. Los tres ciegos y el elefante
Érase una vez tres ancianos muy amigos que, además de tener en común su gran inteligencia y saber, eran todos ellos ciegos.
Estando un día reunidos cerca del río y charlando sobre sus saberes, de repente, escucharon un estruendo. Uno de los tres ancianos gritó, preguntando ‘¿Quién anda ahí?’
Por fortuna para ellos, quien venía no era más que un viajero acompañado por su mascota, un pacífico pero enorme elefante.
'Perdonen si les asusté'. - dijo el viajero. 'Mi elefante y yo nos hemos acercado al río para beber'.
Los tres sabios, al oír que estaban cerca de un elefante, no pudieron contener su gran emoción, preguntando uno de ellos ‘¿Un elefante? ¿he oido bien?’.
El viajero se fijó en que los tres eran ciegos y que, por lo tanto, no podían haberse percatado del animal pese a su gran tamaño.
'Habíamos oído hablar de ellos, pero nunca habíamos tenido la ocasión de tener a un elefante tan cerca de nosotros'. Dijo otro anciano. '¿Podemos tocarlo?'.
Viendo la curiosidad de los tres ancianos el viajero aceptó que acariciaran a su mascota.
Los tres ancianos se levantaron y tocaron al animal.
'¡Un elefante es como una enorme columna!' Dijo el primer anciano mientras acariciaba la pata del cuadrúpedo.
'¿Qué dices, amigo mío? ¡Un elefante es como un abanico, que te refresca con una delicada brisa!' Dijo el segundo, mientras palpaba las orejas.
'Los dos estáis equivocados'. dijo el tercero, tocando la trompa. 'Un elefante es como una anguila, o una serpiente, largo y grueso'.
Mientras los tres ancianos comentaban lo que tocaban, el dueño del animal se quedaba pensando cómo de curioso era que tres personas estuvieran tocando el mismo elefante y llegaran a conclusiones tan diferentes.
Moraleja: las personas opinamos en función de lo que conocemos y experimentamos, por ello podemos llegar a conclusiones tan diferentes. Se debe tratar tener una visión más holística de las cosas. La verdad absoluta no existe.
2. Los dos perros del cazador
Un hombre vivía en el campo con sus dos perros. Uno de ellos ayudaba al hombre cuando salía de caza, mientras que el otro se encargaba de vigilar la vivienda en su ausencia.
El perro cazador disfrutaba al ir de cacería, aunque siempre volvía agotado. Su misión era detectar presas. A veces lo conseguía y, otras, por desgracia, no conseguía encontrar a ninguna.
Los días que no conseguía presa alguna se sentía muy decepcionado, pensando en el gran esfuerzo invertido para nada pero, cuando tenía suerte, se sentía realmente realizado.
Cuando volvían a casa, el perro guardián les venía a recibir de forma muy alegre, recibiendo de forma efusiva a su dueño, lamiéndole la cara y moviendo la colita.
Estando en casa el amo y los dos perros, venía el momento de la cena. Si habían logrado cazar algo, el dueño, quien era muy generoso, siempre les daba una pieza de la cacería a cada una de sus mascotas.
Así pues, tanto el perro cazador como el guardián eran igualmente recompensados y, claro, el primero no estaba de acuerdo con ello, dado que era él quien había trabajado para obtener la comida para los dos.
Un día, harto, el perro cazador le dijo al perro guardián:
'¡Me ofende lo que está pasando! ¡Yo cada día de caza ayudando al amo para que, al volver, tú, después de un día de no hacer nada, recibas tan ricamente un buen plato de lo que yo he conseguio!'
Al oír esto, el perro guardián le contestó:
'Amigo, tienes toda la razón del mundo, pero, ¿qué quieres que haga? A mí me han adiestrado para vigilar la casa. Si quieres quejarte, quéjate al amo, que a fin de cuentas es él quien reparte los bienes indistintamente de nuestro trabajo'.
Pese al enfado del perro cazador ante la situación, lo cierto era que el perro guardián había dado en el clavo. Si se quejaba, que fuera para con el amo, y así lo hizo. Le explicó a su dueño lo que pensaba y, el hombre lo entendió.
Desde entonces, empezó a entrenar al perro guardián para ser un gran perdiguero y, luego, lo sacó a entrenar junto con el otro perro para que se ganara la cena.
Moraleja: en la vida, no todo se regala. Hay que aprender a trabajar duro para recibir una buena recompensa a cambio.
Respuesta:
1 fábula de La Fontaine
Era una vez una granja en la que convivían muchos animales. En particular, había dos que se consideraban grandes amigos. Se trataba de dos gallos que desde que eran polluelos se llevaban muy bien. Se turnaban para cantar por las mañanas, compartían la tarea de dirigir el corral y su relación era muy cordial.
Sucedió que un día llegó una gallina nueva, tan hermosa y de mirada tan penetrante, que enamoró a los dos gallos a primera vista. Cada día, los gallos intentaban llamar su atención y la colmaban de detalles. Si uno le lanzaba un piropo, el otro le regalaba los mejores granos de maíz del comedero. Si uno cantaba bien, su contrincante en el amor intentaba hacerlo más alto para demostrarle la potencia de su voz.
Lo que empezó como un juego acabó convirtiéndose en una auténtica rivalidad. Los gallos empezaron a insultarse y a ignorarse cuando la gallina estaba cerca de ellos. Su amistad se resintió tanto, que un día decidieron que la única solución era organizar una pelea. Quien se alzara vencedor, tendría el derecho de conquistar a la linda gallinita.
Salieron al jardín y se liaron a empujones y picotazos hasta que uno de ellos ganó la contienda. Muy ufano, se subió al tejado mientras el otro se alejaba llorando de pena y con un ojo morado. En vez de conmoverse por la tristeza de su amigo, el ganador, desde allí arriba, comenzó a cantar y a vociferar a los cuatro vientos que era el más fuerte del corral y que no había rival que pudiera derrotarle. Tanto gritó, que un buitre que andaba por allí oyó todas esas tonterías y, a la velocidad del rayo, se lanzó muy enfadado sobre él, derribándole de un golpe con su ala gigante. El gallo cayó al suelo malherido y con su orgullo por los suelos. Todos en la granja se rieron de él y, a partir de ese día, aprendió a ser más noble y respetuoso con los demás.
Moraleja: si alguna vez salimos triunfadores de alguna situación, debemos ser humildes y modestos. Comportarnos de manera soberbia, creyéndonos mejores que los demás, suele tener malas consecuencias.
2En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa y vanidosa, que no cesaba de pregonar que ella era el animal más veloz del bosque, y que se pasaba el día burlándose de la lentitud de la tortuga.
- ¡Eh, tortuga, no corras tanto! Decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, a la tortuga se le ocurrió hacerle una inusual apuesta a la
- Liebre, ¿vamos hacer una carrera? Estoy segura de poder ganarte.
- ¿A mí? Preguntó asombrada la liebre.
- Sí, sí, a ti, dijo la tortuga. Pongamos nuestras apuestas y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy engreída, aceptó la apuesta prontamente.
Así que todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. El búho ha sido el responsable de señalizar los puntos de partida y de llegada. Y así empezó la carrera:
Astuta y muy confiada en sí misma, la liebre salió corriendo, y la tortuga se quedó atrás, tosiendo y envuelta en una nube de polvo. Cuando empezó a andar, la liebre ya se había perdido de vista. Sin importarle la ventaja que tenía la liebre sobre ella, la tortuga seguía su ritmo, sin parar.
La liebre, mientras tanto, confiando en que la tortuga tardaría mucho en alcanzarla, se detuvo a la mitad del camino ante un frondoso y verde árbol, y se puso a descansar antes de terminar la carrera. Allí se quedó dormida, mientras la tortuga seguía caminando, paso tras paso, lentamente, pero sin detenerse.
No se sabe cuánto tiempo la liebre se quedó dormida, pero cuando ella se despertó, vio con pavor que la tortuga se encontraba a tan solo tres pasos de la meta. En un sobresalto, salió corriendo con todas sus fuerzas, pero ya era muy tarde: ¡la tortuga había alcanzado la meta y ganado la carrera!
Ese día la liebre aprendió, en medio de una gran humillación, que no hay que burlarse jamás de los demás. También aprendió que el exceso de confianza y de vanidad, es un obstáculo para alcanzar nuestros objetivos. Y que nadie, absolutamente nadie, es mejor que nadie.
Esta fábula enseña a los niños que no hay que burlarse jamás de los demás y que el exceso de confianza puede ser un obstáculo para
Explicación:
dame corona