4-En mi cuaderno redacto un cuento de la manera más creativa posible. Utilizó trama conversacional y narrativa, además de sinónimos para evitar repeticiones. Palabras en mayúscula cuando si las requieran.
En el primero derecha, vivían doña Águeda y don Cecilio, dos venerables ancianos más conocidos entre sus vecinos como los marcapasos. Tenía este apodo el origen en que ambos llevaban implantado este mecanismo para intentar frenar el envejecimiento de sendos corazones que estaban empezando a querer dejar de latir. Porque si de algo pecaban doña Águeda y don Cecilio -siempre muy amables con todos los vecinos y aun con nosotros- era de anhelar la inmortalidad, de su empecinada obstinación por resistirse al inexorable paso del tiempo.
Cuentan que doña Águeda y don Cecilio fueron en sus tiempos mozos atractiva pareja de cantantes y bailarines que gozó de cierta fama. Actuaban para público selecto, para extranjeros (fueron de los primeros en cantar en inglés, razón por la que nosotros también los llamábamos los pacemakers) y hasta grabaron un disco y actuaron en varias películas. Decían que fueron geniales, los mejores sin duda, en diversos géneros: canción española, bailes tropicales, flamenco, tap-dancing a lo Fred Astaire, cabaret de entreguerras, canción melódica francesa y hasta algo del primer rock. Pero lo bueno como viene se va, y tras veinte años de intensa dedicación artística, doña Águeda y don Cecilio empezaron a habitar en el olvido de los empresarios de espectáculos: su apoderado (en esa época aún no se llamaban managers) los dejó por otra pareja artística, mediocre pero más joven; el público empezó a darles la espalda y a quejarse de que siempre hacían los mismos números; y los empresarios mismos, aunque los halagaban con vanas palabras, en el último momento no los contrataban. Y el dinero que ganaron se fue como habían vivido: deprisa. Y, a diferencia de otros muchos de su gremio, ellos no se quedaron en la calle sino en uno de nuestros pisos, pues nuestros mayores -grandes seguidores de la pareja (aún no se llamaban fans, pues era gente cuerda)- se apiadaron de ellos y les concedieron el alquiler de un piso del edificio.
Situados en una posición algo menos dramática de la que parecía augurar su prematura caída, doña Águeda y don Cecilio se rehicieron. Aprovecharon su ubicación en un barrio con clase para dedicarse a dar clases de canto y baile a los hijos e hijas de familias pudientes que adoraron a la pareja en su tiempo de gloria. Y todo esto les animó a no envejecer. Él iba siempre impecablemente vestido, con trajes de crooner o chanteur a lo Frank Sinatra, Maurice Chevalier o Yves Montand, con sombrero de music-hall y bastón labrado, y hasta se atrevía con mallas de baile, como si fuera a participar en un decadente remake de Cabaret. Pero ella no le iba a la zaga: aún trataba de lucir vestidos ajustados y provocadores que ella llamaba, con una nueva palabra aprendida, sexys; o bien se exhibía con vaporosos tules y aparatosos foulards; disimulaba vanamente sus innumerables arrugas con kilos de maquillaje; llevaba siempre el cabello tintado de rubio platino; y si no se hizo la cirugía estética, sin duda fue por falta de dinero. Con esa apariencia, no es de extrañar que entre los restantes inquilinos -siempre prestos a poner apodos cinematográficos a sus vecinos, como iremos viendo- doña Águeda se ganara, a pulso, el apelativo de Gloria Swanson: el paradigma de la actriz, cantante o bailarina en decadencia, por todos olvidada, obsesionada por aparentar todavía lo que había sido y dejó de ser, creyente a pie juntillas de que el mañana aún es el ayer.
Doña Águeda y don Cecilio, desdeñosos de Quevedo, discípulos aventajados de Fausto y Dorian Gray, creían firmemente en la esencia de su arte y en la eterna juventud, aspiraban a la inmortalidad en vida y sólo en la apariencia tenían fe. Quien los veía por primera vez no podía sospechar que se trataba de una pareja de ancianitos ya octogenarios; quien los veía más de una vez, se desesperaba ante tan patética ficción.
Y para acabar con ellos, pues creo que he dado completa descripción, es necesario añadir que, poco ha, doña Águeda falleció. A pesar de sus constantes cuidados, afeites y mejunjes, la muerte ha terminado por vencer a quien durante tanto tiempo se empeñó en parecer quien ya no era quien fue. Sic transit Gloria Swanson
Explicación:
Puedes modificarlo si tu quieres...
En el primero derecha, vivían doña Águeda y don Cecilio, dos venerables ancianos más conocidos entre sus vecinos como los marcapasos. Tenía este apodo el origen en que ambos llevaban implantado este mecanismo para intentar frenar el envejecimiento de sendos corazones que estaban empezando a querer dejar de latir. Porque si de algo pecaban doña Águeda y don Cecilio -siempre muy amables con todos los vecinos y aun con nosotros- era de anhelar la inmortalidad, de su empecinada obstinación por resistirse al inexorable paso del tiempo.
Cuentan que doña Águeda y don Cecilio fueron en sus tiempos mozos atractiva pareja de cantantes y bailarines que gozó de cierta fama. Actuaban para público selecto, para extranjeros (fueron de los primeros en cantar en inglés, razón por la que nosotros también los llamábamos los pacemakers) y hasta grabaron un disco y actuaron en varias películas. Decían que fueron geniales, los mejores sin duda, en diversos géneros: canción española, bailes tropicales, flamenco, tap-dancing a lo Fred Astaire, cabaret de entreguerras, canción melódica francesa y hasta algo del primer rock. Pero lo bueno como viene se va, y tras veinte años de intensa dedicación artística, doña Águeda y don Cecilio empezaron a habitar en el olvido de los empresarios de espectáculos: su apoderado (en esa época aún no se llamaban managers) los dejó por otra pareja artística, mediocre pero más joven; el público empezó a darles la espalda y a quejarse de que siempre hacían los mismos números; y los empresarios mismos, aunque los halagaban con vanas palabras, en el último momento no los contrataban. Y el dinero que ganaron se fue como habían vivido: deprisa. Y, a diferencia de otros muchos de su gremio, ellos no se quedaron en la calle sino en uno de nuestros pisos, pues nuestros mayores -grandes seguidores de la pareja (aún no se llamaban fans, pues era gente cuerda)- se apiadaron de ellos y les concedieron el alquiler de un piso del edificio.
Situados en una posición algo menos dramática de la que parecía augurar su prematura caída, doña Águeda y don Cecilio se rehicieron. Aprovecharon su ubicación en un barrio con clase para dedicarse a dar clases de canto y baile a los hijos e hijas de familias pudientes que adoraron a la pareja en su tiempo de gloria. Y todo esto les animó a no envejecer. Él iba siempre impecablemente vestido, con trajes de crooner o chanteur a lo Frank Sinatra, Maurice Chevalier o Yves Montand, con sombrero de music-hall y bastón labrado, y hasta se atrevía con mallas de baile, como si fuera a participar en un decadente remake de Cabaret. Pero ella no le iba a la zaga: aún trataba de lucir vestidos ajustados y provocadores que ella llamaba, con una nueva palabra aprendida, sexys; o bien se exhibía con vaporosos tules y aparatosos foulards; disimulaba vanamente sus innumerables arrugas con kilos de maquillaje; llevaba siempre el cabello tintado de rubio platino; y si no se hizo la cirugía estética, sin duda fue por falta de dinero. Con esa apariencia, no es de extrañar que entre los restantes inquilinos -siempre prestos a poner apodos cinematográficos a sus vecinos, como iremos viendo- doña Águeda se ganara, a pulso, el apelativo de Gloria Swanson: el paradigma de la actriz, cantante o bailarina en decadencia, por todos olvidada, obsesionada por aparentar todavía lo que había sido y dejó de ser, creyente a pie juntillas de que el mañana aún es el ayer.
Doña Águeda y don Cecilio, desdeñosos de Quevedo, discípulos aventajados de Fausto y Dorian Gray, creían firmemente en la esencia de su arte y en la eterna juventud, aspiraban a la inmortalidad en vida y sólo en la apariencia tenían fe. Quien los veía por primera vez no podía sospechar que se trataba de una pareja de ancianitos ya octogenarios; quien los veía más de una vez, se desesperaba ante tan patética ficción.
Y para acabar con ellos, pues creo que he dado completa descripción, es necesario añadir que, poco ha, doña Águeda falleció. A pesar de sus constantes cuidados, afeites y mejunjes, la muerte ha terminado por vencer a quien durante tanto tiempo se empeñó en parecer quien ya no era quien fue. Sic transit Gloria Swanson