1El carnaval puede interpretarse como un espacio de resistencia de las clases populares frente a los discursos de las élites y a las políticas culturales del Estado que buscaban imponerles una cultura del orden y moldear su vida y hábitos sociales.
2Esta resistencia, envuelta en una dinámica tensa y conflictiva con el Estado y las élites modernizadoras, no significó que el carnaval se mantuviera intacto. Todo lo contrario: si algo debe quedar claro en este trabajo es su plasticidad, su constante recreación y su carácter innovador, aunque con elementos más perdurables, como su duración de tres días, el uso del agua y las imágenes de inversión social.
5Se trataba, de otro lado, de un tiempo en el cual se relajaban las costumbres sexuales. Por eso, uno de los mayores temores de la gente que se oponía al carnaval era el contacto muchas veces abierto entre individuos de distintos sexos, especialmente entre los jóvenes. Durante el carnaval, la sociedad se desinhibía. El galanteo, la coquetería y la seducción afloraban bajo la coartada de mojar o echar harinas. No era, por cierto, sólo en el carnaval donde la gente se daba esas licencias. En una ciudad con pocos espacios y eventos públicos para que la gente de diferente sexo se relacionase, algunos actos como las procesiones o las misas constituían oportunidades para el cortejo y el enamoramiento. Eso llevó, por ejemplo, a que a mediados del siglo xix se prohibiese a las “tapadas” asistir a la iglesia con su indumentaria, considerada demasiado sensual.
6Para los estratos dominantes, el carnaval significaba la inversión del orden, la transgresión de aquellas distinciones y jerarquías que fundamentaban y otorgaban legitimidad a su clase. En la mezcla y el contacto con la plebe percibían el final de su privilegiada posición. En ese sentido, el carnaval se contradecía con la mentalidad señorial que había logrado perdurar a la independencia. Además, mojar, pintar y bailar era considerado inculto y poco moderno. Era una afrenta a la moderación y el respeto, valores que tanto respetaban esos estratos.
7No obstante, queda claro que el carnaval logró atraer y mezclar a individuos de todas las procedencias sociales, involucrando en buena medida al conjunto de los habitantes de la ciudad. Su atractivo era la instauración de un tiempo de alegría y licencias. Las élites que participaban en la fiesta se escudaban en la tradición y en el regocijo general, aunque algunos de sus miembros preferían un juego “moderado” y se retiraban a Chorrillos, Barranco, Miraflores o La Punta; si no podían hacerlo, no les quedaba otra opción que permanecer confinados en sus casas, o salir a la calle y correr el riesgo de recibir un baldazo de agua que terminaba por envolverlos en el carnaval. Por su parte, las clases populares eran las que más participaban y disfrutaban del carnaval; eran también las que le daban colorido con sus bailes, disfraces y muñecos.
8El periodo estudiado en este trabajo, 1822-1922, ha servido para mostrar qué visión se tuvo del carnaval: mientras que en 1822, en nombre del “pueblo ilustrado” el Estado lo prohibe, en 1922 un grupo de notables, liderado por el alcalde y los concejales de la capital, asume su organización con el argumento de que había que modernizarlo. Entre 1822 y 1879 predominaron entre las élites los discursos que criticaban el carnaval, argumentando que era una diversión inculta e inmoral, que además afectaba el desarrollo económico. No obstante, el mayor temor de estas élites era la sensación de vivir un cataclismo social, la pesadilla de una revolución plebeya: negros cargando a “señores” para sumergirlos en las acequias o ingresando en las casas para restregar huevos de olor sobre los cuerpos de las “señoritas”. A pesar de ello, no nos hemos topado con motines o protestas populares relacionados con el carnaval, con la sola excepción de la medida de los panaderos de no trabajar durante el carnaval de 1922 si no les doblaban el salario, un hecho que obligó a intervenir al alcalde y que les permitió obtener un aumento del 40%.
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1El carnaval puede interpretarse como un espacio de resistencia de las clases populares frente a los discursos de las élites y a las políticas culturales del Estado que buscaban imponerles una cultura del orden y moldear su vida y hábitos sociales.
2Esta resistencia, envuelta en una dinámica tensa y conflictiva con el Estado y las élites modernizadoras, no significó que el carnaval se mantuviera intacto. Todo lo contrario: si algo debe quedar claro en este trabajo es su plasticidad, su constante recreación y su carácter innovador, aunque con elementos más perdurables, como su duración de tres días, el uso del agua y las imágenes de inversión social.
5Se trataba, de otro lado, de un tiempo en el cual se relajaban las costumbres sexuales. Por eso, uno de los mayores temores de la gente que se oponía al carnaval era el contacto muchas veces abierto entre individuos de distintos sexos, especialmente entre los jóvenes. Durante el carnaval, la sociedad se desinhibía. El galanteo, la coquetería y la seducción afloraban bajo la coartada de mojar o echar harinas. No era, por cierto, sólo en el carnaval donde la gente se daba esas licencias. En una ciudad con pocos espacios y eventos públicos para que la gente de diferente sexo se relacionase, algunos actos como las procesiones o las misas constituían oportunidades para el cortejo y el enamoramiento. Eso llevó, por ejemplo, a que a mediados del siglo xix se prohibiese a las “tapadas” asistir a la iglesia con su indumentaria, considerada demasiado sensual.
6Para los estratos dominantes, el carnaval significaba la inversión del orden, la transgresión de aquellas distinciones y jerarquías que fundamentaban y otorgaban legitimidad a su clase. En la mezcla y el contacto con la plebe percibían el final de su privilegiada posición. En ese sentido, el carnaval se contradecía con la mentalidad señorial que había logrado perdurar a la independencia. Además, mojar, pintar y bailar era considerado inculto y poco moderno. Era una afrenta a la moderación y el respeto, valores que tanto respetaban esos estratos.
7No obstante, queda claro que el carnaval logró atraer y mezclar a individuos de todas las procedencias sociales, involucrando en buena medida al conjunto de los habitantes de la ciudad. Su atractivo era la instauración de un tiempo de alegría y licencias. Las élites que participaban en la fiesta se escudaban en la tradición y en el regocijo general, aunque algunos de sus miembros preferían un juego “moderado” y se retiraban a Chorrillos, Barranco, Miraflores o La Punta; si no podían hacerlo, no les quedaba otra opción que permanecer confinados en sus casas, o salir a la calle y correr el riesgo de recibir un baldazo de agua que terminaba por envolverlos en el carnaval. Por su parte, las clases populares eran las que más participaban y disfrutaban del carnaval; eran también las que le daban colorido con sus bailes, disfraces y muñecos.
8El periodo estudiado en este trabajo, 1822-1922, ha servido para mostrar qué visión se tuvo del carnaval: mientras que en 1822, en nombre del “pueblo ilustrado” el Estado lo prohibe, en 1922 un grupo de notables, liderado por el alcalde y los concejales de la capital, asume su organización con el argumento de que había que modernizarlo. Entre 1822 y 1879 predominaron entre las élites los discursos que criticaban el carnaval, argumentando que era una diversión inculta e inmoral, que además afectaba el desarrollo económico. No obstante, el mayor temor de estas élites era la sensación de vivir un cataclismo social, la pesadilla de una revolución plebeya: negros cargando a “señores” para sumergirlos en las acequias o ingresando en las casas para restregar huevos de olor sobre los cuerpos de las “señoritas”. A pesar de ello, no nos hemos topado con motines o protestas populares relacionados con el carnaval, con la sola excepción de la medida de los panaderos de no trabajar durante el carnaval de 1922 si no les doblaban el salario, un hecho que obligó a intervenir al alcalde y que les permitió obtener un aumento del 40%.