El presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang Nguema, ganó con comodidad las últimas elecciones celebradas hace unas semanas. Obtuvo el 99,2% de los votos, un resultado incluso superior al del año 2009, cuando solo le votó el 95,4% del electorado. Obiang se consolida con esta nueva reelección como el presidente africano que lleva más años en el poder: 37 años desde que se levantó en armas contra su tío, Francisco Macías. Los mismos años que el angoleño José Eduardo Dos Santos, al que supera por unos pocos meses. A este primer grupo de presidentes dinosaurios, le sigue el grupo encabezado por Paul Biya (Camerún, 34 años), Yoweri Museveni (Uganda, 30 años) y Robert Mugabe (Zimbabue, 29 años). A continuación encontramos una larga lista de perseguidores: Omar al Bashir (Sudán, 27 años), Idriss Déby (Chad, 26 años), Isaías Afewerki (Eritrea, 25 años); Paul Kagame (Ruanda, 22 años). Todos ellos se dicen demócratas porque consiguen incluir las elecciones como una forma de refrendar su poder. Tampoco dudan en cambiar una y otra vez la Constitución, de manera que la reforma de la Carta Magna les permita alargar su mandato hasta que lo consideren necesario. O, como proclamó Robert Mugabe en su intervención ante la asamblea de la Unión Africana en enero, “hasta que Dios me diga: ¡ven!”. Porque “mientras yo siga con vida”, añadió, “voy a dirigir mi país”. Unos meses antes de estas palabras de Mugabe — que ya tiene 92 años—, el presidente norteamericano Barack Obama acudió al mismo foro para proclamar que ningún líder africano debería perpetuarse en el cargo. La asamblea le aplaudió. Todos sabían que aplaudir no les hacía ningún daño. ¿De qué podía servirles expresar en público lo que en privado se resuelve por debajo de la mesa? ¿Acaso Obama no les había invitado a Washington a la mayoría de todos ellos en agosto de 2014 para hablar de negocios? Si los dinosaurios políticos africanos han aprendido alguna cosa de los occidentales, es que detrás de las palabras hermosas, los estandartes floridos de la democracia y los derechos humanos, existe otra historia que expresa una realidad bien distinta. Se trata de una historia secular en la que los intereses propios occidentales se valoran en África por encima de cualquier otra consideración. Y es precisamente esta otra historia colonial la verdadera historia a la que están condenados los africanos. Quien sepa servir a los intereses occidentales —hoy también chinos, rusos o de los países del Golfo— sobrevivirá para recibir a cambio un sustancioso beneficio particular: he aquí la proeza de los Obiang, Biya y compañía para mantenerse en el poder. África es un continente en crecimiento. Sin embargo, el crecimiento económico y las importantes reformas estructurales en marcha no significan necesariamente desarrollo, o, como dice el recurrente titular periodístico, que "África despierte". ¿Despierta de un sueño propio? ¿Despierta de la pesadilla que empezó con la trata de esclavos, el colonialismo y sigue con la explotación salvaje de los recursos naturales? ¿Despierta porque se occidentaliza? ¿O despierta, como sería de desear, porque ha encontrado su protagonismo, su personalidad africana en el mundo globalizado, porque ha empezado a utilizar para el bien común las enormes riquezas que posee, compartiendo también estos recursos allí donde la vida del continente es más frágil? Los dos bloques enfrentados en la Guerra Fría, el occidental y el soviético, coincidieron en la necesidad de tener aliados fuertes en el Tercer Mundo, aunque fuera en perjuicio de la población. Se trata de una mentalidad que prevalece en el mundo de la economía globalizada. Los intereses propios, sin embargo, ya no se ocupan de la ideología como ocurrió antaño. Angola pasó del comunismo al capitalismo salvaje sin cambiar de presidente: el acceso al petróleo por parte de las compañías extranjeras estaba por encima de cualquier ideología. El uso geoestratégico de algunos países para las guerras propias o la lucha antiterrorista es otro de los aspectos que impide construir verdaderas democracias. También los acuerdos diplomáticos con autócratas para conseguir apoyos en las instituciones internacionales. Y, finalmente, la feroz lucha por los mercados —donde hoy se compite con potencias como China, India o Rusia— hace que se prefiera relegar los mínimos democráticos y de justicia social antes que perder las relaciones comerciales preferentes. La creación del Estado de Sudán del Sur, por ejemplo, tiene que ver con esta competencia entre Occidente y China por el acceso al petróleo, en la que además se mezcla la voluntad occidental de debilitar el régimen islamista de Al Bashir. Otros numerosos ejemplos dan fe de la compleja relación entre el continente y los países desarrollados. Después de asistir a la Cumbre del Clima de París, el presidente de China viajó este diciembre hasta Zimbabue, donde firmó suculentos contratos comerciales. Fue recibido con entusiasmo por Mugabe.
El presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang Nguema, ganó con comodidad las últimas elecciones celebradas hace unas semanas. Obtuvo el 99,2% de los votos, un resultado incluso superior al del año 2009, cuando solo le votó el 95,4% del electorado. Obiang se consolida con esta nueva reelección como el presidente africano que lleva más años en el poder: 37 años desde que se levantó en armas contra su tío, Francisco Macías. Los mismos años que el angoleño José Eduardo Dos Santos, al que supera por unos pocos meses. A este primer grupo de presidentes dinosaurios, le sigue el grupo encabezado por Paul Biya (Camerún, 34 años), Yoweri Museveni (Uganda, 30 años) y Robert Mugabe (Zimbabue, 29 años). A continuación encontramos una larga lista de perseguidores: Omar al Bashir (Sudán, 27 años), Idriss Déby (Chad, 26 años), Isaías Afewerki (Eritrea, 25 años); Paul Kagame (Ruanda, 22 años). Todos ellos se dicen demócratas porque consiguen incluir las elecciones como una forma de refrendar su poder. Tampoco dudan en cambiar una y otra vez la Constitución, de manera que la reforma de la Carta Magna les permita alargar su mandato hasta que lo consideren necesario. O, como proclamó Robert Mugabe en su intervención ante la asamblea de la Unión Africana en enero, “hasta que Dios me diga: ¡ven!”. Porque “mientras yo siga con vida”, añadió, “voy a dirigir mi país”. Unos meses antes de estas palabras de Mugabe — que ya tiene 92 años—, el presidente norteamericano Barack Obama acudió al mismo foro para proclamar que ningún líder africano debería perpetuarse en el cargo. La asamblea le aplaudió. Todos sabían que aplaudir no les hacía ningún daño. ¿De qué podía servirles expresar en público lo que en privado se resuelve por debajo de la mesa? ¿Acaso Obama no les había invitado a Washington a la mayoría de todos ellos en agosto de 2014 para hablar de negocios? Si los dinosaurios políticos africanos han aprendido alguna cosa de los occidentales, es que detrás de las palabras hermosas, los estandartes floridos de la democracia y los derechos humanos, existe otra historia que expresa una realidad bien distinta. Se trata de una historia secular en la que los intereses propios occidentales se valoran en África por encima de cualquier otra consideración. Y es precisamente esta otra historia colonial la verdadera historia a la que están condenados los africanos. Quien sepa servir a los intereses occidentales —hoy también chinos, rusos o de los países del Golfo— sobrevivirá para recibir a cambio un sustancioso beneficio particular: he aquí la proeza de los Obiang, Biya y compañía para mantenerse en el poder. África es un continente en crecimiento. Sin embargo, el crecimiento económico y las importantes reformas estructurales en marcha no significan necesariamente desarrollo, o, como dice el recurrente titular periodístico, que "África despierte". ¿Despierta de un sueño propio? ¿Despierta de la pesadilla que empezó con la trata de esclavos, el colonialismo y sigue con la explotación salvaje de los recursos naturales? ¿Despierta porque se occidentaliza? ¿O despierta, como sería de desear, porque ha encontrado su protagonismo, su personalidad africana en el mundo globalizado, porque ha empezado a utilizar para el bien común las enormes riquezas que posee, compartiendo también estos recursos allí donde la vida del continente es más frágil? Los dos bloques enfrentados en la Guerra Fría, el occidental y el soviético, coincidieron en la necesidad de tener aliados fuertes en el Tercer Mundo, aunque fuera en perjuicio de la población. Se trata de una mentalidad que prevalece en el mundo de la economía globalizada. Los intereses propios, sin embargo, ya no se ocupan de la ideología como ocurrió antaño. Angola pasó del comunismo al capitalismo salvaje sin cambiar de presidente: el acceso al petróleo por parte de las compañías extranjeras estaba por encima de cualquier ideología. El uso geoestratégico de algunos países para las guerras propias o la lucha antiterrorista es otro de los aspectos que impide construir verdaderas democracias. También los acuerdos diplomáticos con autócratas para conseguir apoyos en las instituciones internacionales. Y, finalmente, la feroz lucha por los mercados —donde hoy se compite con potencias como China, India o Rusia— hace que se prefiera relegar los mínimos democráticos y de justicia social antes que perder las relaciones comerciales preferentes. La creación del Estado de Sudán del Sur, por ejemplo, tiene que ver con esta competencia entre Occidente y China por el acceso al petróleo, en la que además se mezcla la voluntad occidental de debilitar el régimen islamista de Al Bashir. Otros numerosos ejemplos dan fe de la compleja relación entre el continente y los países desarrollados. Después de asistir a la Cumbre del Clima de París, el presidente de China viajó este diciembre hasta Zimbabue, donde firmó suculentos contratos comerciales. Fue recibido con entusiasmo por Mugabe.