Los asuntos de la seguridad urbana han sido menores dentro del farragoso y complejo mundo de la seguridad. Lo importante, para el Estado y quienes lo dirigían, eran los asuntos graves: las fronteras, el poder militar, la capacidad de amedrentar a otros países, la habilidad diplomática para orientar el comportamiento de otros Estados… en suma, lo que remitía a la política clásica, la cual, cuando se ocupaba de la política exterior, de la seguridad y de la defensa se volvía frecuentemente deudora -incluso en los países que se jactaban de ser muy democráticos-, de la siempre incómoda realpolitik. La ciudad, lo urbano, pese a ser esencial en el llamado mundo civilizado, no entraba en los temas propios de la seguridad del Estado. Era algo local, residual, pequeño, ajeno a lo que en palabras grandes se entendía por “seguridad”.
Pues bien, a comienzos del siglo XXI, la seguridad de las grandes urbes es un factor capital de la estabilidad de los Estados -de su seguridad interior-, pero también de la seguridad exterior, porque lo que ocurra en algunas grandes ciudades puede poner en solfa la estabilidad del orden internacional. Europa, y más concretamente los avanzados países miembros de la Unión Europea, tanto a título individual como en conjunto, llevan algún tiempo planteándose aspectos relativos a cómo mejorar la seguridad urbana y, con cierto ahínco, se insiste en la vieja idea de que más vale prevenir que curar. Los modelos preventivos gozan de buena prensa, y a los tradicionales -anclados en la función de las penas- se ha unido desde hace años un concepto de prevención que se sitúa fuera del sistema penal. No es muy reciente, viene de décadas atrás, pero ha generado nuevas prácticas preventivas. La “nueva prevención”, término de uso corriente en Francia[1] e Italia y algo menos en otros países europeos, es el resultado de la crisis de la justicia penal y de las formas de reorganización de la soberanía estatal que, en definitiva, aspiran a modificar por completo tanto las formas de enfrentarse a los delitos como las de controlarlo (Nelken, 2002: 75-100). Esto significa que el concepto de prevención se extiende y que, al mismo tiempo que implica a instituciones públicas y a los ciudadanos, se vuelve parte fundamental de las políticas de seguridad del Estado. La seguridad urbana es algo más que mantenimiento del orden público, pues aspira a aumentar la seguridad real, la percepción que de ella tienen los individuos y a reducir los delitos (Recasens, 2007). De ahí que el concepto de prevención sea incluso más difuso.
Europa es quizá el laboratorio para estos nuevos modelos y puede ser un buen lugar para estudiar su eficacia (Edwards y Hughes, 2009: 25-40). Pero los problemas de seguridad urbana que afectan a los países europeos no son los de otros lados del mundo. Es probable que lo que funciona al otro lado del Atlántico no lo haga a éste. Por eso la pregunta que nos hacemos en este trabajo es la siguiente: ¿Qué enseñanzas pueden extraerse de los modelos preventivos más avanzados? ¿Se pueden aplicar con carácter universal? ¿En la América que habla español y portugués serían también válidos, o sería quizá más útil recordar ciertos principios clásicos? ¿y, visto esto, qué propuesta cabría ser tenida en cuenta en algunas ciudades tradicionalmente peligrosas, como la segunda más importante de Colombia? Y ¿Por qué Medellín? Porque durante muchos años, en buena parte de las ciudades europeas en las que se implantaban las tácticas antes mencionadas, se la consideró el paradigma del desorden en América Latina, una urbe en la que el control del espacio público lo tenían los delincuentes, no el Estado ni los ciudadanos. Bien cierto es que los éxitos del gobierno nacional en su lucha contra los delitos -insurgencia, paramilitarismo, narcotráfico en mucha menor medida- y los logros de los gobiernos locales han hecho de Medellín un lugar en el que se desmoronó aquel viejo tópico, pero el repunte de la criminalidad en los dos últimos años hace interesante plantear algunas ideas que podrían resultar útiles para esta ciudad antioqueña y, de ser eficaces, cabría extraer enseñanzas para otras urbes del continente. A eso vamos a dedicarnos.
Los asuntos de la seguridad urbana han sido menores dentro del farragoso y complejo mundo de la seguridad. Lo importante, para el Estado y quienes lo dirigían, eran los asuntos graves: las fronteras, el poder militar, la capacidad de amedrentar a otros países, la habilidad diplomática para orientar el comportamiento de otros Estados… en suma, lo que remitía a la política clásica, la cual, cuando se ocupaba de la política exterior, de la seguridad y de la defensa se volvía frecuentemente deudora -incluso en los países que se jactaban de ser muy democráticos-, de la siempre incómoda realpolitik. La ciudad, lo urbano, pese a ser esencial en el llamado mundo civilizado, no entraba en los temas propios de la seguridad del Estado. Era algo local, residual, pequeño, ajeno a lo que en palabras grandes se entendía por “seguridad”.
Pues bien, a comienzos del siglo XXI, la seguridad de las grandes urbes es un factor capital de la estabilidad de los Estados -de su seguridad interior-, pero también de la seguridad exterior, porque lo que ocurra en algunas grandes ciudades puede poner en solfa la estabilidad del orden internacional. Europa, y más concretamente los avanzados países miembros de la Unión Europea, tanto a título individual como en conjunto, llevan algún tiempo planteándose aspectos relativos a cómo mejorar la seguridad urbana y, con cierto ahínco, se insiste en la vieja idea de que más vale prevenir que curar. Los modelos preventivos gozan de buena prensa, y a los tradicionales -anclados en la función de las penas- se ha unido desde hace años un concepto de prevención que se sitúa fuera del sistema penal. No es muy reciente, viene de décadas atrás, pero ha generado nuevas prácticas preventivas. La “nueva prevención”, término de uso corriente en Francia[1] e Italia y algo menos en otros países europeos, es el resultado de la crisis de la justicia penal y de las formas de reorganización de la soberanía estatal que, en definitiva, aspiran a modificar por completo tanto las formas de enfrentarse a los delitos como las de controlarlo (Nelken, 2002: 75-100). Esto significa que el concepto de prevención se extiende y que, al mismo tiempo que implica a instituciones públicas y a los ciudadanos, se vuelve parte fundamental de las políticas de seguridad del Estado. La seguridad urbana es algo más que mantenimiento del orden público, pues aspira a aumentar la seguridad real, la percepción que de ella tienen los individuos y a reducir los delitos (Recasens, 2007). De ahí que el concepto de prevención sea incluso más difuso.
Europa es quizá el laboratorio para estos nuevos modelos y puede ser un buen lugar para estudiar su eficacia (Edwards y Hughes, 2009: 25-40). Pero los problemas de seguridad urbana que afectan a los países europeos no son los de otros lados del mundo. Es probable que lo que funciona al otro lado del Atlántico no lo haga a éste. Por eso la pregunta que nos hacemos en este trabajo es la siguiente: ¿Qué enseñanzas pueden extraerse de los modelos preventivos más avanzados? ¿Se pueden aplicar con carácter universal? ¿En la América que habla español y portugués serían también válidos, o sería quizá más útil recordar ciertos principios clásicos? ¿y, visto esto, qué propuesta cabría ser tenida en cuenta en algunas ciudades tradicionalmente peligrosas, como la segunda más importante de Colombia? Y ¿Por qué Medellín? Porque durante muchos años, en buena parte de las ciudades europeas en las que se implantaban las tácticas antes mencionadas, se la consideró el paradigma del desorden en América Latina, una urbe en la que el control del espacio público lo tenían los delincuentes, no el Estado ni los ciudadanos. Bien cierto es que los éxitos del gobierno nacional en su lucha contra los delitos -insurgencia, paramilitarismo, narcotráfico en mucha menor medida- y los logros de los gobiernos locales han hecho de Medellín un lugar en el que se desmoronó aquel viejo tópico, pero el repunte de la criminalidad en los dos últimos años hace interesante plantear algunas ideas que podrían resultar útiles para esta ciudad antioqueña y, de ser eficaces, cabría extraer enseñanzas para otras urbes del continente. A eso vamos a dedicarnos.