Si la conciencia de la muerte es el límite desde el cual se significa el sentido de nuestra existencia, la sustentabilidad es la marca del límite de la vida en su órbita biosférica. La muerte entrópica del planeta nos vuelve a la búsqueda de las raíces de la vida, a la voluntad de vida, más allá de la necesidad de conservación de la biodiversidad y del principio de supervivencia de la especie humana. La ética de la vida va dirigida a la voluntad de poder vivir, de poder desear la vida, no como simple reafirmación del instinto vital y más allá de la etología del animal humano que se arraiga a la vida, sino como la voluntad de poder vivir con gracia, con gusto, con imaginación y con pasión la vida en este planeta terrenal.
Nunca antes encontró Nietzsche un mejor nicho donde anidar sus preceptos de vida, donde hacer valer su doctrina del eterno retorno como la voluntad de poder alcanzar ese estado de permanencia del deseo de vida. Es el eterno retorno del deseo de vida lo que haría la vida “sustentable”.
En este sentido, Nietzsche afirma que “Imponer sobre el devenir el carácter del ser... es la supre (...)
La ética es el camino para recrear sentidos existenciales; para que el sentido vuelva a ser sentido, para que la razón se reconecte con la pasión y el pensamiento con el sentimiento. Para volvernos hermanos con-sentidos, solidarios de nuestros derechos de ser, de ser diferentes, de ser únicos, unidos en nuestras especificidades; nunca unificados, homogeneizados, mimetizados, clonados. La ética viene a ocuparse de esta titánica tarea: recrear los sentidos de la vida, ponerle nuevamente nombre a las cosas, movilizar las voluntades de poder (no del poder) para reabrir los cauces al deseo de vida en el torrente de la existencia humana. La ética de la vida es una ética del ser, de una re-vuelta al ser donde han anidado los sentidos de la existencia, para pensar la sustentabilidad como un devenir conducido por el carácter del ser1.
Para Nietzsche, lo dionisiaco significa “una búsqueda de unidad, el alcanzar más allá de la person (...)
3La ética remite a una genealogía de los valores y saberes que se fueron incorporando al ser como fundamentos de vida, y una hermenéutica de los sentidos desviados, diluidos y sepultados por el predominio de un conocimiento, de una razón, que poco a poco se ha ido separando de la vida. Si Heidegger se pregunta por ese “error” de la metafísica que llevó a la disyunción del ser y el ente, Nietzsche indaga sobre el triunfo de lo apolíneo sobre el espíritu dionisiaco2.
La transitoriedad podría ser interpretada como el gozo de la fuerza productiva y destructiva, como creación continua” (Nietzsche WTP:543, 548, 1049).
Este mundo: un monstruo de energía, sin comienzo, sin fin; una firme, férrea magnitud de fuerza que no aumenta o disminuye [...] que sólo se transforma [...]; circundada por “nada” como por una frontera [...]; un mar de fuerzas fluyendo y apresurándose juntas, cambiando eternamente, eternamente en reflujo, con tremendos años de recurrencia, menguando y desbordándose sus formas; moviéndose de las formas más simples a las más complejas, de las formas más quietas, más rígidas y frías hacia las más calientes, más turbulentas, más auto-contradictorias, y luego otra vez retornando a lo simple desde su abundancia, del juego de contradicciones a la alegría de la concordia, aún afirmándose en esta uniformidad de sus cursos y sus años, bendiciéndose como eso que debe retornar eternamente, como un devenir que no conoce la saciedad, el disgusto, el hastío: éste mi mundo dionisiaco de la eterna auto-creación, la eterna autodestrucción, el mundo misterioso de la doble delicia voluptuosa, mi “más allá del bien y el mal”, sin meta, a menos que el gozo del círculo sea en sí mismo una meta; sin voluntad, a menos que el anillo sienta hacia sí mismo buena voluntad [...] Este mundo es la voluntad de poder (Nietzsche, WTP:549-550).
¿Habremos de reconocer que no es preciso ser un posmoderno del tercer milenio para iniciar la desconstrucción del mundo? ¿Que el pensamiento de la complejidad, la hermenéutica del ser, la reivindicación del sentido de la existencia, la solidaridad de la diferencia, están ya en germen y en acto en la disidencia nietzscheana frente al proyecto apolíneo y prometéico de la modernidad?
Toda ética es una ética de la vida. La ética del desarrollo sustentable, más que un “juego de armonización” de éticas y racionalidades implícitas en el discurso del “desarrollo sostenible” (del mercado, del Estado, de la ciudadanía) y de la inclusión del ethos de las diferentes culturas, implica la necesidad de conjugar un conjunto de principios básicos dentro de una ética del bien común y de la sustentabilidad. Y ello lleva a transgredir la ética implícita en la racionalidad económica e instrumental que se ha incorporado en el ser humano moderno y que resultan antitéticas con el propósito de la sustentabilidad.
Respuesta:
Si la conciencia de la muerte es el límite desde el cual se significa el sentido de nuestra existencia, la sustentabilidad es la marca del límite de la vida en su órbita biosférica. La muerte entrópica del planeta nos vuelve a la búsqueda de las raíces de la vida, a la voluntad de vida, más allá de la necesidad de conservación de la biodiversidad y del principio de supervivencia de la especie humana. La ética de la vida va dirigida a la voluntad de poder vivir, de poder desear la vida, no como simple reafirmación del instinto vital y más allá de la etología del animal humano que se arraiga a la vida, sino como la voluntad de poder vivir con gracia, con gusto, con imaginación y con pasión la vida en este planeta terrenal.
Nunca antes encontró Nietzsche un mejor nicho donde anidar sus preceptos de vida, donde hacer valer su doctrina del eterno retorno como la voluntad de poder alcanzar ese estado de permanencia del deseo de vida. Es el eterno retorno del deseo de vida lo que haría la vida “sustentable”.
En este sentido, Nietzsche afirma que “Imponer sobre el devenir el carácter del ser... es la supre (...)
La ética es el camino para recrear sentidos existenciales; para que el sentido vuelva a ser sentido, para que la razón se reconecte con la pasión y el pensamiento con el sentimiento. Para volvernos hermanos con-sentidos, solidarios de nuestros derechos de ser, de ser diferentes, de ser únicos, unidos en nuestras especificidades; nunca unificados, homogeneizados, mimetizados, clonados. La ética viene a ocuparse de esta titánica tarea: recrear los sentidos de la vida, ponerle nuevamente nombre a las cosas, movilizar las voluntades de poder (no del poder) para reabrir los cauces al deseo de vida en el torrente de la existencia humana. La ética de la vida es una ética del ser, de una re-vuelta al ser donde han anidado los sentidos de la existencia, para pensar la sustentabilidad como un devenir conducido por el carácter del ser1.
Para Nietzsche, lo dionisiaco significa “una búsqueda de unidad, el alcanzar más allá de la person (...)
3La ética remite a una genealogía de los valores y saberes que se fueron incorporando al ser como fundamentos de vida, y una hermenéutica de los sentidos desviados, diluidos y sepultados por el predominio de un conocimiento, de una razón, que poco a poco se ha ido separando de la vida. Si Heidegger se pregunta por ese “error” de la metafísica que llevó a la disyunción del ser y el ente, Nietzsche indaga sobre el triunfo de lo apolíneo sobre el espíritu dionisiaco2.
La transitoriedad podría ser interpretada como el gozo de la fuerza productiva y destructiva, como creación continua” (Nietzsche WTP:543, 548, 1049).
Este mundo: un monstruo de energía, sin comienzo, sin fin; una firme, férrea magnitud de fuerza que no aumenta o disminuye [...] que sólo se transforma [...]; circundada por “nada” como por una frontera [...]; un mar de fuerzas fluyendo y apresurándose juntas, cambiando eternamente, eternamente en reflujo, con tremendos años de recurrencia, menguando y desbordándose sus formas; moviéndose de las formas más simples a las más complejas, de las formas más quietas, más rígidas y frías hacia las más calientes, más turbulentas, más auto-contradictorias, y luego otra vez retornando a lo simple desde su abundancia, del juego de contradicciones a la alegría de la concordia, aún afirmándose en esta uniformidad de sus cursos y sus años, bendiciéndose como eso que debe retornar eternamente, como un devenir que no conoce la saciedad, el disgusto, el hastío: éste mi mundo dionisiaco de la eterna auto-creación, la eterna autodestrucción, el mundo misterioso de la doble delicia voluptuosa, mi “más allá del bien y el mal”, sin meta, a menos que el gozo del círculo sea en sí mismo una meta; sin voluntad, a menos que el anillo sienta hacia sí mismo buena voluntad [...] Este mundo es la voluntad de poder (Nietzsche, WTP:549-550).
¿Habremos de reconocer que no es preciso ser un posmoderno del tercer milenio para iniciar la desconstrucción del mundo? ¿Que el pensamiento de la complejidad, la hermenéutica del ser, la reivindicación del sentido de la existencia, la solidaridad de la diferencia, están ya en germen y en acto en la disidencia nietzscheana frente al proyecto apolíneo y prometéico de la modernidad?
Toda ética es una ética de la vida. La ética del desarrollo sustentable, más que un “juego de armonización” de éticas y racionalidades implícitas en el discurso del “desarrollo sostenible” (del mercado, del Estado, de la ciudadanía) y de la inclusión del ethos de las diferentes culturas, implica la necesidad de conjugar un conjunto de principios básicos dentro de una ética del bien común y de la sustentabilidad. Y ello lleva a transgredir la ética implícita en la racionalidad económica e instrumental que se ha incorporado en el ser humano moderno y que resultan antitéticas con el propósito de la sustentabilidad.