Los desastres son eventos inciertos que causan muertes, lesiones y daños y alteran el orden cotidiano. Inmediatamente después de ocurrido un desastre parece que este afecta a todos por igual: puede ocurrir en cualquier lugar y atemoriza a todos quienes lo sufren. Sobrevivir al desastre inicial puede ser unificador: en los días posteriores al terremoto de 2010 en Chile, en el cual el 80% de la población se vio afectada y 10% sufrió lesiones, las personas desconocidas compartían relatos sobre lo que habían vivido, sus miedos, pérdidas y consuelos. Semanas después del terremoto en Haití, ese mismo año, un hombre que había perdido a sus tres hijos y a su esposa me dijo que a pesar de ello no estaba solo, pues todos a su alrededor habían experimentado tragedias parecidas. A pesar de esta tendencia muy humana a vincularse después de una experiencia traumática compartida, la recuperación semanas, meses y años post-desastre revela inequidades preexistentes y suele exacerbarlas. Los niños, especialmente los niños pobres, se encuentran entre los más vulnerables a las consecuencias negativas de un desastre.
Los niños y las niñas se ven más expuestos a sufrir las consecuencias adversas de los desastres debido a que sus cuerpos y mentes están en desarrollo. El acceso limitado al agua potable y alimento suficiente luego de un desastre los vuelve vulnerables a enfermedades contagiosas y malnutrición, causas comunes de mortalidad infantil. Según la edad y la etapa del desarrollo en que se encuentre, un niño o niña tiene una capacidad psicológica limitada para entender lo ocurrido, lo que puede provocar angustia, depresión, síndrome de estrés postraumático y problemas conductuales. Los daños y destrucción de la infraestructura afectan las instalaciones sanitarias, las escuelas y las viviendas. Los niños se enferman más a menudo y tienen menos acceso a cuidados de salud; reciben menos estimulación, educación y socialización y, en algunos casos son desplazados. Los niños también dependen de la protección de los adultos en sus familias, su comunidad y el gobierno. El desplazamiento interrumpe las actividades parentales en pro de su subsistencia y fragmenta los sistemas de apoyo familiares y sociales, lo que deja a los niños expuestos a un riesgo mayor de abandono, abuso, explotación y tráfico[1].
Weissbecker y otros describen las experiencias post-desastres de los niños como “una serie en cascada de estresores vitales, los que pueden durar meses o incluso años”[2]. Existe evidencia fundamentada con relación a que el estrés y la alteración prolongados en etapas cruciales del desarrollo pueden tener amplias consecuencias para la salud y el desempeño de las personas a lo largo del ciclo de vida[3]. Sin embargo, la investigación sobre este tema sugiere que la mayoría de los niños y las niñas que experimentan un desastre son resilientes y se recuperan sin problemas psicosociales o de salud a largo plazo[4].
La consecuencia no natural de los desastres naturales es que la vulnerabilidad no está distribuida equitativamente. Los niños y las niñas sobrevivientes de desastres cuyas familias disponen de capital financiero o social suelen satisfacer antes sus necesidades básicas, reestablecer apegos seguros y rutinas estables de manera más rápida y serán considerados resilientes. Por su parte, es probable que los niños en situación más marginal sean quienes experimenten un desorden más prolongado, sean desplazados y sufran de estrés con secuelas a largo plazo. Si queremos proteger de manera equitativa los derechos de cada niño y niña y buscar intencionadamente los objetivos de desarrollo sustentable para disminuir la pobreza y el hambre y entregar salud y educación de calidad, debemos comprometernos con una reducción del riesgo de desastres que busque ex profeso prevenir y rectificar las desigualdades reveladas por estos.
Explicación paso a paso:
Los desastres son eventos inciertos que causan muertes, lesiones y daños y alteran el orden cotidiano. Inmediatamente después de ocurrido un desastre parece que este afecta a todos por igual: puede ocurrir en cualquier lugar y atemoriza a todos quienes lo sufren. Sobrevivir al desastre inicial puede ser unificador: en los días posteriores al terremoto de 2010 en Chile, en el cual el 80% de la población se vio afectada y 10% sufrió lesiones, las personas desconocidas compartían relatos sobre lo que habían vivido, sus miedos, pérdidas y consuelos. Semanas después del terremoto en Haití, ese mismo año, un hombre que había perdido a sus tres hijos y a su esposa me dijo que a pesar de ello no estaba solo, pues todos a su alrededor habían experimentado tragedias parecidas. A pesar de esta tendencia muy humana a vincularse después de una experiencia traumática compartida, la recuperación semanas, meses y años post-desastre revela inequidades preexistentes y suele exacerbarlas. Los niños, especialmente los niños pobres, se encuentran entre los más vulnerables a las consecuencias negativas de un desastre.
Los niños y las niñas se ven más expuestos a sufrir las consecuencias adversas de los desastres debido a que sus cuerpos y mentes están en desarrollo. El acceso limitado al agua potable y alimento suficiente luego de un desastre los vuelve vulnerables a enfermedades contagiosas y malnutrición, causas comunes de mortalidad infantil. Según la edad y la etapa del desarrollo en que se encuentre, un niño o niña tiene una capacidad psicológica limitada para entender lo ocurrido, lo que puede provocar angustia, depresión, síndrome de estrés postraumático y problemas conductuales. Los daños y destrucción de la infraestructura afectan las instalaciones sanitarias, las escuelas y las viviendas. Los niños se enferman más a menudo y tienen menos acceso a cuidados de salud; reciben menos estimulación, educación y socialización y, en algunos casos son desplazados. Los niños también dependen de la protección de los adultos en sus familias, su comunidad y el gobierno. El desplazamiento interrumpe las actividades parentales en pro de su subsistencia y fragmenta los sistemas de apoyo familiares y sociales, lo que deja a los niños expuestos a un riesgo mayor de abandono, abuso, explotación y tráfico[1].
Weissbecker y otros describen las experiencias post-desastres de los niños como “una serie en cascada de estresores vitales, los que pueden durar meses o incluso años”[2]. Existe evidencia fundamentada con relación a que el estrés y la alteración prolongados en etapas cruciales del desarrollo pueden tener amplias consecuencias para la salud y el desempeño de las personas a lo largo del ciclo de vida[3]. Sin embargo, la investigación sobre este tema sugiere que la mayoría de los niños y las niñas que experimentan un desastre son resilientes y se recuperan sin problemas psicosociales o de salud a largo plazo[4].
La consecuencia no natural de los desastres naturales es que la vulnerabilidad no está distribuida equitativamente. Los niños y las niñas sobrevivientes de desastres cuyas familias disponen de capital financiero o social suelen satisfacer antes sus necesidades básicas, reestablecer apegos seguros y rutinas estables de manera más rápida y serán considerados resilientes. Por su parte, es probable que los niños en situación más marginal sean quienes experimenten un desorden más prolongado, sean desplazados y sufran de estrés con secuelas a largo plazo. Si queremos proteger de manera equitativa los derechos de cada niño y niña y buscar intencionadamente los objetivos de desarrollo sustentable para disminuir la pobreza y el hambre y entregar salud y educación de calidad, debemos comprometernos con una reducción del riesgo de desastres que busque ex profeso prevenir y rectificar las desigualdades reveladas por estos.
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