Busquemos, elijamos el centro de la vida entre trillones de galaxias mudas, una, quizás la más extraviada. Crucemos por la noche inquebrantable a través de la lumbre del misterio hasta llegar sin pausa al hogar encendido. Allí, en un rincón apartado del orbe, girando en la hermosura de sí misma, iluminada por difusos nimbos de rotundas estrellas transparentes, se yergue en los jardines siderales, esta casa común: la Vía Láctea.
Tras el filo avizor de distancias remotas, cerrados laberintos, espirales de nieblas, esbozan los perfiles de globulares cúmulos, astros insolidarios, altivas supernovas brillando incandescentes como un millón de soles; los agujeros negros, donde todo se olvida en su voracidad de fauces pantanosas; planetas sojuzgados por el frío, esparsiles silentes con lunas clausuradas, cárdenos asteroides vagabundos, hostiles como el odio o la traición; traslúcidos luceros tan cálidos y jóvenes con el brillo candeal de su semilla para poner erguido el aura de los sueños.
Cada solar sistema es una red, un ámbito fluyente de apariciones súbitas y desapariciones, creación, destrucción, en incesante y lento transcurrir. Al entrar en el nuestro, hay enjambres, moléculas orgánicas que rodean a Helios exhalación lumínica de indómitos cometas. Son heraldos del sol que atraviesan sus lindes descubriendo a los astros apagados y a fugitivos cuásares que alumbran un pujante universo desbordándose.
Plutón, el más distante de los mundos fraternos, cubierto por su capa de metano glacial, acompaña a su luna solitaria, Caronte. Giran planetas turbios, monarcas del silencio, proscritos por secretas lejanías. Neptuno, en la luz verde de su cetro invisible, vigía de las cósmicas honduras, con Tritón y Nereida como amantes.
Urano, el enigmático, envuelto por su atmósfera de ponzoñosas densidades frías. y luego el rey de reyes, Saturno, el coronado por cuatro aros concéntricos, rodeado de gemas de todos los relumbres galaxiales. Su séquito, de quince efebos mitológicos, le despliegan la música imantada de sus tenues esferas misteriosas.
Despierta, ciego, Júpiter tonante en llanuras de hidrógeno y fáusticos relámpagos, viento derrochador con titanes candentes. Una esfera vislumbro ardiendo entre sus dunas. Sus cárdenos volcanes amenazan. Huracanes de arenas fugitivas recorren el paisaje pedregoso de: Marte, rojo como la sangre turbulenta.
El calor de dos lumbres en la distancia hermosa, detiene la mirada. Son Venus y Mercurio. Sus fuegos dialogantes nos contemplan. Una luz acerada de acetileno astral, atraviesa, nos fija desde dentro para darnos la fe resplandeciente de los sueños invictos, la espada luminosa que hiende los temores más tenaces.
y de súbito algo nuevo nos estremece. Brisas, nubes, vergeles de la Tierra colman nuestros sentidos de reconocimiento. Frá*** planeta azul, inmenso y cálido que atraviesa los aires, los milenios, llevando nuestros ojos, durmiendo nuestras almas, haciéndonos ceniza, frondosidad de bosques, latidos o recuerdos de las vidas que fuimos.
Busquemos, elijamos el centro de la vida
entre trillones de galaxias mudas,
una, quizás la más extraviada.
Crucemos por la noche inquebrantable
a través de la lumbre del misterio
hasta llegar sin pausa al hogar encendido.
Allí, en un rincón apartado del orbe,
girando en la hermosura de sí misma,
iluminada por difusos nimbos
de rotundas estrellas transparentes,
se yergue en los jardines siderales,
esta casa común: la Vía Láctea.
Tras el filo avizor de distancias remotas,
cerrados laberintos, espirales de nieblas,
esbozan los perfiles de globulares cúmulos,
astros insolidarios, altivas supernovas
brillando incandescentes como un millón de soles;
los agujeros negros, donde todo se olvida
en su voracidad de fauces pantanosas;
planetas sojuzgados por el frío,
esparsiles silentes con lunas clausuradas,
cárdenos asteroides vagabundos,
hostiles como el odio o la traición;
traslúcidos luceros tan cálidos y jóvenes
con el brillo candeal de su semilla
para poner erguido el aura de los sueños.
Cada solar sistema es una red,
un ámbito fluyente de apariciones súbitas
y desapariciones, creación, destrucción,
en incesante y lento transcurrir.
Al entrar en el nuestro, hay enjambres,
moléculas orgánicas que rodean a Helios
exhalación lumínica de indómitos cometas.
Son heraldos del sol que atraviesan sus lindes
descubriendo a los astros apagados
y a fugitivos cuásares que alumbran
un pujante universo desbordándose.
Plutón, el más distante de los mundos fraternos,
cubierto por su capa de metano glacial,
acompaña a su luna solitaria, Caronte.
Giran planetas turbios, monarcas del silencio,
proscritos por secretas lejanías.
Neptuno, en la luz verde de su cetro invisible,
vigía de las cósmicas honduras,
con Tritón y Nereida como amantes.
Urano, el enigmático, envuelto por su atmósfera
de ponzoñosas densidades frías.
y luego el rey de reyes, Saturno, el coronado
por cuatro aros concéntricos, rodeado de gemas
de todos los relumbres galaxiales.
Su séquito, de quince efebos mitológicos,
le despliegan la música imantada
de sus tenues esferas misteriosas.
Despierta, ciego, Júpiter tonante
en llanuras de hidrógeno y fáusticos relámpagos,
viento derrochador con titanes candentes.
Una esfera vislumbro ardiendo entre sus dunas.
Sus cárdenos volcanes amenazan.
Huracanes de arenas fugitivas
recorren el paisaje pedregoso de: Marte, rojo como la sangre turbulenta.
El calor de dos lumbres en la distancia hermosa,
detiene la mirada. Son Venus y Mercurio.
Sus fuegos dialogantes nos contemplan.
Una luz acerada de acetileno astral,
atraviesa, nos fija desde dentro
para darnos la fe resplandeciente
de los sueños invictos, la espada luminosa
que hiende los temores más tenaces.
y de súbito algo nuevo nos estremece.
Brisas, nubes, vergeles de la Tierra
colman nuestros sentidos de reconocimiento.
Frá*** planeta azul, inmenso y cálido
que atraviesa los aires, los milenios,
llevando nuestros ojos, durmiendo nuestras almas,
haciéndonos ceniza, frondosidad de bosques,
latidos o recuerdos de las vidas que fuimos.
Espero te sirva.