Alan Austen, nervioso como un gato, subió cierta oscura y crujiente escalera en las inmediaciones de Pell Street y escudriñó un momento en el sombrío rellano, antes de localizar el nombre que buscaba, escrito confusamente sobre una de las puertas.
Empujó esa puerta, como se le había indicado, y se encontró en una pequeña estancia, en la que no había más mobiliario que una sencilla mesa de cocina, una mecedora y una silla corriente. En una de las sucias paredes color gris había un par de anaqueles que contenía en total, quizás, una docena de botellas y tarros.
Un hombre viejo estaba sentado en la mecedora, leyendo un periódico. Aunque sea más costoso. Ahorrará para ello, si es preciso.—¿De manera que vende realmente pociones de amor? —preguntó Alan.—Si no vendiese pociones de amor —afirmó el anciano, tomando otro frasco—, no le habría mencionado el otro asunto. Únicamente cuando se tiene oportunidad de prestar un servicio, se puede ser tan confidencial.—Y esas pociones —continuó— no son precisamente… hum…—En absoluto —exclamó el viejo—. Sus efectos son permanentes y se prolongan mucho más allá del mero impulso casual. Querrá conocer lo que está pensando, por qué sonríe súbitamente, por qué parece triste.—¡Eso es amor! —gritó Alan.—Sí —asintió el anciano—. ¡Con qué cariño le cuidará! Nunca permitirá que se fatigue, que se siente en una corriente de aire, que descuide su alimentación. Si se retrasa usted una hora, estará aterrada. Pensará que le han matado o que alguna sirena le ha atrapado.—¡Apenas puedo imaginar a Diana así! —exclamó Alan, abrumado de alegría.—No tendrá usted que emplear su imaginación —aseguró el anciano—.
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mateusarianna123
Oye era resumen del cuento pero veo que eres novata así que no importa, sigue asi.
Respuesta:
Cuento de John Collier: El cazador
Alan Austen, nervioso como un gato, subió cierta oscura y crujiente escalera en las inmediaciones de Pell Street y escudriñó un momento en el sombrío rellano, antes de localizar el nombre que buscaba, escrito confusamente sobre una de las puertas.
Empujó esa puerta, como se le había indicado, y se encontró en una pequeña estancia, en la que no había más mobiliario que una sencilla mesa de cocina, una mecedora y una silla corriente. En una de las sucias paredes color gris había un par de anaqueles que contenía en total, quizás, una docena de botellas y tarros.
Un hombre viejo estaba sentado en la mecedora, leyendo un periódico. Aunque sea más costoso. Ahorrará para ello, si es preciso.—¿De manera que vende realmente pociones de amor? —preguntó Alan.—Si no vendiese pociones de amor —afirmó el anciano, tomando otro frasco—, no le habría mencionado el otro asunto. Únicamente cuando se tiene oportunidad de prestar un servicio, se puede ser tan confidencial.—Y esas pociones —continuó— no son precisamente… hum…—En absoluto —exclamó el viejo—. Sus efectos son permanentes y se prolongan mucho más allá del mero impulso casual. Querrá conocer lo que está pensando, por qué sonríe súbitamente, por qué parece triste.—¡Eso es amor! —gritó Alan.—Sí —asintió el anciano—. ¡Con qué cariño le cuidará! Nunca permitirá que se fatigue, que se siente en una corriente de aire, que descuide su alimentación. Si se retrasa usted una hora, estará aterrada. Pensará que le han matado o que alguna sirena le ha atrapado.—¡Apenas puedo imaginar a Diana así! —exclamó Alan, abrumado de alegría.—No tendrá usted que emplear su imaginación —aseguró el anciano—.