El Inquisidor logro descubrir el lugar dónde se escondía el último khipukamayu. Le pagó al chaski que le trajo la noticia y lo despachó, recomendándole que no dejara de informarle sobre los movimientos de ese rebelde. Suponía que estaría haciendo lo de siempre, a pesar de la prohibición que podría costarle la vida. Lo que indudablemente no sabía –ni el chaski—— era que el khipukamayu acababa de dejar este mundo. Picado por una víbora venenosa, en la selva, Wamán Kondorkanki, al extraer las yerbas con las que preparaba sus anilinas, se encontró de cara con la muerte.
El que ahora continuaba con la elaboración de los khipus era yo, su hijo, de apenas 16 años.
Kondorkanki, antes de morir, le había instruido acerca de la importancia de su último khipu. Y no solo eso, sabiendo que irremediablemente se acababan sus días, venciendo las fiebres, diseñó con él la estrategia que debía seguir para preservarlo. Todavía necesitaba de dos colores, para los nudos finales. Era el más importante y complejo de cuantos había amarrado. Los tejidos kallawayas, en cambio, eran más auténticos, aunque herméticos. También había pintores indígenas ——en los templos católicos— que mostraban la imagen de la Virgen María con el cuerpo del Cerro Rico de la
Villa Imperial de Potosí; los inquisidores, complacidos, los dejaban trabajar en paz.
Cierto día, los tejedores, alarmados, dejaron correr la voz con la noticia de que Kondorkanki los iba a exponer a todos. Se había propuesto revelar lo que ningún khipukamayu se animó a hacer. La voz de las montañas está en mis hilos, les había dicho. Nuestra sangre viene del tata Inti, al que ustedes ahora desconocen. Voy a anotar en mis khipus el secreto de los colores que usamos y su simbología. Algunos de los que le escuchaban se retiraron sin proferir ninguna palabra; otros, le dijeron que eso solo les pertenecía a ellos, nada más que a ellos, como legado de sus ancestros; entonces, Kondorkanki decidió callar, recordando que muchos khipukamayus fueron entregados a las autoridades coloniales por sus propios amigos y hermanos.
Tuvo miedo, especialmente al no saber nada de sus hermanos. A pesar del peligro que cernía sobre su cabeza, empeñado en continuar la labor de su padre; concentrándose en el último khipu. No olvidaba que le había recomendado que no hablara con nadie sobre su existencia; algo más, si bien para completarlo precisaba del rojo Sangre de Drago y del azul de Anqas colores que cada vez se le hacían más difíciles de conseguir——, podía suplirlos con otras anilinas; no sería lo mismo, pero añadiendo nuevos amarros, podría explicar su ausencia. Acudió a los ceramistas y tejedores con los que trabajaba su padre. Todo fue inútil.
El Inquisidor se preparaba para abandonar el pueblo de Paria, luego de colocar, en las esquinas de la plaza, un bando engañoso con el fin de atrapar al que consideraba el último khipukamayu. En dicho bando le ofrecía una buena suma de reales en oro. Solo debía revelarle la clave para la lectura de los khipus y entregarle los que todavía mantenía en su poder.
Respuesta:
El Inquisidor logro descubrir el lugar dónde se escondía el último khipukamayu. Le pagó al chaski que le trajo la noticia y lo despachó, recomendándole que no dejara de informarle sobre los movimientos de ese rebelde. Suponía que estaría haciendo lo de siempre, a pesar de la prohibición que podría costarle la vida. Lo que indudablemente no sabía –ni el chaski—— era que el khipukamayu acababa de dejar este mundo. Picado por una víbora venenosa, en la selva, Wamán Kondorkanki, al extraer las yerbas con las que preparaba sus anilinas, se encontró de cara con la muerte.
El que ahora continuaba con la elaboración de los khipus era yo, su hijo, de apenas 16 años.
Kondorkanki, antes de morir, le había instruido acerca de la importancia de su último khipu. Y no solo eso, sabiendo que irremediablemente se acababan sus días, venciendo las fiebres, diseñó con él la estrategia que debía seguir para preservarlo. Todavía necesitaba de dos colores, para los nudos finales. Era el más importante y complejo de cuantos había amarrado. Los tejidos kallawayas, en cambio, eran más auténticos, aunque herméticos. También había pintores indígenas ——en los templos católicos— que mostraban la imagen de la Virgen María con el cuerpo del Cerro Rico de la
Villa Imperial de Potosí; los inquisidores, complacidos, los dejaban trabajar en paz.
Cierto día, los tejedores, alarmados, dejaron correr la voz con la noticia de que Kondorkanki los iba a exponer a todos. Se había propuesto revelar lo que ningún khipukamayu se animó a hacer. La voz de las montañas está en mis hilos, les había dicho. Nuestra sangre viene del tata Inti, al que ustedes ahora desconocen. Voy a anotar en mis khipus el secreto de los colores que usamos y su simbología. Algunos de los que le escuchaban se retiraron sin proferir ninguna palabra; otros, le dijeron que eso solo les pertenecía a ellos, nada más que a ellos, como legado de sus ancestros; entonces, Kondorkanki decidió callar, recordando que muchos khipukamayus fueron entregados a las autoridades coloniales por sus propios amigos y hermanos.
Tuvo miedo, especialmente al no saber nada de sus hermanos. A pesar del peligro que cernía sobre su cabeza, empeñado en continuar la labor de su padre; concentrándose en el último khipu. No olvidaba que le había recomendado que no hablara con nadie sobre su existencia; algo más, si bien para completarlo precisaba del rojo Sangre de Drago y del azul de Anqas colores que cada vez se le hacían más difíciles de conseguir——, podía suplirlos con otras anilinas; no sería lo mismo, pero añadiendo nuevos amarros, podría explicar su ausencia. Acudió a los ceramistas y tejedores con los que trabajaba su padre. Todo fue inútil.
El Inquisidor se preparaba para abandonar el pueblo de Paria, luego de colocar, en las esquinas de la plaza, un bando engañoso con el fin de atrapar al que consideraba el último khipukamayu. En dicho bando le ofrecía una buena suma de reales en oro. Solo debía revelarle la clave para la lectura de los khipus y entregarle los que todavía mantenía en su poder.
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espero que te ayude