Un día, hace mucho tiempo, un muchacho llamado Pedro Urdemales se fue de su casa con la intención de recorrer el mundo. Quería conocer nuevas ciudades, hablar con otra gente y hacer buenos negocios.
Confiado en su talento partió hacia nuevos destinos. Caminó y caminó atravesando todo el campo hasta llegar al primer pueblo. Muy cansado y hambriento pensó qué podría hacer para conseguir dinero, encontrar un lugar donde descansar, un transporte para seguir viaje y mucha comida.
Mientras se rompía la cabeza pensando, un gordo caballero bien vestido venía avanzando en un hermoso caballo alazán. Al verlo, a Urdemales se le ocurrió una idea luminosa. Buscó una hoja de nogal y, tirándose al suelo, la cubrió con su sombrero apretando las alas.
Mientras tanto, el desconocido caballero se acercaba cada vez más. Al observar la incómoda posición del caminante le preguntó:
‑¿Qué hace allí, buen hombre?
‑Acabo de encontrar una paloma de oro.
‑¿Es usted un cazador?
‑No, señor, por eso tengo miedo de que se escape.
‑¿Está viva?
‑Sí, señor.
‑Entonces, ¿puedo verla?
‑Imposible, señor. Es muy arisca, tiene una fuerza poderosa y es el único ejemplar que existe en la región.
‑¿Será la paloma de la leyenda sagrada?
‑Posiblemente...
‑Bueno, se la compro. ¿Quiere venderla?
‑Imposible, señor. Estas aves son una fortuna del cielo.
El caballero, sugestionado por la curiosidad, se bajó del caballo y observó con atención al sujeto, mientras pensaba qué más ofrecerle para convencerlo de que le vendiera la paloma de oro.
Urdemales, imaginando su asombro, le dijo humildemente:
‑Vea, señor. Estoy pensando en su propuesta.
‑Me alegra escucharlo, buen hombre. En la vida todo es cuestión de vender y comprar.
‑Es cierto, señor.
‑Entonces, ¿me la venderá?
‑Sí, señor, se la venderé. Pensándolo bien, yo no la necesito. Soy muy pobre, no tengp con qué alimentarla y además no sé para qué me podría servir tener una paloma tan valiosa.
‑¡Claro! ¿Me dice usted por favor cuánto vale?
‑El precio es lo de menos, señor. Ya arreglaremos, pero antes ayúdeme a cazarla.
‑¿En qué forma? Si ya la tiene prisionera.
‑Es sencillo. Usted aprieta las alas del sombrero hasta que yo vaya a buscar una jaula al primer negocio que encuentre en el camino.
‑Bien pensado, amigo. Vaya tranquilo que de mis manos no se escapará la paloma.
‑Pero si voy a pie demoraré mucho y la paloma podría asfixiarse.
‑Tiene razón, ¿qué podríamos hacer?
‑Sencillito, si usted es amable y me presta su caballo un ratito.
‑Cómo no, amigo, puede ocuparlo con confianza. Es manso el pobrecito.
‑¡Ah! Pero me olvidaba de¡ dinero. Si usted ya me da algo a cuenta, me servirá para comprar la jaula.
‑Es cierto, pero usted tendrá que sacar la cartera del bolsillo de mi pantalón, porque yo tengo las manos ocupadas.
‑No importa, si usted me autoriza...
‑Claro, amigo.
Rapidito, Urdemales le sacó la cartera y retirando todos los billetes, volvió a colocarla en su lugar.
‑¡Caramba, señor! Ahora que lo pienso, también tendrá que prestarme su sombrero, porque no queda bien que vaya con la cabeza descubierta y a caballo por esos lugares.
‑Bueno, amigo, lleve no más y no demore mucho.
‑¡Gracias, señor! Enseguidita vuelvo...
Pedro Urdemales, convencido de que lo había engañado, montó en el caballo y partió rápidamente hacia el pueblo.
Mientras tanto, el caballero seguía tirado en el piso, cubriendo la paloma y pensando en los magníficos negocios que podría hacer con ella.
Pero el tiempo fue pasando... y el caballero empezó a desconfiar. Su curiosidad lo quemaba, quería levantar el ala del sombrero para espiar pero tenía miedo de que la paloma se le escapara.
Y el tiempo siguió pasando... hasta que el caballero perdió la paciencia. Metió la mano debajo del sombrero y ¡oh oh ohhhh! sólo sintió la tersura de una hoja de nogal.
La lección había sido amarga y dolorosa. Engañado, debió regresar a pie por los oscuros caminos del monte, sin dinero ni paloma, mientras Urdemales se retorcía de risa pensando en las maldiciones que le estaría mandando el pobre caballero.
Un día, hace mucho tiempo, un muchacho llamado Pedro Urdemales se fue de su casa con la intención de recorrer el mundo. Quería conocer nuevas ciudades, hablar con otra gente y hacer buenos negocios.
Confiado en su talento partió hacia nuevos destinos. Caminó y caminó atravesando todo el campo hasta llegar al primer pueblo. Muy cansado y hambriento pensó qué podría hacer para conseguir dinero, encontrar un lugar donde descansar, un transporte para seguir viaje y mucha comida.
Mientras se rompía la cabeza pensando, un gordo caballero bien vestido venía avanzando en un hermoso caballo alazán. Al verlo, a Urdemales se le ocurrió una idea luminosa. Buscó una hoja de nogal y, tirándose al suelo, la cubrió con su sombrero apretando las alas.
Mientras tanto, el desconocido caballero se acercaba cada vez más. Al observar la incómoda posición del caminante le preguntó:
‑¿Qué hace allí, buen hombre?
‑Acabo de encontrar una paloma de oro.
‑¿Es usted un cazador?
‑No, señor, por eso tengo miedo de que se escape.
‑¿Está viva?
‑Sí, señor.
‑Entonces, ¿puedo verla?
‑Imposible, señor. Es muy arisca, tiene una fuerza poderosa y es el único ejemplar que existe en la región.
‑¿Será la paloma de la leyenda sagrada?
‑Posiblemente...
‑Bueno, se la compro. ¿Quiere venderla?
‑Imposible, señor. Estas aves son una fortuna del cielo.
El caballero, sugestionado por la curiosidad, se bajó del caballo y observó con atención al sujeto, mientras pensaba qué más ofrecerle para convencerlo de que le vendiera la paloma de oro.
Urdemales, imaginando su asombro, le dijo humildemente:
‑Vea, señor. Estoy pensando en su propuesta.
‑Me alegra escucharlo, buen hombre. En la vida todo es cuestión de vender y comprar.
‑Es cierto, señor.
‑Entonces, ¿me la venderá?
‑Sí, señor, se la venderé. Pensándolo bien, yo no la necesito. Soy muy pobre, no tengp con qué alimentarla y además no sé para qué me podría servir tener una paloma tan valiosa.
‑¡Claro! ¿Me dice usted por favor cuánto vale?
‑El precio es lo de menos, señor. Ya arreglaremos, pero antes ayúdeme a cazarla.
‑¿En qué forma? Si ya la tiene prisionera.
‑Es sencillo. Usted aprieta las alas del sombrero hasta que yo vaya a buscar una jaula al primer negocio que encuentre en el camino.
‑Bien pensado, amigo. Vaya tranquilo que de mis manos no se escapará la paloma.
‑Pero si voy a pie demoraré mucho y la paloma podría asfixiarse.
‑Tiene razón, ¿qué podríamos hacer?
‑Sencillito, si usted es amable y me presta su caballo un ratito.
‑Cómo no, amigo, puede ocuparlo con confianza. Es manso el pobrecito.
‑¡Ah! Pero me olvidaba de¡ dinero. Si usted ya me da algo a cuenta, me servirá para comprar la jaula.
‑Es cierto, pero usted tendrá que sacar la cartera del bolsillo de mi pantalón, porque yo tengo las manos ocupadas.
‑No importa, si usted me autoriza...
‑Claro, amigo.
Rapidito, Urdemales le sacó la cartera y retirando todos los billetes, volvió a colocarla en su lugar.
‑¡Caramba, señor! Ahora que lo pienso, también tendrá que prestarme su sombrero, porque no queda bien que vaya con la cabeza descubierta y a caballo por esos lugares.
‑Bueno, amigo, lleve no más y no demore mucho.
‑¡Gracias, señor! Enseguidita vuelvo...
Pedro Urdemales, convencido de que lo había engañado, montó en el caballo y partió rápidamente hacia el pueblo.
Mientras tanto, el caballero seguía tirado en el piso, cubriendo la paloma y pensando en los magníficos negocios que podría hacer con ella.
Pero el tiempo fue pasando... y el caballero empezó a desconfiar. Su curiosidad lo quemaba, quería levantar el ala del sombrero para espiar pero tenía miedo de que la paloma se le escapara.
Y el tiempo siguió pasando... hasta que el caballero perdió la paciencia. Metió la mano debajo del sombrero y ¡oh oh ohhhh! sólo sintió la tersura de una hoja de nogal.
La lección había sido amarga y dolorosa. Engañado, debió regresar a pie por los oscuros caminos del monte, sin dinero ni paloma, mientras Urdemales se retorcía de risa pensando en las maldiciones que le estaría mandando el pobre caballero.
Urdemales y la paloma de oro
Un día, hace mucho tiempo, un muchacho llamado Pedro Urdemales se fue de su casa con la intención de recorrer el mundo. Quería conocer nuevas ciudades, hablar con otra gente y hacer buenos negocios.
Confiado en su talento partió hacia nuevos destinos. Caminó y caminó atravesando todo el campo hasta llegar al primer pueblo. Muy cansado y hambriento pensó qué podría hacer para conseguir dinero, encontrar un lugar donde descansar, un transporte para seguir viaje y mucha comida.
Mientras se rompía la cabeza pensando, un gordo caballero bien vestido venía avanzando en un hermoso caballo alazán. Al verlo, a Urdemales se le ocurrió una idea luminosa. Buscó una hoja de nogal y, tirándose al suelo, la cubrió con su sombrero apretando las alas.
Mientras tanto, el desconocido caballero se acercaba cada vez más. Al observar la incómoda posición del caminante le preguntó:
‑¿Qué hace allí, buen hombre?
‑Acabo de encontrar una paloma de oro.
‑¿Es usted un cazador?
‑No, señor, por eso tengo miedo de que se escape.
‑¿Está viva?
‑Sí, señor.
‑Entonces, ¿puedo verla?
‑Imposible, señor. Es muy arisca, tiene una fuerza poderosa y es el único ejemplar que existe en la región.
‑¿Será la paloma de la leyenda sagrada?
‑Posiblemente...
‑Bueno, se la compro. ¿Quiere venderla?
‑Imposible, señor. Estas aves son una fortuna del cielo.
El caballero, sugestionado por la curiosidad, se bajó del caballo y observó con atención al sujeto, mientras pensaba qué más ofrecerle para convencerlo de que le vendiera la paloma de oro.
Urdemales, imaginando su asombro, le dijo humildemente:
‑Vea, señor. Estoy pensando en su propuesta.
‑Me alegra escucharlo, buen hombre. En la vida todo es cuestión de vender y comprar.
‑Es cierto, señor.
‑Entonces, ¿me la venderá?
‑Sí, señor, se la venderé. Pensándolo bien, yo no la necesito. Soy muy pobre, no tengp con qué alimentarla y además no sé para qué me podría servir tener una paloma tan valiosa.
‑¡Claro! ¿Me dice usted por favor cuánto vale?
‑El precio es lo de menos, señor. Ya arreglaremos, pero antes ayúdeme a cazarla.
‑¿En qué forma? Si ya la tiene prisionera.
‑Es sencillo. Usted aprieta las alas del sombrero hasta que yo vaya a buscar una jaula al primer negocio que encuentre en el camino.
‑Bien pensado, amigo. Vaya tranquilo que de mis manos no se escapará la paloma.
‑Pero si voy a pie demoraré mucho y la paloma podría asfixiarse.
‑Tiene razón, ¿qué podríamos hacer?
‑Sencillito, si usted es amable y me presta su caballo un ratito.
‑Cómo no, amigo, puede ocuparlo con confianza. Es manso el pobrecito.
‑¡Ah! Pero me olvidaba de¡ dinero. Si usted ya me da algo a cuenta, me servirá para comprar la jaula.
‑Es cierto, pero usted tendrá que sacar la cartera del bolsillo de mi pantalón, porque yo tengo las manos ocupadas.
‑No importa, si usted me autoriza...
‑Claro, amigo.
Rapidito, Urdemales le sacó la cartera y retirando todos los billetes, volvió a colocarla en su lugar.
‑¡Caramba, señor! Ahora que lo pienso, también tendrá que prestarme su sombrero, porque no queda bien que vaya con la cabeza descubierta y a caballo por esos lugares.
‑Bueno, amigo, lleve no más y no demore mucho.
‑¡Gracias, señor! Enseguidita vuelvo...
Pedro Urdemales, convencido de que lo había engañado, montó en el caballo y partió rápidamente hacia el pueblo.
Mientras tanto, el caballero seguía tirado en el piso, cubriendo la paloma y pensando en los magníficos negocios que podría hacer con ella.
Pero el tiempo fue pasando... y el caballero empezó a desconfiar. Su curiosidad lo quemaba, quería levantar el ala del sombrero para espiar pero tenía miedo de que la paloma se le escapara.
Y el tiempo siguió pasando... hasta que el caballero perdió la paciencia. Metió la mano debajo del sombrero y ¡oh oh ohhhh! sólo sintió la tersura de una hoja de nogal.
La lección había sido amarga y dolorosa. Engañado, debió regresar a pie por los oscuros caminos del monte, sin dinero ni paloma, mientras Urdemales se retorcía de risa pensando en las maldiciones que le estaría mandando el pobre caballero.
Un día, hace mucho tiempo, un muchacho llamado Pedro Urdemales se fue de su casa con la intención de recorrer el mundo. Quería conocer nuevas ciudades, hablar con otra gente y hacer buenos negocios.
Confiado en su talento partió hacia nuevos destinos. Caminó y caminó atravesando todo el campo hasta llegar al primer pueblo. Muy cansado y hambriento pensó qué podría hacer para conseguir dinero, encontrar un lugar donde descansar, un transporte para seguir viaje y mucha comida.
Mientras se rompía la cabeza pensando, un gordo caballero bien vestido venía avanzando en un hermoso caballo alazán. Al verlo, a Urdemales se le ocurrió una idea luminosa. Buscó una hoja de nogal y, tirándose al suelo, la cubrió con su sombrero apretando las alas.
Mientras tanto, el desconocido caballero se acercaba cada vez más. Al observar la incómoda posición del caminante le preguntó:
‑¿Qué hace allí, buen hombre?
‑Acabo de encontrar una paloma de oro.
‑¿Es usted un cazador?
‑No, señor, por eso tengo miedo de que se escape.
‑¿Está viva?
‑Sí, señor.
‑Entonces, ¿puedo verla?
‑Imposible, señor. Es muy arisca, tiene una fuerza poderosa y es el único ejemplar que existe en la región.
‑¿Será la paloma de la leyenda sagrada?
‑Posiblemente...
‑Bueno, se la compro. ¿Quiere venderla?
‑Imposible, señor. Estas aves son una fortuna del cielo.
El caballero, sugestionado por la curiosidad, se bajó del caballo y observó con atención al sujeto, mientras pensaba qué más ofrecerle para convencerlo de que le vendiera la paloma de oro.
Urdemales, imaginando su asombro, le dijo humildemente:
‑Vea, señor. Estoy pensando en su propuesta.
‑Me alegra escucharlo, buen hombre. En la vida todo es cuestión de vender y comprar.
‑Es cierto, señor.
‑Entonces, ¿me la venderá?
‑Sí, señor, se la venderé. Pensándolo bien, yo no la necesito. Soy muy pobre, no tengp con qué alimentarla y además no sé para qué me podría servir tener una paloma tan valiosa.
‑¡Claro! ¿Me dice usted por favor cuánto vale?
‑El precio es lo de menos, señor. Ya arreglaremos, pero antes ayúdeme a cazarla.
‑¿En qué forma? Si ya la tiene prisionera.
‑Es sencillo. Usted aprieta las alas del sombrero hasta que yo vaya a buscar una jaula al primer negocio que encuentre en el camino.
‑Bien pensado, amigo. Vaya tranquilo que de mis manos no se escapará la paloma.
‑Pero si voy a pie demoraré mucho y la paloma podría asfixiarse.
‑Tiene razón, ¿qué podríamos hacer?
‑Sencillito, si usted es amable y me presta su caballo un ratito.
‑Cómo no, amigo, puede ocuparlo con confianza. Es manso el pobrecito.
‑¡Ah! Pero me olvidaba de¡ dinero. Si usted ya me da algo a cuenta, me servirá para comprar la jaula.
‑Es cierto, pero usted tendrá que sacar la cartera del bolsillo de mi pantalón, porque yo tengo las manos ocupadas.
‑No importa, si usted me autoriza...
‑Claro, amigo.
Rapidito, Urdemales le sacó la cartera y retirando todos los billetes, volvió a colocarla en su lugar.
‑¡Caramba, señor! Ahora que lo pienso, también tendrá que prestarme su sombrero, porque no queda bien que vaya con la cabeza descubierta y a caballo por esos lugares.
‑Bueno, amigo, lleve no más y no demore mucho.
‑¡Gracias, señor! Enseguidita vuelvo...
Pedro Urdemales, convencido de que lo había engañado, montó en el caballo y partió rápidamente hacia el pueblo.
Mientras tanto, el caballero seguía tirado en el piso, cubriendo la paloma y pensando en los magníficos negocios que podría hacer con ella.
Pero el tiempo fue pasando... y el caballero empezó a desconfiar. Su curiosidad lo quemaba, quería levantar el ala del sombrero para espiar pero tenía miedo de que la paloma se le escapara.
Y el tiempo siguió pasando... hasta que el caballero perdió la paciencia. Metió la mano debajo del sombrero y ¡oh oh ohhhh! sólo sintió la tersura de una hoja de nogal.
La lección había sido amarga y dolorosa. Engañado, debió regresar a pie por los oscuros caminos del monte, sin dinero ni paloma, mientras Urdemales se retorcía de risa pensando en las maldiciones que le estaría mandando el pobre caballero.