Mas, ante todo, ruego y suplico al lector benévolo por nuestro mismo Señor Jesucristo, que lea estos escritos con juicio o más bien con mucha conmiseración, sabiendo que yo en otro tiempo era monje y papista completamente insensato, cuando empecé el asunto. Estaba tan ebrio y hasta sumergido en los dogmas del Papa que habría estado dispuesto, de haber podido, a asesinar a cuantos menoscababan la obediencia al Papa, aunque fuese con una sola sílaba, y hubiese cooperado con los asesinos y aprobado el homicidio. Tanto fui Saúl como hasta hoy en día lo son muchos. Yo no era tan frío como el hielo hasta en la defensa del papado como lo fueron Eck y sus semejantes, quienes parecían defender al Papa más por interés del estómago en vez de gestionar seriamente su causa. Más bien me parece que hasta hoy se ríen del Papa. ¡Esos epicúreos! Yo, en cambio, agenciaba con seriedad su causa por tener un miedo horrible al día del juicio y, no obstante, anhelaba de todo corazón ser salvo.
De esta manera notarás que en estos escritos tempranos míos hago al Papa muchas grandes concesiones humildísimas, las que en obras posteriores y en la actualidad tengo y condeno como a suma blasfemia y abominación. Por tanto, complaciente lector, has de atribuir este error o, como dicen mis calumniadores, esta contradicción a la situación de la época y a mi impericia. Al principio yo estaba solo, y por cierto carecía de toda aptitud y preparación, para atender tantas cosas. Por casualidad y no por mi voluntad e intención caí en esas marañas. Invoco a Dios como testigo.
En el año 1517 se vendieron en nuestra región indulgencias (quise decir: se promulgaron) por el lucro más ignominioso. Era en aquel tiempo predicador y joven doctor en teología, como se dice, y comencé a disuadir a las gentes y a exhortarlas para que no prestasen oído al clamor de los mercaderes de indulgencias, dado que tenían cosas mejores que hacer. En eso estaba seguro de contar con la protección del Papa confiando plenamente en él, porque en sus decretos condena con toda claridad la inmodestia de los quaestores (así llama a los predicadores de indulgencias).
En seguida escribí dos cartas, dirigiendo una al arzobispo Alberto de Maguncia, quien recibía la mitad del dinero de las indulgencias. El resto le correspondía al Papa, circunstancia que yo ignoraba en aquel entonces. La segunda carta la mandé al ordinarius loci, como se dice, Jerónimo, obispo de Brandenburgo, rogando que pusiera coto a la impudencia y a la blasfemia de los quaestores. Pero el pobrecito monje fue despreciado. Al verme tratado con desdén, publiqué una cédula de disputación a la par que el Sermón alemán sobre las indulgencias, así como poco más tarde también las Resolutiones. En estas publicaciones, por el honor del Papa, trataba del asunto de tal manera que las indulgencias en sí no se condenaban, pero se insistía en que se deberían preferir las buenas obras de caridad.
¡Esto significaba haber derrumbado el cielo y haber arrasado el mundo con fuego! Me acusan ante el Papa; me citan a Roma. Contra mí, un hombre solo, se levanta todo el papado.
Martín Lutero5 de marzo de 1545.
Extraído de "PREFACIO AL PRIMER TOMO DE LOS ESCRITOS LATINOS". Obtenga una copia en esta web en BIBLIOTECA VIRTUAL, Biblioteca Martín Lutero_Bibliografía desde 1539 a 1545
Mas, ante todo, ruego y suplico al lector benévolo por nuestro mismo Señor Jesucristo, que lea estos escritos con juicio o más bien con mucha conmiseración, sabiendo que yo en otro tiempo era monje y papista completamente insensato, cuando empecé el asunto. Estaba tan ebrio y hasta sumergido en los dogmas del Papa que habría estado dispuesto, de haber podido, a asesinar a cuantos menoscababan la obediencia al Papa, aunque fuese con una sola sílaba, y hubiese cooperado con los asesinos y aprobado el homicidio. Tanto fui Saúl como hasta hoy en día lo son muchos. Yo no era tan frío como el hielo hasta en la defensa del papado como lo fueron Eck y sus semejantes, quienes parecían defender al Papa más por interés del estómago en vez de gestionar seriamente su causa. Más bien me parece que hasta hoy se ríen del Papa. ¡Esos epicúreos! Yo, en cambio, agenciaba con seriedad su causa por tener un miedo horrible al día del juicio y, no obstante, anhelaba de todo corazón ser salvo.
De esta manera notarás que en estos escritos tempranos míos hago al Papa muchas grandes concesiones humildísimas, las que en obras posteriores y en la actualidad tengo y condeno como a suma blasfemia y abominación. Por tanto, complaciente lector, has de atribuir este error o, como dicen mis calumniadores, esta contradicción a la situación de la época y a mi impericia. Al principio yo estaba solo, y por cierto carecía de toda aptitud y preparación, para atender tantas cosas. Por casualidad y no por mi voluntad e intención caí en esas marañas. Invoco a Dios como testigo.
En el año 1517 se vendieron en nuestra región indulgencias (quise decir: se promulgaron) por el lucro más ignominioso. Era en aquel tiempo predicador y joven doctor en teología, como se dice, y comencé a disuadir a las gentes y a exhortarlas para que no prestasen oído al clamor de los mercaderes de indulgencias, dado que tenían cosas mejores que hacer. En eso estaba seguro de contar con la protección del Papa confiando plenamente en él, porque en sus decretos condena con toda claridad la inmodestia de los quaestores (así llama a los predicadores de indulgencias).
En seguida escribí dos cartas, dirigiendo una al arzobispo Alberto de Maguncia, quien recibía la mitad del dinero de las indulgencias. El resto le correspondía al Papa, circunstancia que yo ignoraba en aquel entonces. La segunda carta la mandé al ordinarius loci, como se dice, Jerónimo, obispo de Brandenburgo, rogando que pusiera coto a la impudencia y a la blasfemia de los quaestores. Pero el pobrecito monje fue despreciado. Al verme tratado con desdén, publiqué una cédula de disputación a la par que el Sermón alemán sobre las indulgencias, así como poco más tarde también las Resolutiones. En estas publicaciones, por el honor del Papa, trataba del asunto de tal manera que las indulgencias en sí no se condenaban, pero se insistía en que se deberían preferir las buenas obras de caridad.
¡Esto significaba haber derrumbado el cielo y haber arrasado el mundo con fuego! Me acusan ante el Papa; me citan a Roma. Contra mí, un hombre solo, se levanta todo el papado.
Martín Lutero5 de marzo de 1545.Extraído de "PREFACIO AL PRIMER TOMO DE LOS ESCRITOS LATINOS". Obtenga una copia en esta web en BIBLIOTECA VIRTUAL, Biblioteca Martín Lutero_Bibliografía desde 1539 a 1545