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Cuando se observan las estadísticas sobre la valoración ciudadana de las diferentes actividades de la vida social, desde hace años -¡demasiados!- la política y los políticos ocupan el último lugar, a gran distancia del penúltimo clasificado.
Con el pasotismo ibérico que nos caracteriza minimizamos este hecho con la guasa o con el tremendismo, pero lo minimizamos olvidando que la política es el arte del buen gobierno y los políticos son los responsables de llevarlo a buen fin. Gobernar no es ocupar cargos públicos sino dirigir todos los esfuerzos hacia un mejoramiento colectivo, tanto económico, social, cultural, educativo y de libertades.
Hay una evidente separación entre política y ciudadanía. ¿Esto es grave o es una mera anécdota que no afecta a la vida diaria? ¿Es normal dicha separación? ¿Por qué se ha producido y cómo se puede volver a recuperar la conexión sociedad civil y política? ¿Podemos hacer algo?
Sobre la primera cuestión decir que sí, que es muy grave el que haya un divorcio entre el pueblo y sus dirigentes. Toda separación implica una ignorancia del otro, de sus necesidades, de sus inquietudes y aspiraciones. Es un enroque en posiciones unilaterales donde la política ha dejado de ser el arte de buscar lo mejor para los ciudadanos sobre la base de la justicia, para convertirse en una empresa privada que busca favorecer a los propios y perjudicar a los contrarios: el partido y sus intereses desplazan a los intereses generales, los programas electorales a veces no se piensan y son electoralistas pues no se cumplen ni se exigen responsabilidades, la burocracia reemplaza a la buena administración, de estar al “servicio del ciudadano” se pasa a “servirse del ciudadano” y, para muchos, la política es una forma de prosperar y de llegar a ser “alguien”. Este es el peligro de caer en una partitocracia o el poder de los partidos políticos, con sus consecuencias: el clientelismo, la corrupción y la pérdida de libertades. Como la mayoría de las personas rechazan lo anterior, los ciudadanos caen en una resignación que puede llegar a ser enfermiza si anula la capacidad de reacción. Así los políticos van a lo suyo y el ciudadano trata de hacer su vida pasando lo más desapercibido posible ante los estamentos públicos.
Con el pasotismo ibérico que nos caracteriza minimizamos este hecho con la guasa o con el tremendismo, pero lo minimizamos olvidando que la política es el arte del buen gobierno y los políticos son los responsables de llevarlo a buen fin. Gobernar no es ocupar cargos públicos sino dirigir todos los esfuerzos hacia un mejoramiento colectivo, tanto económico, social, cultural, educativo y de libertades.
Hay una evidente separación entre política y ciudadanía. ¿Esto es grave o es una mera anécdota que no afecta a la vida diaria? ¿Es normal dicha separación? ¿Por qué se ha producido y cómo se puede volver a recuperar la conexión sociedad civil y política? ¿Podemos hacer algo?
Sobre la primera cuestión decir que sí, que es muy grave el que haya un divorcio entre el pueblo y sus dirigentes. Toda separación implica una ignorancia del otro, de sus necesidades, de sus inquietudes y aspiraciones. Es un enroque en posiciones unilaterales donde la política ha dejado de ser el arte de buscar lo mejor para los ciudadanos sobre la base de la justicia, para convertirse en una empresa privada que busca favorecer a los propios y perjudicar a los contrarios: el partido y sus intereses desplazan a los intereses generales, los programas electorales a veces no se piensan y son electoralistas pues no se cumplen ni se exigen responsabilidades, la burocracia reemplaza a la buena administración, de estar al “servicio del ciudadano” se pasa a “servirse del ciudadano” y, para muchos, la política es una forma de prosperar y de llegar a ser “alguien”. Este es el peligro de caer en una partitocracia o el poder de los partidos políticos, con sus consecuencias: el clientelismo, la corrupción y la pérdida de libertades. Como la mayoría de las personas rechazan lo anterior, los ciudadanos caen en una resignación que puede llegar a ser enfermiza si anula la capacidad de reacción. Así los políticos van a lo suyo y el ciudadano trata de hacer su vida pasando lo más desapercibido posible ante los estamentos públicos.