Nos encontramos en un planeta en el que se ha invertido el marco histórico del que procedemos. Nuestro pensamiento aún se nutre de una visión de un mundo en el que predominaban las fuerzas de la naturaleza, en el que la ciudad, la urbanización, se enfrentaba a la tarea de ganar metro a metro espacio a la naturaleza, y en el que ésta nos parecía capaz de recuperar el espacio ganado si cejábamos en nuestro esfuerzo. Pero la realidad es la inversa, hace ya tiempo que la urbanización, no ya la ciudad, ha ganado la partida; los espacios ganados por la urbanización no son recuperables por la naturaleza, aun cuando son abandonados lo natural no vuelve si no es de manera marginal y en una forma degradada, incapaz de reconstruir los ciclos de la vida en su magnitud original. Vivimos en un mundo urbanizado, en el que todo el planeta es puesto al servicio del sistema urbano-industrial y en el que cada día se pierden especies, suelos y capacidad de regenerar los materiales usados. Lo anterior no pasaría de ser un problema estético o cultural, si no fuese porque pese a la aparente capacidad de nuestra tecnología para simular eficacia e independencia de la naturaleza, no dejamos de depender de la biosfera, de sus ciclos y su capacidad de regeneración, para mantenernos como especie, para vivir, en suma.
El dilema del que aquí se trata es cómo revertir el proceso de la urbanización, cómo acoplar nuestra acomodación sobre el planeta a la conservación de sus ciclos con la suficiente eficacia para mantener las condiciones de la vida. Podríamos definir la urbanización como "una actuación sobre el ecosistema que impide su regeneración autónoma". La urbanización supone la destrucción de la fertilidad, la ruptura entre el suelo y la atmósfera, el traslado de los cursos de agua, la impermeabilización de los suelos y el vertido de residuos (extraños para la naturaleza o en tal cantidad que saturan la capacidad del ecosistema para reciclarlos). La urbanización es tan intensiva, que no solo afecta al propio lugar en el que se produce, sino que degrada los suelos de los que se surte. Pero no sólo es intensiva, sino que es masiva, de forma que ha revertido la situación inicial; tenemos un planeta cada vez más urbanizado en el que los espacios naturales tienen difícil su propia regeneración o mantenimiento.
Nos encontramos en un planeta en el que se ha invertido el marco histórico del que procedemos. Nuestro pensamiento aún se nutre de una visión de un mundo en el que predominaban las fuerzas de la naturaleza, en el que la ciudad, la urbanización, se enfrentaba a la tarea de ganar metro a metro espacio a la naturaleza, y en el que ésta nos parecía capaz de recuperar el espacio ganado si cejábamos en nuestro esfuerzo. Pero la realidad es la inversa, hace ya tiempo que la urbanización, no ya la ciudad, ha ganado la partida; los espacios ganados por la urbanización no son recuperables por la naturaleza, aun cuando son abandonados lo natural no vuelve si no es de manera marginal y en una forma degradada, incapaz de reconstruir los ciclos de la vida en su magnitud original. Vivimos en un mundo urbanizado, en el que todo el planeta es puesto al servicio del sistema urbano-industrial y en el que cada día se pierden especies, suelos y capacidad de regenerar los materiales usados. Lo anterior no pasaría de ser un problema estético o cultural, si no fuese porque pese a la aparente capacidad de nuestra tecnología para simular eficacia e independencia de la naturaleza, no dejamos de depender de la biosfera, de sus ciclos y su capacidad de regeneración, para mantenernos como especie, para vivir, en suma.
El dilema del que aquí se trata es cómo revertir el proceso de la urbanización, cómo acoplar nuestra acomodación sobre el planeta a la conservación de sus ciclos con la suficiente eficacia para mantener las condiciones de la vida. Podríamos definir la urbanización como "una actuación sobre el ecosistema que impide su regeneración autónoma". La urbanización supone la destrucción de la fertilidad, la ruptura entre el suelo y la atmósfera, el traslado de los cursos de agua, la impermeabilización de los suelos y el vertido de residuos (extraños para la naturaleza o en tal cantidad que saturan la capacidad del ecosistema para reciclarlos). La urbanización es tan intensiva, que no solo afecta al propio lugar en el que se produce, sino que degrada los suelos de los que se surte. Pero no sólo es intensiva, sino que es masiva, de forma que ha revertido la situación inicial; tenemos un planeta cada vez más urbanizado en el que los espacios naturales tienen difícil su propia regeneración o mantenimiento.