-También andamos listos por acá... -respondía Avelino con su alegre ligereza-. Las conozco, señor Berándiz, y a mí no me engañan. ¡Quia! Me toman el género lo mismo que pan bendito... Y como todo lo que las digo es de dientes afuera, aunque ellas crean otra cosa, me quedo yo muy sereno para olfatear los malos propósitos... ¿Ha pasado algo desagradable nunca? Ni pasará. Estoy al quite.
Sólo a medias se tranquilizaba el judío, inquieto ante la galantería del dependiente. «¡Jum, jum! -murmuraba, rascándose suavemente el ala de la nariz-. ¡Tantas veces va el cántaro!... Y éste no repara: lo mismo envía en descubierto una rivière de chatones que un broche de perlillas de cien pesetas...».
Sólo por el olor pronunciado a esencias extravagantes que exhalaba, ya alarmó a Berándiz una cliente desconocida, que se presentó una tarde pidiendo de lo más caro y de lo mejor. Naturalmente, la monopolizó Avelino. La extranjera -lo era de fijo, por el acento y la exageración de la espléndida indumentaria- tenía un rostro picante, sin belleza, pero lleno de bellaquería; el pelo casi rojo, y las mejillas como esmaltadas a fuerza de pintura. Avelino, envolviéndola en fulgores y en humedades de miradas, fascinándola con la sonrisa, consiguió que adquiriese de golpe una lanzadera de mil pesetas, un broche de setecientas y un lapicillo de oro cincelado de trescientas. Garbosamente, la extranjera sacó de la elegante bolsa dos billetes blanquiazules de a mil francos, y Berándiz, cuya pose (todos lo sabemos) es la corrección, advirtió deferentemente a Avelino:
-Que vayan enfrente, a la casa de cambio, a saber la cotización, para devolver a esta señora la diferencia.
Así se hizo. La extranjera, mientras se cambiaban los billetes, continuaba revolviendo, como caprichosa mal saciada.
-Un hilito de perlas... ¡Hace tanto tiempo que tengo este antojo! ¿Hay alguno regular?
Salieron tres muy ricos. El pago inmediato de las otras joyas había amansado al mismo Berándiz, y Avelino, presintiendo el gran día, de venta gorda, se liquidaba, se deshacía, probando las sartas a la cliente con gestos de fervor. Eran una ganga: baratísimas; ya no se encontraban así; las tenían de antiguo en la casa. La señora haría bien en aprovechar la ocasión. ¡Oh, qué tono el de las perlas al lado de la piel! ¡Qué dos blancuras encantadoras!
Sonreía, halagada, la extranjera; pero al mismo tiempo..., esto de los hilos..., vamos..., no se atrevía..., sin que monsieur... Se trataba, al fin, de algo importante: monsieur vendría a verlos mañana; hoy estaba atareado con tantos negocios, y sólo regresaría al hotel a la hora de comer
No es realiste
-También andamos listos por acá... -respondía Avelino con su alegre ligereza-. Las conozco, señor Berándiz, y a mí no me engañan. ¡Quia! Me toman el género lo mismo que pan bendito... Y como todo lo que las digo es de dientes afuera, aunque ellas crean otra cosa, me quedo yo muy sereno para olfatear los malos propósitos... ¿Ha pasado algo desagradable nunca? Ni pasará. Estoy al quite.
Sólo a medias se tranquilizaba el judío, inquieto ante la galantería del dependiente. «¡Jum, jum! -murmuraba, rascándose suavemente el ala de la nariz-. ¡Tantas veces va el cántaro!... Y éste no repara: lo mismo envía en descubierto una rivière de chatones que un broche de perlillas de cien pesetas...».
Sólo por el olor pronunciado a esencias extravagantes que exhalaba, ya alarmó a Berándiz una cliente desconocida, que se presentó una tarde pidiendo de lo más caro y de lo mejor. Naturalmente, la monopolizó Avelino. La extranjera -lo era de fijo, por el acento y la exageración de la espléndida indumentaria- tenía un rostro picante, sin belleza, pero lleno de bellaquería; el pelo casi rojo, y las mejillas como esmaltadas a fuerza de pintura. Avelino, envolviéndola en fulgores y en humedades de miradas, fascinándola con la sonrisa, consiguió que adquiriese de golpe una lanzadera de mil pesetas, un broche de setecientas y un lapicillo de oro cincelado de trescientas. Garbosamente, la extranjera sacó de la elegante bolsa dos billetes blanquiazules de a mil francos, y Berándiz, cuya pose (todos lo sabemos) es la corrección, advirtió deferentemente a Avelino:
-Que vayan enfrente, a la casa de cambio, a saber la cotización, para devolver a esta señora la diferencia.
Así se hizo. La extranjera, mientras se cambiaban los billetes, continuaba revolviendo, como caprichosa mal saciada.
-Un hilito de perlas... ¡Hace tanto tiempo que tengo este antojo! ¿Hay alguno regular?
Salieron tres muy ricos. El pago inmediato de las otras joyas había amansado al mismo Berándiz, y Avelino, presintiendo el gran día, de venta gorda, se liquidaba, se deshacía, probando las sartas a la cliente con gestos de fervor. Eran una ganga: baratísimas; ya no se encontraban así; las tenían de antiguo en la casa. La señora haría bien en aprovechar la ocasión. ¡Oh, qué tono el de las perlas al lado de la piel! ¡Qué dos blancuras encantadoras!
Sonreía, halagada, la extranjera; pero al mismo tiempo..., esto de los hilos..., vamos..., no se atrevía..., sin que monsieur... Se trataba, al fin, de algo importante: monsieur vendría a verlos mañana; hoy estaba atareado con tantos negocios, y sólo regresaría al hotel a la hora de comer
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si. nada mas éso???
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