María Enriqueta era una mujer madura y soltera (“solterona”, decían las señoras más criticonas de Puebla). Había trabajado como directora del Colegio Teresiano y se había jubilado hacía varios años. Vivía en una casona del Paseo Bravo decorada con valiosas antigüedades; pasaba el tiempo dedicada a arreglarla, ir a misa y reunirse con sus amigas Ramona y Ana Lilia. Cada semana las convidaba a su casa a tomar el té y a “conversar”, aunque eso de conversar era un decir pues en realidad no las dejaba hablar. Cuando llegaban las invitaba a sentarse, les preguntaba: “¿Cómo están?”, y sin esperar la respuesta comenzaba a hablar sin control.
En su veloz charla (llegaron a medirle cien palabras por minuto) se refería a las bellezas de su casa, a sus rosales, a sus difuntos padres, a los ricos chiles rellenos que había comido ese día, a los malos hábitos de los vecinos y a la pésima calidad de las tortillas. Las tardes más difíciles eran después del regreso de sus viajes a Europa. Con un proyector mostraba las fotografías y pasaba horas narrando las anécdotas que había vivido, episodios tan interesantes como la vez que se encontró una moneda de un centavo en la Vía Apia de Roma. Sus invitadas se mareaban al escuchar tal palabrería y dormitaban sin que ella se diera cuenta. A veces llegaban angustiadas por algún asunto personal y lo comentaban: “Mi marido está muy grave”, dijo Ana Lilia en una ocasión. María Enriqueta respondió con una larga perorata sobre las desventajas del matrimonio y una explicación acerca de las razones por las que no se había casado.
Ese invierno era especialmente frío y la anfitriona había encendido la chimenea para calentar el salón. Ramona y Ana Lilia llegaron a la hora de siempre y se sentaron cerca del fuego. María Enriqueta inició un largo discurso sobre el reumatismo, siguió con el relato de la separación de un matrimonio amigo y luego recordó, a lo largo de sesenta minutos, el día en que la homenajearon por ser la mejor directora de su escuela. Las invitadas, para permanecer despiertas, habían pedido café en vez de té y cada una viajaba en sus pensamientos fuera de ese lugar, lejos de esa casa.
De repente, Ramona se dio cuenta de que una chispa había salido de la chimenea para ir a dar a una de las pesadas cortinas del salón que tenía ya una pequeña flama. “¡La cortina!”, dijo alarmada, y María Enriqueta contestó: “¿Te gusta? Claro, es de una tela finísima que traje de París el año pasado”. “¡La chispa!”, avisó Ana Lilia que también había notado la flama y María Enriqueta comentó: “¿Tengo chispa? Sí, claro. Una vez, en una fiesta, el embajador de Bélgica…”. “¡Fuego!”, gritaron las dos invitadas pues la cortina ya estaba en llamas. María Enriqueta iba a iniciar su descripción de los fuegos artificiales del 15 de septiembre pero el humo que estaba inhalando le provocó una fuerte tos. Sus amigas la sacaron a jalones. En la banqueta los vecinos se acercaron a preguntar qué había pasado. María Enriqueta tomó la palabra para explicarles cómo había salvado a sus amigas de morir quemadas.
María Enriqueta era una mujer madura y soltera (“solterona”, decían las señoras más criticonas de Puebla). Había trabajado como directora del Colegio Teresiano y se había jubilado hacía varios años. Vivía en una casona del Paseo Bravo decorada con valiosas antigüedades; pasaba el tiempo dedicada a arreglarla, ir a misa y reunirse con sus amigas Ramona y Ana Lilia. Cada semana las convidaba a su casa a tomar el té y a “conversar”, aunque eso de conversar era un decir pues en realidad no las dejaba hablar. Cuando llegaban las invitaba a sentarse, les preguntaba: “¿Cómo están?”, y sin esperar la respuesta comenzaba a hablar sin control.
En su veloz charla (llegaron a medirle cien palabras por minuto) se refería a las bellezas de su casa, a sus rosales, a sus difuntos padres, a los ricos chiles rellenos que había comido ese día, a los malos hábitos de los vecinos y a la pésima calidad de las tortillas. Las tardes más difíciles eran después del regreso de sus viajes a Europa. Con un proyector mostraba las fotografías y pasaba horas narrando las anécdotas que había vivido, episodios tan interesantes como la vez que se encontró una moneda de un centavo en la Vía Apia de Roma. Sus invitadas se mareaban al escuchar tal palabrería y dormitaban sin que ella se diera cuenta. A veces llegaban angustiadas por algún asunto personal y lo comentaban: “Mi marido está muy grave”, dijo Ana Lilia en una ocasión. María Enriqueta respondió con una larga perorata sobre las desventajas del matrimonio y una explicación acerca de las razones por las que no se había casado.
Ese invierno era especialmente frío y la anfitriona había encendido la chimenea para calentar el salón. Ramona y Ana Lilia llegaron a la hora de siempre y se sentaron cerca del fuego. María Enriqueta inició un largo discurso sobre el reumatismo, siguió con el relato de la separación de un matrimonio amigo y luego recordó, a lo largo de sesenta minutos, el día en que la homenajearon por ser la mejor directora de su escuela. Las invitadas, para permanecer despiertas, habían pedido café en vez de té y cada una viajaba en sus pensamientos fuera de ese lugar, lejos de esa casa.
De repente, Ramona se dio cuenta de que una chispa había salido de la chimenea para ir a dar a una de las pesadas cortinas del salón que tenía ya una pequeña flama. “¡La cortina!”, dijo alarmada, y María Enriqueta contestó: “¿Te gusta? Claro, es de una tela finísima que traje de París el año pasado”. “¡La chispa!”, avisó Ana Lilia que también había notado la flama y María Enriqueta comentó: “¿Tengo chispa? Sí, claro. Una vez, en una fiesta, el embajador de Bélgica…”. “¡Fuego!”, gritaron las dos invitadas pues la cortina ya estaba en llamas. María Enriqueta iba a iniciar su descripción de los fuegos artificiales del 15 de septiembre pero el humo que estaba inhalando le provocó una fuerte tos. Sus amigas la sacaron a jalones. En la banqueta los vecinos se acercaron a preguntar qué había pasado. María Enriqueta tomó la palabra para explicarles cómo había salvado a sus amigas de morir quemadas.